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La anciana Salomé lo oyó y se levantó. Magdalena se levantó también de su rincón, frente al fuego, hasta donde, hecha un ovillo y feliz, le llegaba la voz del Amado. Las dos mujeres extendieron las esteras y llevaron cobertores. Santiago salió al patio, de donde volvió con una brazada de leños de olivo, que colocó en la chimenea. En pie en el centro de la estancia y con el rostro vuelto hacia la ciudad de Jerusalén, Jesús alzó los brazos y, con voz grave, recitó la plegaria nocturna.

– Ábrenos tu puerta, Señor. El día llega a su fin, el sol declina, el sol desaparece. Llegamos ante tu puerta, Eterno, y te suplicamos que nos perdones. Te suplicamos que te apiades de nosotros. ¡Sálvanos!

– Y envíanos hermosos sueños, Señor -dijo Pedro-. ¡Haz que vea en sueños mi vieja barca verde transformada en una barca flamante con una vela roja!

Había bebido y estaba alegre.

Jesús se acostó en el centro, y a su alrededor lo hicieron los discípulos; de este modo ocuparon toda la casa. Como no había más sitio, el viejo Zebedeo y "su mujer se fueron a otra dependencia adjunta; Magdalena los acompañó. El viejo, a quien habían despojado de sus comodidades habituales, gruñía. Se volvió, enojado, hacia su mujer y dijo con voz fuerte, para que Magdalena le oyera:

– ¡Lo que me quedaba por ver! ¡Expulsado de mi propia casa por unos forasteros! ¡A lo que hemos llegado!

Pero la vieja le volvió la espalda y no le respondió.

También aquella noche Mateo velaba. En cuclillas junto a la vela sacó de su camisa la libreta de anotaciones y comenzó a escribir cómo había entrado Jesús en Cafarnaum, cómo Magdalena se había reunido con ellos y cómo el maestro había dicho la parábola:

«Había una vez un hombre muy rico…»

Acabó de escribir, apagó la vela y se acostó a su vez para dormir, aunque lo hizo apartado del resto de los discípulos, que aún no se habían habituado a su aliento.

Apenas Pedro cerró los ojos se quedó dormido. En seguida un ángel descendió del cielo; le abrió suavemente el cráneo y deslizó en él una especie de sueño. Le pareció que había una multitud a orillas del lago. El maestro estaba allí y contemplaba una barca verde de velamen rojo, completamente nueva, que se balanceaba en el agua. Pintado en la popa, resplandecía un gran pez, semejante al que Pedro llevaba tatuado en el pecho. Jesús preguntó:

– ¿A quién pertenece esta hermosa barca?

– A mí -respondió Pedro con orgullo.

– ¡Ve, Pedro; llévate a los otros compañeros contigo! ¡Alejaos de la costa! ¡Quiero admirar vuestro valor!

– Encantado, maestro -dijo Pedro. Soltó las amarras y los otros discípulos saltaron a la barca. Comenzó a soplar una brisa favorable, que hinchó la vela, y pronto estuvieron lejos de la costa. Cantaban.

Pero repentinamente se levantó una borrasca. La barca giraba en redondo, la quilla chirriaba y estaba a punto de romperse. Comenzó a hacer agua por todas partes y a zozobrar. Los discípulos reunidos en el puente lanzaban gemidos. Pedro se había aferrado al mástil y gritaba:

– ¡Maestro, socorro! ¡Maestro, socorro! -y entonces, en medio de las opacas tinieblas, vio al maestro completamente vestido de blanco, que caminaba sobre las olas y avanzaba hacia ellos. Los discípulos alzaron la cabeza, lo vieron y se pusieron a gritar, aterrados:

– ¡Un fantasma! ¡Un fantasma?

– No tengáis miedo -les gritó Jesús-. ¡Soy yo!

– Señor -le respondió Pedro-, si es cierto que eres tú, ordéname que camine sobre las olas y vaya a tu encuentro.

– ¡Ven! -ordenó Jesús.

Pedro saltó de la barca, aprestándose a caminar sobre las olas. Pero al ver el lago enfurecido, el miedo le impidió mover las piernas y comenzó a hundirse. Gritó:

– ¡Señor, sálvame! ¡Me ahogo!

Jesús le tendió la mano y lo levantó.

– Hombre de poca fe, ¿por qué tienes miedo? ¿No crees en mí? ¡Mira!

Extendió la mano sobre las olas y dijo: «¡Calmaos!» Inmediatamente cedió el viento y las aguas se calmaron. Pedro estalló en sollozos. Una vez más su alma había sido puesta a prueba y se había cubierto de vergüenza.

Lanzó un grito y se despertó. Tenía la barba bañada en lágrimas. Se sentó en la estera, apoyó la espalda en la pared y suspiró. Mateo, que aún no había conciliado el sueño, le oyó y le preguntó:

– ¿Por qué suspiras, Pedro?

Pedro pensó que era mejor hacer como que no había oído. No le gustaba hablar con publícanos. Pero el sueño le oprimía y sentía la necesidad de contárselo a alguien. Se arrastró, pues, hasta Mateo y comenzó a explicárselo; cuanto más avanzaba en la narración, más la adornaba. Mateo le escuchaba con avidez y registraba los detalles en su cerebro. Al día siguiente lo dejaría escrito en su libreta.

Pedro acabó el relato, pero su corazón se balanceaba aún en su pecho como la barca que había visto en sueños. De repente se sobresaltó, espantado:

– ¿Y si esto no fuera un sueño? ¿Y si fuera cierto que hemos estado en el mar? ¿Y si fuera cierto que el maestro me puso a prueba? En mi vida vi un mar más vivo ni una barca más real, en mi vida sentí un miedo más palpable. ¿Y sí no fuera un sueño? ¿Qué piensas de esto, Mateo?

– Desde luego, no fue un sueño. El milagro tuvo lugar con toda seguridad -respondió Mateo, y comenzó a devanarse los sesos para hallar el modo de escribirlo al día siguiente. Era muy difícil, porque no estaba probado que fuera un sueño, pero tampoco que no lo fuera. Aquel hecho participaba a la vez del sueño y de la realidad. Aquel milagro había ocurrido, aunque no en la tierra ni en el mar que conocemos. En otra parte. Pero ¿dónde?

Cerró los ojos para reflexionar y encontrar una respuesta, pero pronto el sueño se apoderó de él y se quedó dormido.

Al día siguiente se desencadenó una violenta tempestad. Los pescadores no se embarcaron; encerrados en sus cabañas, remendaban las redes y hablaban del extraño visitante que paraba en casa del viejo Zebedeo.

– Al parecer, es Juan Bautista, que ha resucitado. Apenas el verdugo le cortó la cabeza, el profeta se agachó, la recogió, se la volvió a unir al cuello y salió huyendo a todo correr. Pero para que Herodes no vuelva a apresarlo y le corte de nuevo la cabeza, se metió en el cuerpo del hijo del carpintero de Nazaret, con quien se ha confundido, según parece. Hay que verlo; es como para enloquecer. ¿Es un hombre o dos? No hay quien lo sepa. Si uno lo mira de frente, es un hombre bondadoso y sonríe; pero si se lo mira de lado, uno de sus ojos se vuelve feroz y parece querer devorarte; el otro te invita a acercarte. Y cuando uno se acerca, la cabeza comienza a darle vueltas y ya no sabe lo que hace; abandona su casa y sus hijos y le sigue.

Un viejo pescador que escuchaba meneó la cabeza:

– Eso es lo que les ocurre a los que no se casan y quieren salvar el mundo a toda costa. El semen se les sube a la cabeza y les ataca el cerebro. ¡Casaos, muchachos! ¡Descargaos de vuestras energías en la mujer, que eso os calmará!

El día anterior, el viejo Jonás se había enterado de la llegada de los visitantes y desde entonces esperaba en su casucha. «No es posible -pensaba-; mis hijos vendrán a ver si todavía vivo.» Esperó toda la noche y luego, al ver que nadie acudía, se calzó las botas largas de capitán que había mandado hacer cuando se casó y que lucía en las grandes ocasiones, se arrebujó en un pedazo de lienzo encerado y se encaminó, bajo la lluvia, a la casa de su amigo Zebedeo. Encontró la puerta abierta y entró.

Había fuego encendido en la chimenea y frente a ella estaban sentados con las piernas cruzadas unos diez hombres, acompañados por dos mujeres. Reconoció a una de ellas: era la anciana Salomé. La otra era joven y la había visto en alguna parte, aunque no recordaba dónde. La casa estaba en penumbras. Al resplandor de las llamas reconoció a sus dos hijos, Pedro y Andrés, cuando volvieron por un instante la cabeza y la luz dio en sus rostros. Pero nadie le había oído entrar, nadie se volvió hacia él. Con la boca abierta y el cuello inclinado hacia adelante, todos escuchaban a un hombre que les hablaba. El viejo Jonás aguzó el oído. De vez en cuando cogía alguna palabra: justicia, Dios, reino de los cielos. ¡Siempre lo mismo! ¡Hacía rato que estaba harto de esa cantilena! En lugar de discutir sobre la mejor forma de coger peces, de remendar las velas, de calafatear las barcas o de cómo evitar el frío, la lluvia o el hambre, hablaban sobre el cielo. «A fe mía que sería preferible que hablaran de la tierra y del mar», pensó, enfadado, el viejo Jonás. Tosió para hacer notar su presencia, pero nadie se volvió. Con su bota de capitán dio una patada en el suelo, aunque también en vano. Todos estaban suspendidos de los labios del hombre pálido que hablaba.