– Ten confianza en el maestro. Ya verás cómo su presencia ablandará al viejo.
Jesús marchaba delante y no oía. Sus ojos estaban poblados de imágenes de ciegos, de leprosos, de tullidos… Ah, si pudiera soplar sobre cada alma y gritarle: «¡Despierta!» Y si despertara, el cuerpo se transformaría en alma y curaría…
Cuando entraban en la aldea, Tomás se llevó la trompeta a la boca para lanzar su llamada, pero Jesús le detuvo con un ademán.
– No -dijo-; estoy fatigado… -su rostro parecía lívido y exhibía dos profundas ojeras azules. Magdalena llamó a la primera puerta y pidió una copa de agua. Jesús la bebió y recuperó fuerzas.
– Te debo una copa de agua fresca, Magdalena -le dijo sonriendo.
Recordó lo que había dicho a la otra mujer, la samaritana, frente al pozo de Jacob, y añadió:
– Te daré a cambio una copa de agua inmortal.
– Hace mucho tiempo que me la diste, maestro -respondió Magdalena, cuyas mejillas se cubrieron de carmín.
Pasaban ante la casucha de Natanael. La puerta estaba abierta y, en el patio, el dueño de la casa cortaba con la podadera las ramas muertas de la higuera. Felipe se separó precipitadamente del grupo y entró.
– Natanael -dijo-, debo hablar contigo. Deja de trabajar.
Entró en la casa y Natanael encendió la lámpara.
– Deja tus lámparas, tus higueras y tu casa -le dijo Felipe-. Vente con nosotros.
– ¿Adonde vais?
– ¿Adonde? Pero ¿aún no te has enterado? Llega el fin del mundo. De un momento a otro se abrirán los cielos y la tierra quedará reducida a cenizas. Apresúrate a entrar en el Arca para escapar de las llamas.
– ¿Qué Arca?
– Hemos de entrar en el seno de nuestro maestro, el hijo de María, el hijo de David, el Nazareno. Acaba de volver del desierto. Allí encontró a Dios y ambos discutieron; decidieron la destrucción y la salvación del mundo. Dios posó la mano en los cabellos de nuestro maestro y le dijo: «Ve a elegir a los que han de salvarse. Tú eres el nuevo Noé. Toma también la llave del Arca, para abrirla y cerrarla», y le dio una llave de oro. La lleva colgada del cuello, pero el ojo del hombre no puede Verla.
– Explícate, Felipe… No comprendo. ¿Cuándo ocurrieron todas esas maravillas?
– En los últimos días, en el desierto del Jordán. Mataron al Bautista y su alma penetró en el cuerpo de nuestro maestro. No lo reconocerás cuando lo veas. Cambió; se ha vuelto terrible; sus manos despiden chispas. Y en Cana, no hace mucho, tocó a la hija del centurión de Nazaret, la que estaba paralítica, e inmediatamente la niña se puso en pie y comenzó a bailar. ¡Sí, por nuestra amistad! No perdamos tiempo; vente con nosotros.
Natanael exhaló un suspiro y dijo:
– Escucha, Felipe… Los negocios van bien y tengo infinidad de pedidos. Mira todas esas sandalias y esas babuchas que debo fabricar. Mis asuntos van bien ahora…
Paseó lentamente la mirada a su alrededor; estaban allí sus queridas herramientas, el banco en que se sentaba para remontar, las chairas, las leznas, las cuerdas untadas con pez, los clavos… Volvió a suspirar y murmuró:
– ¿Cómo quieres que deje todo esto?
– No te preocupes. Allá arriba encontrarás herramientas de oro. Remontarás las sandalias de oro de los ángeles, y los pedidos que recibas serán eternos, innumerables. Coserás y descoserás y nunca te faltará trabajo. Pero apresúrate. Preséntate ante el maestro y dile: «¡Estoy contigo!» Nada más que eso: «¡Estoy contigo y te seguiré adonde vayas hasta la muerte!» Todos hicimos ese juramento.
– ¡Hasta la muerte! -dijo el zapatero y se estremeció. Su cuerpo era inmenso, pero su corazoncito era timorato. El pastor lo tranquilizó:
– ¡Vaya, es una manera de hablar! Todos hicimos el mismo juramento, pero no te inquietes, porque no nos encaminamos a la muerte, sino hacia los esplendores del cielo. Amigo mío, ese Jesús no es un hombre, no… ¡Es el Hijo del hombre!
– Y bien, ¿no es acaso lo mismo?
– ¿Lo mismo? ¿No te avergüenza decir eso? ¿Nunca oíste las profecías de Daniel? Hijo del hombre quiere decir Mesías, ¡es decir, Rey! Pronto se sentará en el trono del Universo y todos nosotros, que fuimos suficientemente inteligentes para seguirlo, nos repartiremos los honores y las riquezas. Ya no andarás descalzo, sino que llevarás sandalias de oro y los ángeles se agacharán para anudártelas. Te digo, Natanael, que es un buen negocio; no dejes que se te escape entre los dedos. Con decirte que hasta Tomás se vino con nosotros; olfateó el buen negocio el muy astuto, repartió cuanto poseía entre los pobres y ahora sigue al maestro. Tú debes hacer otro tanto. Jesús está en este momento en la casa del viejo Zebedeo. ¡Ven conmigo!
Pero Natanael estaba aún indeciso.
– Tú deberás responder de mí, Felipe -dijo al fin-. Pero si veo que la cosa toma mal cariz abandonaré la partida. Todo está muy bien, pero no dejaré que me crucifiquen.
– Bien, bien -dijo Felipe-, la abandonaremos juntos. ¿Qué te crees? No estoy loco. De acuerdo. Vayamos a casa del viejo Zebedeo.
– ¡Que todo sea para bien! -cerró la puerta de su casa, guardó la llave en su camisa y, tomados del brazo, ambos se encaminaron a casa de Zebedeo.
Jesús y sus discípulos estaban sentados ante la chimenea, en la casa del viejo Zebedeo. La anciana Salomé iba y venía, radiante. Todas sus enfermedades habían desaparecido; preparaba la mesa; no se cansaba de ver a sus hijos y de servir al santo varón que iba a traer a la tierra el reino de los cielos.
Juan se inclinó, habló en voz baja al oído de su madre, señalándole con la mirada a los discípulos que tiritaban, pues aún iban vestidos con las túnicas de lino de verano. La madre sonrió, entró en otra habitación, abrió las arcas de las que sacó ropas de lana y prestamente, antes de que regresara su marido, las distribuyó entre los compañeros. El manto más espeso, de lana blanca, lo echó tiernamente sobre los hombros de Jesús. Este se volvió y le sonrió.
– Bendita seas -le dijo-. Es bueno y justo cuidar de nuestro cuerpo, pues es el camello en que va montada el alma para cruzar el desierto. Hemos de cuidarlo, pues, para que pueda cubrir el trayecto.
Entró el viejo Zebedeo y miró a los inesperados visitantes; saludó moviendo apenas los labios y se sentó en un rincón. Aquellos conspiradores, como los llamaba, no le agradaban. ¿Quién los había invitado a que se instalaran en su casa? ¡Y he ahí que su mujer, ese saco roto, les había preparado un festín digno de un rey! Maldita la hora en que había aparecido aquel nuevo iluminado. No sólo le había arrebatado a sus dos hijos, sino que también era causa de disputas continuas con la tonta de su mujer, que defendía a sus hijos. «Tienen razón -decía-; éste es un verdadero profeta. Se convertirá en rey, arrojará a los romanos y se sentará en el trono de Israel. Entonces, a su derecha se instalará Juan, y a su izquierda, Santiago, convertidos en grandes señores. No serán ya pescadores y barqueros, sino grandes y poderosos señores. ¿Habían de vegetar en el lago de Genezaret toda su vida?» Estas y muchas otras cosas por el estilo repetía incesantemente aquella tonta, entre gritos y pataleos. Zebedeo blasfemaba y hacía añicos cuanto hallaba al alcance de la mano, o salía de la casa afligido y recorría las orillas del lago como un poseso. Además, en los últimos tiempos había comenzado a beber. ¡Y he aquí que aquella noche todos aquellos conspiradores se habían instalado en su casa! Eran nueve estómagos de gigante acompañados por aquella doncella de los mil amantes. Se habían sentado en torno a la mesa sin prestarle la más mínima atención, ¡a él, que era el dueño de la casa!; sin preguntarle siquiera si estaba de acuerdo. ¡De modo que en esas estábamos! ¡De modo que él y sus padres habían trabajado durante tantos años para beneficio de aquellos gorrones! Lo poseyó la cólera, pataleó y gritó:
– ¡Decidme, granujas! ¿De quién es esta casa: vuestra o mía? Dos y dos son cuatro. ¡Responded!
– Es de Dios -respondió Pedro, que había vaciado no pocos vasos de vino y nadaba en un mar de euforia-. Es de Dios, viejo Zebedeo. ¿No conoces la nueva? ¡Ya nada te pertenece a ti ni a mí, porque todo pertenece a Dios!