La energía hendió la oscuridad. En el resplandor violeta, vi el cuerpo del camarero, más allá la puerta entreabierta de mi cabina, una forma contorsionada y el destello del acero.
Al instante regresó la oscuridad, pero yo no estaba ciego. Enfermo sí; con todos los miembros doloridos —me sentía como si un remolino me hubiera hecho girar lanzándome contra una columna— pero no ciego. ¡No ciego!
La nave, en todo caso, se había hundido en la oscuridad como en la noche. Volví a oír un gruñido humano, pero esa voz no era mía. O sea que en el pasillo había alguien; alguien que había querido quitarme la vida, porque sin duda ese destello había sido la hoja de un arma. El haz reducido la había chamuscado como una vez las pistolas de los hieródulos habían chamuscado a Calveros. Este de aquí no era ningún gigante, pero igual que Calveros seguía con vida; y acaso no estuviera solo. Agachándome, moví la mano libre hasta encontrar el cuerpo del camarero, pasé por encima de él como una araña coja y al fin me las arreglé para deslizarme por la puerta del camarote y cerrarla por dentro.
La lámpara a cuya luz había vuelto a copiar mi manuscrito estaba tan apagada como las luces de la pasarela, pero mientras tanteaba el escritorio para encontrarla toqué una vara de lacre y recordé que para fundirlo había también una vela dorada, una vela que se encendía apretando un botón. Yo había guardado en una casilla ese ingenioso dispositivo junto con el lacre, de modo que me bastaría pensar en él para ponerle la mano encima. No estaba en su lugar, pero pronto lo encontré entre el revoltijo del pupitre.
La clara llama amarilla se encendió en seguida. A esa luz vi la ruina del camarote. Mi ropa estaba desparramada por el suelo, desgarradas todas las prendas y cada costura. Una hoja afilada había abierto el colchón de extremo a extremo. Los cajones del escritorio estaban dados vuelta, los libros dispersos por la cabina; habían destrozado hasta las maletas en las cuales había subido mis cosas a bordo.
Lo primero que pensé fue que era simple vandalismo; que alguien que me odiaba (y en Urth había habido muchos) había desahogado la furia de no haberme encontrado durmiendo. Reflexionando un poco me convencí de que la destrucción era demasiado prolija. Alguien había entrado en el camarote un instante después de haber salido yo. Sin duda los hieródulos, cuyo tiempo corría al revés que el nuestro, habían previsto la llegada del intruso y habían enviado al camarero en parte para que impidiese el ataque. No habiéndome encontrado, el intruso había revuelto mis pertenencias en busca de algo tan pequeño que podía esconderse en el cuello de una camisa.
Buscara lo que buscase, yo sólo tenía un tesoro: la carta que me había dado el maestro Malrubius identificándome como legítimo Autarca de Urth. Como no esperaba que me robaran el camarote no la había ocultado, simplemente la había dejado en un cajón con otros papeles de Urth; por supuesto, había desaparecido.
Al salir del camarote, el intruso había encontrado al camarero, quien sin duda lo detuvo y trató de interrogarlo. Eso no podía tolerarse, porque después el camarero habría podido describírmelo. El intruso había sacado un arma; el camarero había intentado defenderse con una navaja, pero con demasiada lentitud. Yo había oído su grito mientras hablaba con los hieródulos, y Ossipago me había impedido salir para que no me topara con el intruso. Hasta allí parecía claro.
Pero luego venía lo más raro del asunto. Al encontrar el cuerpo del camarero, yo había intentado reanimarlo usando la espina en vez de la verdadera Garra del Conciliador. Había fracasado; pero también había fracasado antes en todo intento de convocar el poder que la Garra auténtica me había transmitido en otro tiempo. (La primera vez, creo, al tocar a la mujer de nuestra mazmorra que había hecho los muebles de su habitación con la ayuda de niños raptados.) Esos fracasos, con todo, no habían sido más violentos que el de una palabra que no tiene poder: uno la pronuncia pero la puerta no se abre. Así, yo había tocado con la espina sin que tuviera lugar cura ni resurrección.
Esta vez había sido muy diferente; la conmoción había sido tan fuerte que yo todavía estaba débil y mareado, e ignoraba el motivo. Por absurdo que suene, eso me daba esperanzas. Aunque casi me había costado la vida, por fin había pasado algo.
Fuera lo que fuese, me había dejado inconsciente; luego había llegado la oscuridad. Envalentonado, el intruso había vuelto. Al oír mi grito de ayuda (que una persona bienintencionada hubiera respondido) había avanzado para matarme.
Toda esta reflexión me llevó menos tiempo que el que he ocupado escribiéndola. Ahora se alza el viento, transportando nuestra nueva tierra, grano a grano, a la Comunidad hundida; pero yo escribiré todavía un rato más antes de acostarme en mi cenador: escribir que la única conclusión satisfactoria que extraje fue que el intruso aún debía yacer herido en la pasarela. De ser así, podría inducirlo a revelar sus motivos y sus cómplices, si es que tenía alguno. Soplando la vela, abrí la puerta lo más silenciosamente posible y me deslicé afuera, presté atención un momento y me atreví a encenderla de nuevo.
Mi enemigo se había ido, pero ése era el único cambio. El camarero muerto seguía muerto, la navaja de muelle junto a la mano. Hasta donde alumbraba la vacilante llama amarilla, la pasarela estaba desierta.
Temiendo que la vela se extinguiera o delatara mi situación, la apagué una vez más. Pensándolo bien, el cuchillo de caza que me había encontrado Gunnie, parecía, me sería más útil que la pistola. Con el cuchillo en una mano y la otra rozando la pared, avancé lentamente por la pasarela en busca del camarote de los hieródulos.
Yendo hacia allí con Famulimus, Ossipago y Barbatus, yo no me había fijado en el recorrido ni en la distancia; pero recordaba cada una de las puertas que habíamos dejado atrás y casi todos los pasos que había dado. Aunque el camino me llevó mucho más tiempo que la primera vez, a cierta altura supe exactamente (o al menos creí saber) que había llegado a la cabina que yo buscaba.
Golpeé la puerta pero no hubo respuesta. Aunque pegué la oreja al panel, no detecté dentro ningún sonido. Volví a golpear, más fuerte pero sin mayor resultado; y por último martilleé con el mango del cuchillo.
Como tampoco así obtuve resultado, me deslicé en la oscuridad hasta cada una de las puertas vecinas (aunque estaban las dos un poco lejos y yo sabía que ninguna era correcta) y también las golpeé. Tampoco contestó nadie.
Volver a mi camarote era una invitación al asesinato, y me felicité calurosamente de haberme asegurado ya un segundo alojamiento. Lamentablemente, para llegar por la única ruta que conocía iba a tener que pasar por mi camarote. Tiempo antes, estudiando la historia de mis antecesores y examinando los recuerdos de aquellos cuyas personas se funden con la mía, me había impresionado cuántos de ellos perdieron la vida en una última repetición de cierta acción aventurada: encabezando la carga final de una victoria o arriesgándose al incógnito para ir a la ciudad a despedirse de una amante. Ya que recordaba bien la ruta, me pareció que podía calcular en qué parte de la nave estaba mi cabina; decidí seguir por la pasarela, apartarme de ella cuando fuese posible, volver atrás y así llegar finalmente a mi meta.
Pasaré por alto mis vagabundeos, que me cansaron por demás y no hace falta que te cansen a ti, hipotético lector. Baste decir que encontré una escalera y una pasarela que parecía ir por debajo de la que había dejado, pero que pronto desembocó en otra escalera descendente. Llegué al fin a un laberinto de andenes, escalerillas y pasajes oscuros como un foso, donde el suelo se movía bajo mis pies y el aire era cada vez más caliente y húmedo.
Al cabo de un buen rato ese aire sofocante me trajo un olor acre y raramente familiar. Lo seguí lo mejor que pude; tantas veces como me había jactado de mi memoria, ahí estaba yo olisqueando como un sabueso durante lo que pareció una legua y dispuesto, después de tanto vacío, sombra y silencio, a aullar casi de alegría ante la idea de un lugar conocido.