Jesús se volvió a Pedro y le dijo riendo:
– Recibe mi bendición, Pedro. Te elijo a ti. Piensas en comer y hablas de comer; piensas en Dios y hablas de Dios. ¡Eres leal! Por eso te llaman veleta y molino de viento. Pero yo te elijo a ti: eres un molino de viento y molerás el trigo que se transformará en pan para dar de comer a los hombres.
Tenían un trozo de pan. Jesús lo tomó y lo repartió. La parte que correspondía a cada cual no era más que un bocado, pero como el maestro lo había bendecido, con él saciaron su apetito. Luego se echaron en tierra, hombro contra hombro, y se durmieron.
De noche todo duerme, reposarse agranda, tanto las piedras como las aguas y las almas. Por la mañana, cuando se despertaron los compañeros, sus almas se habían desplegado, habían invadido todo su cuerpo y lo habían llenado de alegría y de seguridad.
Se pusieron en marcha antes de despuntar el día; el aire era fresco, amontonábanse las nubes y el cielo se convirtió en un cielo de otoño. Una bandada de grullas pasó volando lentamente y arrastrando a las golondrinas hacia el sur. Los compañeros avanzaban deprisa, y el cielo y la tierra se habían reunido en su corazón; la piedra más humilde resplandecía, habitada por Dios.
Jesús iba adelante, solo. Su espíritu estaba preocupado y se entregaba a la misericordia de Dios. Sabía que había quemado sus naves y que ya no podía retroceder. Su destino marchaba delante de él, él lo seguía y estaba dispuesto a hacer cuanto Dios decidiera. ¿Su destino? De pronto volvió a oír las pisadas misteriosas que le habían seguido durante tanto tiempo, implacables. Aguzó el oído. Aquellos pasos era rápidos, pesados, decididos, pero ahora ya no caminaban detrás de él sino delante, señalándole el camino… «Mejor -pensó-, mejor… Ahora no podré extraviarme…»
Se regocijó y alargó el paso. Le pareció que las pisadas se apresuraban y él se apresuró a su vez. Avanzaba tropezando con las piedras, saltando los pozos. Corría. «¡Vamos! ¡Vamos!» murmuraba al guía invisible y continuaba caminando. De pronto lanzó un grito. Sintió terribles dolores en las manos y en los pies como si se los traspasaran con clavos. Se dejó caer en una piedra; perlas frías de sudor bañaban su frente… Durante algunos instantes su espíritu vaciló. La tierra se abrió bajo sus pies y ante él se desplegó un mar negro, salvaje y desierto. Sólo navegaba allí una barquita roja con las velas hinchadas… Jesús la miraba, la miraba y sonreía. «Es mi corazón -murmuró-, es mi corazón…» Había recobrado la confianza y sus dolores se calmaban; cuando llegaron los discípulos le hallaron sentado tranquilamente en la piedra, sonriente.
– ¡Caminemos más rápido, compañeros! -dijo al tiempo que se levantaba.
XXI
Dícese del día del sábado que es un joven bien alimentado que descansa en las rodillas de Dios. Junto con él descansan las aguas, las aves no construyen nidos y los hombres no trabajan. Se visten, se adornan y van a la sinagoga, donde el rabino desenrolla el manuscrito sagrado en que está escrita en letras rojas y negras la Ley de Dios y donde los sabios buscan y encuentran, bajo cada palabra, bajo cada sílaba, con suma habilidad, la voluntad de Dios.
Era el día del sábado y los fieles de Israel salían de la sinagoga de Nazaret, con los ojos aún deslumbrados por las visiones que había hecho aparecer ante ellos el anciano rabino Simeón. La luz que hería sus ojos era tan violenta que todos tropezaban como ciegos; se dispersaban por la plaza de la aldea y avanzaban a paso lento bajo las grandes palmeras, para recobrar el equilibrio de su espíritu.
Aquel día el rabino había abierto las Escrituras al azar y había dado con las profecías de Nahúm. También había dejado caer al azar el dedo y había dado con estas palabras sagradas: «¡He aquí por los montes los pies del mensajero de buenas nuevas, el que anuncia la paz!» El viejo rabino las leyó, las releyó y se inflamó.
– ¡Es el Mesías! -exclamó-. ¡Ya llega! Mirad a vuestro alrededor, mirad dentro de vosotros; por doquiera hallaréis signos de su venida. Dentro de nosotros se agitan la cólera, la vergüenza y la esperanza y se alza el grito: «¡Basta ya!» Mirad a vuestro alrededor: Satán está sentado en el trono del Universo; en una de sus rodillas sostiene y mima al cuerpo del hombre, que está corrompido; en la otra, al alma del hombre, que está prostituida. He aquí que llegan los tiempos anunciados por los profetas, que son la voz de Dios. Abrís las Escrituras, ¿qué leéis? «¡Llegará el fin del mundo cuando Israel sea arrojado de su trono y los bárbaros pisoteen nuestra santa tierra!» ¿Qué más leéis en las Escrituras? «El último rey será licencioso, inicuo y ateo; sus hijos serán indignos y la corona resbalará de la cabeza de Israel.» Conocemos al rey licencioso e inicuo: es Herodes. Yo lo vi con mis propios ojos cuando me llamó a Jericó para que lo curara; yo conocía plantas secretas, las llevé conmigo y me presenté ante él. Desde entonces, no pude comer carne porque había visto que su carne se descomponía; no pude beber vino porque vi su sangre llena de gusanos. Y el hedor que todo él despedía aún lo siento después de más de treinta años… Ha muerto. Su pellejo está podrido. Sus hijos no son sino insignificantes restos indignos. La corona real ha resbalado de sus cabezas. ¡Cumplidas las profecías, ha llegado el fin del mundo! Una voz resonó a orillas del Jordán: «¡Ya llega!» Un grito retumba en nuestras entrañas: «¡Ya llega!» Hoy abrí las Escrituras y las letras se juntaron y gritaron: «¡Ya llega!» Soy muy viejo. Mis ojos están borrosos, mis dientes se caen, mis rodillas se paralizan. ¡Pero me regocijo! Me regocijo porque Dios cumplirá la promesa que me hizo: «No morirás, Simeón, antes de haber visto al Mesías.» Cuanto más me acerco a la muerte más se acerca el Mesías a nosotros. ¡Animo, hijos míos! La servidumbre no existe. No existen Satán ni los romanos. Sólo existe el Mesías y ya llega. ¡Hombres, tomad las armas y partid a la guerra! ¡Mujeres, encended vuestras lámparas porque el novio se acerca! No sabemos ni la hora ni el instante en que se presentará. Quizá sea hoy, quizá sea mañana. ¡Permaneced vigilantes! Oigo en las montañas vecinas el ruido de sus pisadas y el de las piedras que se desmoronan a su paso. Ya llega. ¡Salid, que quizá lo veáis!
El pueblo salió de la sinagoga y se dispersó bajo las altas palmeras. Trataban de olvidar las palabras del anciano rabino, que habían encendido ardientes llamas en sus pechos, para que sus almas pudieran instalarse de nuevo en las preocupaciones cotidianas… Y mientras paseaban y esperaban impacientemente el mediodía para volver a sus casas y olvidar las palabras sagradas discutiendo y comiendo, he aquí que apareció el hijo de María con las vestiduras desgarradas, descalzo y despidiendo relámpagos por los ojos. Tras él, intimidados, temerosos, apretados unos contra otros, iban los cuatro discípulos y, cerrando la marcha y apartado del grupo, caminaba el pelirrojo Judas con el rostro duro y la mirada sombría.
Las buenas gentes se quedaron estupefactas. ¿De dónde venían aquellos andrajosos? ¿No era el hijo de María el que encabezaba el grupo?
– Mira cómo camina. Extiende y agita los brazos como si fueran alas. Dios le infló el cerebro e intenta volar.
– Se sube a una piedra y hace un ademán. Se dispone a hablar.
– ¡Acerquémonos! Será divertido.
Jesús, en efecto, se había subido a una piedra, en el centro de la plaza. La multitud lo rodeó, riendo. Celebraban que aquel iluminado hubiera ido para hacerles olvidar las duras palabras del rabino. «¡Estamos en pie de guerra!-había dicho-. ¡Permaneced vigilantes! ¡Ya llega!» Hacía infinidad de años que aquel estribillo del rabino resonaba en sus oídos, y ya estaban hartos. Pero ahora, ¡alabado sea Dios!, el hijo de María iba a divertirles.
Jesús agitaba los brazos y con señas invitaba a todos a reunirse a su alrededor. La plaza se llenó de barbas, de mantos listados y de gorros guarnecidos con piel. Algunos mascaban dátiles para distraer el hambre, otros, semillas de girasol, y los más ancianos y piadosos desgranaban largos rosarios cuyas cuentas eran nudos de tejido azul, cada uno de los cuales contenía una frase de las Santas Escrituras.