– Magdalena -dijo dulcemente Jesús-, todas tus faltas están perdonadas porque amaste mucho.
Una inmensa alegría embargó a Magdalena. Quería decir: «¿Soy virgen!», pero la alegría no le dejaba abrir la boca. Corrió hasta el granado, llenó su delantal de frutos rojos y frescos y fue «colocarlos a los pies del Amado. Y ocurrió exactamente lo que tanto había deseado: Jesús se inclinó, tomó una granada, la abrió, llenó su mano de granos y se refrescó la boca con ellos. Luego los discípulos se inclinaron a su vez, cogieron cada cual una granada y se refrescaron la boca.
– Magdalena -dijo Jesús-, ¿por qué me miras con tanta inquietud? Pareces despedirte de mí.
– Te recibo y me despido de ti cada instante de mi vida, desde que nací, Amado -respondió Magdalena tan quedamente que sólo Jesús y Juan, que estaban a su lado, la oyeron.
Calló y añadió al cabo de un momento:
– A ti debo mirarte, porque la mujer nació del hombre y aún no puede separar su cuerpo de él. Pero tú debes mirar el cielo, porque eres un hombre y el hombre fue creado por Dios. Deja, pues, que te mire, hijo mío.
Dijo aquellas grandes palabras, «hijo mío», en voz tan baja que ni siquiera Jesús las oyó. Pero el seno de Magdalena se dilató y se agitó como si en verdad diera de mamar a un hijo.
De la multitud se elevó un murmullo; llegaban nuevos enfermos, que llenaron el patio.
– Maestro -dijo Pedro-, el pueblo murmura. Está impaciente.
– ¿Qué quiere?
– Que les digas palabras reconfortantes, que obres un milagro. Míralo.
Jesús se volvió. Soplaba un viento muy fuerte que anunciaba tempestad y vio una multitud de ojos, que lo miraban con angustia, y de bocas entreabiertas, desbordantes de pasión. Avanzó un anciano sin cejas cuyos ojos parecían dos llagas; pendían de su cuello esquelético diez amuletos, cada uno de los cuales llevaba inscripto un mandamiento del Decálogo. Se detuvo en el umbral y se apoyó en su bastón corvo.
– Maestro -dijo, y su voz sonó quejumbrosa y llena de cólera-, maestro, tengo cien años. Siempre mantengo ante mis ojos, colgados del cuello, los diez mandamientos de Dios; no violé ninguno de ellos. Todos los años voy a Jerusalén, ofrezco un chivo en sacrificio al santo Sabaot, enciendo cirios y quemo incienso. De noche no duermo; canto salmos. Miro las estrellas o las montañas y espero -no quiero otra recompensa-, espero que Dios descienda para verle… Durante años y años he vivido de este modo, pero todo ha sido en vano. Ya tengo un pie en la tumba y aún no le vi. ¿Por qué? ¿Por qué? Tengo motivos de queja contra Dios, maestro. ¿Cuándo veré al Señor, cuándo se apaciguará mi corazón?
A medida que hablaba se encolerizaba, golpeaba el suelo con el bastón y vociferaba. Jesús sonrió y respondió:
– Anciano, había una vez en la puerta oriental de una ciudad poderosa un trono de mármol. Habían ascendido a aquel trono mil reyes tuertos que no veían con el ojo derecho, mil reyes tuertos que no veían con el ojo izquierdo y mil reyes qué veían con los dos ojos. Todos clamaban a Dios, rogándole que se mostrara. Pero todos murieron sin haberle visto. Luego un pobre hombre, desnudo y hambriento, habló así a Dios: «Dios mío, los ojos del hombre no pueden mirar de frente al sol porque se deslumbran. ¿Cómo podrían entonces mirarte a la cara a ti, que eres el Todopoderoso? ¡Señor, apiádate de mí, rebaja tu poder, reduce tu esplendor para que pueda verte, para que yo, el pobre y el doliente, pueda verte!» ¡Ahora escucha, anciano! Dios se convirtió en un trozo de pan, en un vaso de agua fresca, en un vestido abrigado, en una cabaña y en una mujer que, frente a la cabaña, daba el pecho a un bebé. El pobre abrió entonces los brazos y sonrió de felicidad. «Te lo agradezco, Señor -murmuró-. Te rebajaste, por mí te convertiste en pan, en agua, en un vestido, en mi mujer y en mi hijo para que yo te viera. Y te vi. ¡Me prosterno y adoro tu rostro innumerable, tu rostro amado!»
Todo el mundo calló. El anciano resopló como un búfalo, adelantó el bastón y desapareció entre la multitud. Un joven recién casado alzó el puño y gritó:
– Al parecer, tú tienes el fuego para quemar el mundo, para quemar nuestras casas y nuestros hijos. ¿Ese es el amor que pretendes traernos? ¿Esa es tu justicia? ¿Es el fuego tu justicia?
Los ojos de Jesús se arrasaron de lágrimas y se apiadó del joven recién casado. ¿Era en verdad aquélla la justicia que traía al mundo? ¿No había acaso otro camino para lograr la redención?
– Explícate claramente. ¿Qué debemos hacer para salvarnos? -gritó un rico, abriéndose camino con los codos para acercarse y oír la respuesta, ya que era algo sordo.
– ¡Abrid vuestros corazones, abrid vuestras despensas, repartid vuestros bienes entre los pobres! -exclamó Jesús-. ¡Ha llegado el día del Señor! El que sea avaro y conserve para sus últimos días un pan, una jarra de aceite o una parcela de tierra verá que ese pan, esa jarra y esa tierra se colgarán de su cuello y lo precipitarán al fondo del Infierno.
. -Me zumban los oídos -dijo el rico-. Me siento mareado. ¡Perdona, pero me voy!
Se encaminó, furioso, hacia su bien provista casa. «¡De modo que debemos repartir nuestros bienes entre los piojosos! ¿Y ésa es la justicia? ¡Que el diablo se lo lleve!» Mientras caminaba, hablaba solo y blasfemaba.
Jesús le seguía con la mirada y suspiró:
– Ancha es la puerta del Infierno -dijo-, y ancho y sembrado de flores el camino que a ella conduce. La puerta del reino de Dios es estrecha y el camino que conduce a ella es una cuesta empinada. Mientras vivimos, podemos elegir. Vivir quiere decir ser libre. Pero cuando llega la muerte, lo hecho, hecho está. No hay salvación…
– Si quieres que te crea -gritó un hombre con muletas-, haz un milagro ahora. Cúrame. ¿Entraré cojo en el reino de los cielos?
– ¿Y yo leproso?
– ¿Y yo manco?
– ¿Y yo ciego?
Los lisiados avanzaron todos juntos y se detuvieron, amenazantes, ante Jesús. Se envalentonaron y se pusieron a gritar. Un viejo ciego levantó el bastón y chilló:
– ¡O nos curas o no sales vivo de esta aldea!
Pedro arrancó el bastón de las manos del anciano:
– ¡Con un alma semejante jamás verás la luz, maldito ciego! -dijo.
Los tullidos se agitaron y su furor se redobló. Los discípulos también se excitaban y fueron a colocarse junto a Jesús. Asustada, Magdalena hizo ademán de echar el cerrojo de la puerta, pero Jesús la detuvo y le dijo:
– Hermana Magdalena, esta raza es desgraciada; no es más que carne. Los hábitos, las faltas, la grasa ahogan su alma. Aparto su carne, sus huesos, sus entrañas para hallar el alma y no la encuentro. ¡Ah, creo que sólo el fuego puede curarlos!
Se volvió hacia la multitud. Mostraba ahora ojos duros e implacables y dijo:
– Así como quemamos los campos antes de sembrar para que germine la buena simiente, Dios quemará la tierra. No le inspiran compasión alguna las zarzas, las cizañas ni las dragonteas. Eso es la justicia. ¡Adiós!
Se volvió hacia Tomás y le dijo:
– Haz sonar la trompeta, Tomás. ¡En marcha!
Adelantó el bastón. El pueblo, intimidado, se hizo a un lado para dejarle pasar. Magdalena fue a su habitación para buscar la pañoleta; dejó la lana a medio hilar, la marmita de barro en el fuego y a las aves de corral en el patio, y sin mirar atrás siguió silenciosa, envuelta en la pañoleta, al hijo de María.
XXIII
Caía la noche cuando llegaron a Cafarnaum. La tempestad había pasado por encima de ellos; el viento del norte la había empujado hacia el sur.
– Pasaremos toda la noche en nuestra casa -dijeron los dos hijos de Zebedeo-. Es espaciosa y cabemos todos en ella. Será nuestra guarida.
– ¿Y el viejo Zebedeo? -dijo Pedro riendo-. Creo que no daría un vaso de agua ni a su ángel de la guarda.
Juan enrojeció y dijo: