Los ojos de Jesús relampagueaban y su corazón no sentía temor alguno ante tanta gente. Dijo:
– Hermanos, abrid los oídos, abrid los corazones, escuchad lo que os diré. Isaías exclama: «El espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad…» El día profetizado ha llegado, hermanos, y el Dios de Israel me ha enviado para traer la buena nueva. He sido ungido lejos de aquí, en el desierto de Idumea. ¡De allá vengo! Me confió el Gran Secreto; lo recibí, crucé llanuras y montañas… ¿no habéis oído mis pisadas en las montañas?… Y he venido aquí, a la aldea donde nací, para proclamar la feliz nueva. ¡Ha llegado el reino de los cielos!
Un anciano con doble joroba, como los camellos, levantó el rosario y soltó una risita.
– Lo que dices no son más que palabras vagas, hijo del carpintero, palabras vagas. ¡Estamos hartos del reino de los cielos, de la justicia y de la libertad! ¡Queremos milagros, milagros! Aquí y ahora. Haz milagros si quieres que creamos en ti. De lo contrario, ¡cállate!
– ¡Todo es un milagro, anciano! -respondió Jesús-. ¿Por qué pides más? Baja la mirada: la más humilde brizna de hierba está asistida por un ángel de la guarda que la ayuda a crecer. Alza los ojos al cielo… ¿no es un milagro el cielo estrellado? Y si cierras los ojos, anciano ¿no te parece milagroso el mundo que está dentro de ti? ¡Nuestro corazón es un cielo tachonado de estrellas!
Lo escuchaban confusos, y se miraban unos a otros.
– ¿No es acaso el hijo de María? ¿Cómo es posible que hable con tanta autoridad?
– Por su boca habla el demonio. ¿Dónde están sus hermanos?, ¿por qué no le atan y le impiden morder?
– Va a hablar… ¡Callad!
– Se avecina el día del Señor, hermanos. ¿Estáis preparados? Sólo quedan pocas horas; llamad a los pobres y repartid vuestros bienes. ¿Por qué os apegáis a los bienes de la tierra? ¡Ya llega el fuego que los quemará! Antes del reino de los cielos vendrá el reino del fuego. En el día del Señor las piedras con que están construidas las casas de los ricos se alzarán y se desplomarán para aplastar a los amos. Las monedas de oro enterradas en los cofres comenzarán a sudar y en ellas se verá correr el sudor y la sangre de los pobres. Los cielos se abrirán, habrá un diluvio de fuego y la nueva Arca navegará sobre las llamas. ¡Yo tengo las llaves que abren el Arca! ¡Yo elijo! Hermanos nazarenos, comienzo por vosotros, sois los primeros invitados. Venid, entrad. ¡Ya descienden las llamas de Dios!
– ¡Fuera de la aldea! ¡Fuera de la aldea! ¡De modo que el hijo de María viene a salvarnos! -El pueblo comenzó a abuchearlo entre grandes risotadas. Algunos se agacharon y cogieron piedras.
Desde el extremo de la plaza llegó corriendo Felipe, el pastor. Había oído decir que sus amigos habían llegado y venía a buscarlos. Mostraba los ojos hinchados y completamente enrojecidos, como si hubiera llorado mucho, y las mejillas hundidas. El mismo día en que se había despedido, a Orillas del lago, de Jesús y sus compañeros y les había gritado riendo: «No voy con vosotros. Tengo ovejas, ¿cómo voy a abandonarlas?», un grupo de bandidos había bajado del Líbano y se las había robado. Sólo le quedaba el cayado. Siempre lo llevaba consigo y recorría como un rey destronado las aldeas y las montañas, buscando aún sus ovejas. Blasfemaba y amenazaba, afilaba un gran puñal y decía que partiría para el Líbano. Pero cuando se quedaba solo de noche, lloraba. Ahora corría para reunirse con sus viejos amigos, contarles sus penas e invitarles a que fueran todos juntos al Líbano. Oyó las risas y los gritos.
– ¿Qué ocurre? -murmuró-. ¿Por qué se ríen?
Se acercó. Jesús se había enfurecido y decía:
– ¿Por qué reís? ¿Por qué recogéis piedras para arrojarlas al Hijo del hombre? ¿Por qué estáis orgullosos de vuestras casas, de vuestro olivos y de vuestras viñas? ¡No son más que cenizas! ¡Cenizas! ¡Y vuestros hijos y vuestras hijas no son más que cenizas! ¡Las llamas se precipitarán como poderosos bandidos desde la cumbre de las montañas para robaros las ovejas!
«¿Qué bandidos, qué ovejas? ¿Y qué son esas llamas que nos anuncia?», murmuró Felipe, que escuchaba con la barbilla apoyada en el bastón.
Jesús hablaba; continuaba llegando gente sin cesar desde los barrios pobres. Habían oído decir que había aparecido un nuevo profeta, que redimía a los pobres, y habían acudido. Al parecer, tenía en una mano el fuego del cielo, para quemar a los ricos, y en la otra una balanza para distribuir sus bienes entre los menesterosos. Era un nuevo Moisés que traía una Ley nueva y más justa. Le escuchaban hechizados. ¡Había llegado, estaba allí el reino de los pobres! Y cuando Jesús volvió a despegar los labios, cuatro brazos cayeron sobre él, lo asieron, lo bajaron de la piedra y una gruesa soga se arrolló prestamente a su cuerpo. Jesús se volvió y vio a sus hermanos, los hijos de José: el cojo Simón y el beato Santiago.
– ¡A casa! ¡A casa, poseso! -le gritaban y lo arrastraban con furia.
– No tengo casa, dejadme. ¡Esta es mi casa y estos son mis hermanos! -exclamó Jesús, señalando a la multitud.
– ¡A casa! ¡A casa! -exclamaban a su vez los ricos, riendo. Uno de ellos alzó la mano y lanzó la piedra que empuñaba; el proyectil dio en la frente de Jesús, de la que manaron algunas gotas de sangre. El viejo jorobado se echó a gritar:
– ¡Muera! ¡Muera! Es brujo; hace sortilegios. ¡Conjura al fuego a que venga a quemarnos… y el fuego vendrá!
– ¡Muera! ¡Muera! -Ahora los gritos se alzaban desde todas partes. Intervino Pedro:
– ¡Es una vergüenza! -gritó-. ¿Qué os ha hecho? ¡Es inocente!
Un mocetón se arrojó sobre éclass="underline"
– ¡Y tú también! Me parece que viniste con él, ¿no es cierto? -gritó, al tiempo que lo cogía por el pescuezo.
– ¡No! ¡No! -aulló Pedro- ¡No, no vine con él! -Esforzábase por desasirse de la mano que lo aferraba.
Los otros tres compañeros de Jesús estaban confundidos y no sabían qué hacer. Santiago y Andrés calculaban sus fuerzas y los ojos de Juan se habían arrasado de lágrimas. Pero Judas se abrió camino con los codos entre la multitud, liberó al maestro de los dos hermanos enfurecidos y desenrolló la soga.
– ¡Idos! -les gritó-. ¡Ahora os la veis conmigo! ¡Fuera!
– ¡Ve a tu país a dar órdenes! -rugió el cojo Simón.
– ¡Doy órdenes en todas partes donde estoy, tullido! ¡Para eso tengo buenos brazos! -Se volvió hacia los cuatro discípulos y les dijo-: ¿No tenéis vergüenza? Ya habéis renegado de él. ¡Adelante, rodeémosle! ¡Que nadie lo toque!
Los cuatro discípulos se avergonzaron y los pobres y andrajosos intervinieron a su vez:
– ¡Estamos con vosotros, hermanos! -exclamaron-. ¡Los venceremos!
– ¡Yo también estoy con vosotros! -dijo una voz salvaje, la de Felipe, que hacía girar el bastón y apartaba a la multitud para abrirse paso-. ¡Me uno a vosotros, hermanos!
– ¡Eres bienvenido, Felipe! -le respondió el pelirrojo-. ¡Ven con nosotros! Los pobres y oprimidos debemos unirnos.
Al ver a los pobres de la aldea alzar la cabeza, los ricos se enfurecieron. «El hijo de María quiere levantar a los pobres contra los ricos e invertir el orden del mundo. Al parecer, trae una nueva ley. ¡Muera! ¡Muera!»
Se enardecieron y avanzaron hacia él, unos con bastones, otros con cuchillos y otros con piedras. Los ancianos se quedaban atrás y aullaban para infundir valor a los otros. Los amigos de Jesús se atrincheraron tras los álamos y al borde de la plaza, y otros salieron al encuentro de los atacantes. Jesús avanzó hasta colocarse entre los dos campos; extendió entonces los brazos y exclamó: