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Entonces sí que aullé, porque a lo lejos vi el resplandor de una luz tenue. En mis guardias errabunda por las entrañas del barco los ojos se me habían acostumbrado tanto a la oscuridad que ese débil resplandor me mostró la obstinada superficie que estaba pisando y las mohosas paredes que tenía a los lados; envainé el cuchillo y corrí.

Un momento más tarde me rodeaban hábitats circulares y un centenar de bestias extrañas. Había vuelto al zoo donde encerraban a los inclusos: el resplandor provenía de uno de los recintos. Fui hasta allí y descubrí que la criatura que había dentro no era sino el ser hirsuto que yo había ayudado a capturar. Estaba erguido en las patas de atrás, con las delanteras apoyadas en el muro invisible que lo contenía, y un extraña fosforescencia le corría por el vientre y brillaba con fuerza en las garras como manos. Le hablé como al volver de un viaje le habría hablado a un gato favorito, y como un gato pareció recibirme él, apretando el cuerpo peludo contra el muro invisible, maullando, mirándome con ojos implorantes.

Un instante después el pequeño hocico se le partía en un gruñido y los ojos le brillaban como a un demonio. Yo habría retrocedido, pero un brazo me rodeó el cuello mientras una hoja descendía hacia mi pecho como un relámpago.

Agarré la muñeca del asesino y paré el cuchillo a menos de un pulgar; luego intenté agacharme para arrojarlo por sobre mi cabeza.

Han dicho de mí que soy fuerte, pero él me superaba. Levantarlo fue fácil —en esa nave yo habría podido alzar a doce hombres—, pero las piernas me atenazaron el pecho como fauces de una trampa; me incliné para rechazarlo, pero sólo conseguí que cayéramos los dos al suelo. Me retorcí frenéticamente para librarme del cuchillo.

Casi en mi oreja, gritó de dolor.

Al caer habíamos entrado en el hábitat, y tenía los dientes del animal hirsuto clavados en la muñeca.

VII — Un muerto a la luz

Cuando me recobré y pude incorporarme, el asesino se había marchado. Casi negras a la luz de la vela dorada, unas gotas de sangre quedaban en el círculo regido por mi hirsuto amigo. Estaba sentado sobre las ancas, con las patas traseras dobladas debajo de un modo extrañamente humano, apagado el brillo, lamiéndose las garras y alisándose con ellas el sedoso pelo del hocico. «Gracias», le dije, y con el sonido él, atento, enderezó la cabeza.

No lejos estaba el cuchillo del asesino, un gran bolo de hoja ancha, bastante rústico, con un gastado mango de madera oscura. De modo que muy probablemente era un marinero raso. Lo alejé de una patada y recordé la mano que había vislumbrado: una mano de hombre, grande, fuerte y tosca pero, hasta donde yo había visto, sin marcas que la identificaran. No habría venido mal que le faltasen uno o dos dedos, pero al menos era posible que ahora hubiese algo: un marinero con una fea mordedura en la mano.

¿Me habría seguido todo el tiempo a oscuras, por tantas escaleras anchas o angostas, a lo largo de tantos pasillos sinuosos? Parecía improbable. Entonces había dado conmigo por casualidad, y aprovechando la ocasión había actuado: un hombre peligroso. Me convenía más buscarlo en seguida que darle tiempo para rehacerse y pergeñar alguna historia que explicara la herida en la mano. Si conseguía identificarlo, lo denunciaría a los oficiales de la nave; y si el tiempo no daba para eso o ellos no hacían nada, lo mataría yo mismo.

Manteniendo bien alta la vela dorada, subí la escalera hacia el alojamiento de la tripulación, caminando deprisa y urdiendo planes con más prisa aún. Los oficiales —el capitán que había mencionado el camarero muerto— volverían a amueblar mi camarote o me asignarían otro. En la puerta haría apostar un guardia, no tanto para protegerme (pues pensaba estar allí apenas un momento, con el propósito de mantener las apariencias) como para ofrecer un blanco a mis enemigos. Luego…

Entre una respiración y la siguiente se encendieron todas las luces de esa zona de la nave. Vi la escalera metálica donde me encontraba, y por entre los peldaños gemelos de metal negro, los verdes claros y amarillos del vivario. A mi derecha, una luminosidad de lámparas indistintas se perdía en una bruma nacarada; la distante pared de mi izquierda tenía un brillo gris-negro de humedad, como un oscuro lago visto de través. Arriba podría no haber habido nave alguna, sino un cielo cubierto sitiado por los círculos de un sol ambulante.

No duró más de un aliento. Oí lejanos, dispersos gritos de marineros que avisaban a sus compañeros de lo que en ningún caso podía dejarse pasar. Luego cayó una oscuridad en apariencia más terrible que la anterior. Subí un centenar de escalones; la luz parpadeó, como si todas las lámparas estuvieran tan cansadas como yo, y volvió a apagarse. Mil escalones, y la llama de la vela dorada se redujo a una mota azul. La apagué para reservar el combustible que quedara y seguí subiendo a oscuras.

Acaso fuera sólo porque me alejaba del fondo de la nave y subía a la cubierta superior, que contenía nuestra atmósfera, pero me estaba helando. Intenté subir más rápido, para que el ejercicio me calentara, y me descubrí incapaz. La prisa me hacía tropezar, y la pierna que algún infante ascio había abierto en la Tercera Batalla de Orithya arrastraba el resto del cuerpo hacia la tumba.

Por un momento temí no reconocer la fila donde estaban mi cabina y la de Gunnie, pero salí de la escalera sin pensar, encendí la vela dorada un solo instante y oí un chirrido de bisagras mientras la puerta se abría.

La había cerrado, y había encontrado la litera, cuando advertí que no estaba solo. Pregunté quién era y me respondió la voz de Idas, el marinero de pelo blanco, en un tono en que se mezclaban el miedo y el interés.

—¿Qué haces aquí? —pregunté.

—Te estaba esperando. Yo… confiaba en que vendrías. No sé por qué, pero eso me pareció. No estabas abajo con los demás. —Como yo no decía nada, agregó:— Trabajando, quiero decir. Así que me escabullí yo también y vine aquí.

—A mi cabina. La cerradura tendría que haberte impedido entrar.

—Pero no se lo dijiste. Yo te describí, y a mí me conoce, ¿entiendes? Mi cabina está aquí cerca. Le dije la verdad, que sólo quería esperarte.

—Le ordenaré —dije— que no deje pasar a nadie salvo a mí.

—Sería sensato hacer excepciones con los amigos. Le dije que lo consideraría, en realidad pensando que él no sería una excepción. Tal vez Gunnie.

—Tienes una luz. ¿No sería más amable usarla?

—¿Cómo sabes que la tengo?

—Porque cuando se abrió la puerta fuera hubo luz un instante. Era algo que tenías tú en la mano, ¿no? Asentí; entonces me percaté de que a oscuras no me veía y dije: — Prefiero no agotarla.

—De acuerdo. Sin embargo me sorprendió que no la usaras para encontrar la cama. — Recordaba de sobra el sitio.

El hecho es que me había impuesto no encender la vela dorada como una cuestión de autodisciplina. Tuve la tentación de usarla para ver si Idas estaba quemado o mordido. Pero la razón me dijo que el asesino quemado no estaría en condiciones de intentar matarme por segunda vez y el mordido por la criatura no habría podido sacarme tanta ventaja como para subir la escalera del pozo de aire sin que yo lo oyese.

—¿Te molestaría que conversáramos? Cuando nos encontramos antes hablaste de tu mundo, y me dieron muchas ganas.

—Me gustaría —le dije—, si a ti no te molestara contestarme unas preguntas. —En realidad, mucho más me habría gustado tener una posibilidad de descansar. Estaba lejos de haberme repuesto, pero no podía desperdiciar una ocasión de informarme.