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– La Ley de Moisés… -comenzó Zebedeo, pero Pedro le interrumpió bruscamente:

– ¿Qué oigo? ¿ La Ley de Moisés? Eso se acabó, viejo Zebedeo; la hemos desterrado y no volverá jamás. Está muerta. Ahora seguimos la ley del Hijo del hombre, ¿comprendes? ¡Todos somos hermanos! Nuestro corazón se ha agrandado y, junto con él, se agrandó la Ley. Abraza a todos los hombres. ¡La tierra entera es la Tierra Prometida! ¡Ya no hay fronteras! Aquí donde me ves, viejo Zebedeo, iré a proclamar la palabra de Dios por las naciones. Llegaré hasta Roma, sí, no te rías; cogeré al emperador por el pescuezo, lo arrojaré por tierra y me sentaré en su trono, ¿qué te crees? El maestro lo dijo: ya no somos pescadores que atrapan peces, como tú, sino pescadores de hombres. Y te daré un buen consejo: trátanos bien, danos mucho de beber y de comer, porque un día seremos grandes señores. Ese día no está muy lejano, y si hoy nos das un trozo de pan, pronto recibirás toda una hornada. ¡Y de qué pan! Un pan inmortal. Podrás comer y comer sin que nunca se acabe ni te sacies.

– Te veo crucificado cabeza abajo, desdichado -rugió Zebedeo, a quien habían asustado las palabras de Pedro. Volvió a acurrucarse en su rincón. «Más vale cerrar el pico -pensó; nunca sabemos qué puede ocurrir, y como el mundo es una rueda que gira, acaso un día estos atolondrados… Nunca está de más dejar una puerta abierta. ¡No metamos la pata!»

Los discípulos se les reían en las barbas. Sabían perfectamente que Pedro estaba un tanto achispado y bromeaba, pero en el fondo de sí mismos alentaban en secreto los mismos pensamientos, sólo que aún no estaban suficientemente ebrios para confesarlos. El reino de los cielos consistía en títulos de nobleza, honores, vestidos de seda, anillos de oro, comidas copiosas… Y en sentir al mundo bajo la bota judía.

El viejo Zebedeo bebió otro vaso de vino y volvió a la carga:

– Y tú, maestro -dijo-, ¿no despegas los labios, nada dices? Provocas el incendio y luego vas a refrescarte en un arroyuelo. Pero dime, en nombre del cielo, ¿es justo que contemple este despilfarro sin protestar?

– Anciano Zebedeo -respondió Jesús-, había una vez un hombre muy rico. Después de la siega, de la vendimia y de la recolección de aceitunas, y una vez colmadas sus jarras, se echó de espaldas en su patio y dijo: «¡Alma mía, posees muchos bienes! ¡Come, pues, bebe y regocíjate!» Apenas hubo pronunciado estas palabras, oyó una voz que gritaba desde lo alto del cielo: «¡Insensato, insensato! ¡Esta noche tu alma irá al Infierno, y ¿qué harás con los bienes que amontonaste?» Anciano Zebedeo, tienes oídos para oír lo que te digo, tienes cerebro para comprender qué quiero decir. Que aquella voz del cielo quede suspendida sobre ti día y noche, anciano Zebedeo.

El viejo propietario agachó la cabeza y no volvió a hablar.

En aquel momento se abrió la puerta y en el umbral aparecieron Felipe y Natanael. El zapatero ya no dudaba y había tomado una firme decisión. Se acercó a Jesús, se inclinó y le besó los pies.

– Maestro -dijo-, estaré contigo hasta la muerte.

Jesús puso la mano en aquella enorme cabeza bovina y ensortijada y dijo:

– Bienvenido, Natanael, tú que fabricas sandalias para los otros y andas descalzo. Me gusta eso. Ven aquí -hizo sentar a Natanael a su derecha y le dio un trozo de pan y un vaso de vino.

– Come este bocado de pan -dijo-, bebe este vino y serás de los míos.

Natanael comió el pan, bebió el vino y al punto se sintió fortalecido en cuerpo y alma. El vino lo enardeció suavemente y dio color a sus ideas. El vino, el pan y el alma se confundieron. Estaba en ascuas. Ansiaba hablar, pero le daba vergüenza.

– Habla, Natanael -dijo el maestro-. Abre tu corazón y te sentirás aliviado.

– Maestro -respondió el otro-, quería decirte, para que lo sepas, que siempre fui pobre, que mi trabajo apenas me da para vivir y que jamás tuve tiempo de estudiar la Ley. Soy ciego, maestro, y debes perdonarme. Esto es lo que quería decirte, para que lo sepas. Ya lo he dicho y me siento aliviado.

Con una suave caricia, Jesús rozó las anchas espaldas del nuevo discípulo. Sonrió y dijo:

– Natanael, no suspires. Dos senderos conducen al seno de Dios. Uno es el sendero de la razón y el otro el del corazón. Escucha la historia que voy a contarte. Había una vez un pobre, un rico y un calavera que murieron el mismo día y a la misma hora y se presentaron juntos ante el tribunal de Dios. Dios frunció el entrecejo y preguntó al pobre: «¿Por qué no estudiaste la Ley durante tu vida?» «Señor -respondió-, era pobre, tenía hambre y trabajaba noche y día para dar de comer a mi mujer y mis hijos. No tenía tiempo.» «¿Eras más pobre que mi fiel servidor Hilel? -dijo Dios, encolerizado-. Carecía de recursos y no podía entrar en la sinagoga para oír la explicación de la Ley. Entonces se subió al techo y, echado boca abajo, oía por el tragaluz. Pero un día comenzó a nevar y, absorbido como estaba por lo que oía, ni siquiera lo advirtió. Al día siguiente, cuando el rabino entró en la sinagoga, la encontró sumergida en la oscuridad. Alzó los ojos y vio el cuerpo de un hombre tendido sobre el tragaluz. Trepó al techo, apartó la nieve, tomó en sus brazos a Hilel, lo bajó, encendió fuego y le hizo revivir. En adelante le permitió asistir a las explicaciones sin pagar. Hilel llegó a ser un célebre rabino, conocido por todo el mundo. ¿Qué tienes que responder a esto?» «Nada, Señor», murmuró el pobre y se echó a llorar. Dios se volvió hacia el rico y le preguntó: «¿Y tú? ¿Por qué no estudiaste la Ley?» «Era demasiado rico, poseía muchos jardines, muchas servidoras y tenía muchas preocupaciones. No tenía tiempo.» Dios le interrumpió para decir: «¿Eras acaso más rico que Eleazar, el hijo de Harsón, a quien su padre dejó mil aldeas y mil navíos? Eleazar abandonó todo para ir allí donde había un sabio que explicaba la Ley. ¿Qué tienes que responder a esto?» «Nada, Señor», murmuró a su vez el rico, y se echó también a llorar. Dios se volvió hacia el calavera y le preguntó: «Y tú ¿por qué no estudiaste la Ley?» «Era demasiado hermoso y nubes de mujeres se arrojaban sobre mí. No había fiesta a la que no asistiera. ¿Cómo iba a tener tiempo para estudiar la Ley?» «¿Eras acaso más hermoso que José, amado por la mujer de Putifar, y tan hermoso que le decía al soclass="underline" "Brilla, sol, para que yo me luzca"? Pues bien, cada vez quejóse desenrollaba el texto de la Ley veía abrirse las palabras como puertas para mostrar el sentido de los símbolos, ataviado de luz y de fuego. ¿Qué tienes que responder a esto?» «Nada, Señor», murmuró a su vez el calavera, echándose a llorar. Dios dio dos palmadas y llamó a su presencia a Hilel, Eleazar y José. Cuando llegaron, les dijo: «Juzgad a estos hombres que, a causa de su pobreza, su riqueza o su belleza, no estudiaron la Ley. Habla primero tú, Hilel. Juzga al pobre!» «Señor -respondió Hilel-, ¿cómo puedo juzgarlo? Conozco la pobreza y sé de sobra lo que es el hambre. ¡Debes perdonarle!» «¿Y tú, Eleazar? -dijo Dios-.

He aquí al rico… ¡Lo pongo en tus manos!» «Señor -respondió Eleazar-, ¿cómo puedo juzgarlo? Sé lo que es ser rico. Es un infierno. ¡Debes perdonarle!» «Ahora tú, José. Juzga al calavera.» «Señor, ¿cómo puedo juzgarlo? Sé de sobra qué lucha, qué terribles suplicios hay que afrontar para vencer la belleza del propio cuerpo. ¡Debes perdonarle!»

Jesús calló; sonreía y miraba a Natanael. Este preguntó, inquieto:

– ¿Y entonces? ¿Qué hizo Dios?

– Lo que tú mismo hubieras hecho -respondió Jesús y sonrió.

El cándido zapatero también sonrió.

– ¡Eso quiere decir que estoy salvado!

Cogió las dos manos del maestro y las estrechó con fuerza:

– Maestro -gritó-, he comprendido. Has dicho que dos senderos conducen al seno de Dios: el sendero de la razón y el sendero del corazón. ¡Yo tomé el sendero del corazón y te he encontrado!

Jesús se puso en pie y se acercó a la puerta. Se había levantado un viento muy fuerte y el lago bramaba. Arriba brillaban las estrellas, como una playa interminable de arena fina. Se acordó del desierto y se estremeció. Cerró la puerta y murmuró: «La noche es un gran presente de Dios. Es la Madre del hombre. Se acerca a él queda, tiernamente, y lo cubre. Apoya en su frente una mano fresca y borra del alma y del cuerpo las inquietudes del día. Es hora, hermanos, de que nos abandonemos a sus brazos.»