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—¿Cómo puedo ayudarte? —pregunté—. No tengo experiencia en tratar heridas como ésta.

Pareció dudar. Yo habría dicho que el rostro cubierto por el visor era incapaz de expresar emoción; y sin embargo se las ingeniaba para hacerlo mediante movimientos angulares y el juego de sombras de las facciones.

—Tendrás que hacer exactamente lo que yo te diga. ¿Lo harás?

—Por supuesto —dije—. No hace mucho, confieso, juré que algún día iba a empujarte de una altura como me empujaste tú a mí. Pero no me vengaré de un hombre herido. — Entonces recordé cuánto había querido el pobre Jonas que lo considerasen un hombre, como por cierto lo considerábamos yo y muchos otros, y de hecho ser un hombre.

—Debo confiar en ti —dijo él.

Dio un paso atrás y el pecho —todo el torso— se le abrió como un gran capullo de acero. Y se abrió al vacío, sin revelar nada.

—No entiendo —le dije—. ¿Cómo voy a ayudarte?

—Mira. —Con la mano que le quedaba señaló la superficie interna de una de las placas como pétalos que formaban el pecho vacío—. ¿Ves algo escrito?

—Sí, líneas y símbolos de muchos colores. Pero no puedo leerlos.

Entonces me describió cierto símbolo complejo y los que lo rodeaban, y después de buscar un poco lo encontré.

—Inserta allí un metal afilado. Gíralo a la derecha un cuarto de vuelta, no más.

La ranura era muy angosta, pero mi cuchillo de caza tenía una punta de aguja que yo había limpiado en la camisa de Idas. Encajé esa punta en el lugar que Sidero me había indicado y la hice girar como me había dicho. La fuga de líquido oscuro disminuyó.

Sideros me describió un segundo símbolo en otra placa; y mientras yo la buscaba me atreví a decirle que nunca había oído ni leído nada sobre seres como él.

—Hadid o Hierro te lo podrían explicar mejor. Yo cumplo mis deberes. No pienso en esas cosas. No a menudo.

—Comprendo —dije.

—Tú te quejas de que te empujé. Lo hice porque no atendías mis instrucciones. He aprendido que en la nave los hombres como tú son un riesgo. Si se hacen daño, no es más que el que me harían a mí. ¿Cuántas veces dirías que hombres así han intentado destruirme?

—No tengo idea —dije, todavía escrutando la placa en busca del símbolo.

—Yo tampoco. Aquí entramos en el Tiempo, y luego salimos y volvemos a entrar. El capitán dice que hay una sola nave. Todas las naves que saludamos entre las galaxias o los soles son esta nave. ¿Cómo voy a saber cuántas veces lo han intentado, cuántas veces tuvieron éxito?

Pensé que se estaba volviendo irracional, y entonces encontré el símbolo. Una vez que hube ajustado la punta del cuchillo a la ranura y giré la hoja, la filtración se redujo a casi nada.

—Gracias —dijo Sidero—. Estaba perdiendo mucha presión.

Le pregunté si no tenía que beber fluido para reponer el que había perdido.

—A la larga sí. Pero ahora tengo de nuevo mi fuerza, y cuando hagas el último ajuste la tendré toda. —Me dijo dónde estaba y qué hacer.

—Me preguntaste cómo llegamos a existir. ¿Sabes cómo llegó a existir tu raza?

—Sólo sé que éramos animales y vivíamos en los árboles. Eso dice el mistes. No monos, porque monos sigue habiendo. Tal vez algo parecido a los zoántropos, aunque más pequeños. Los zoántropos siempre andan por las montañas, me he fijado, y allí trepan a los árboles de la selva de altura. El caso es que esos animales se comunicaban entre sí, como hacen incluso el ganado o los lobos, por medio de ciertos gritos y movimientos. Finalmente, por la voluntad del Increado, resultó que los que se comunicaban mejor lograron sobrevivir y los que lo hacían mal perecieron.

—¿No hay nada más?

Sacudí la cabeza. —Los que se comunicaban tan bien que podía decirse que hablaban fueron hombres y mujeres. Eso seguimos siendo nosotros. Las manos se nos hicieron para asirse a las ramas, los ojos para ver la próxima rama al pasar de un árbol a otro, las bocas para hablar y masticar fruta y pichones. Así siguen siendo. ¿Y tu especie qué?

—Como la tuya, en gran parte. Si es cierto lo que se cuenta, los maestres querían protegerse del vacío, de los rayos destructores, las armas de los hostiles y otras cosas. Se construyeron cobijos duros. También querían ser más fuertes para la guerra y el trabajo en la nave. Entonces nos pusieron el líquido que viste para que moviéramos los brazos y las piernas como ellos quisiesen, pero con más fuerza. Nos lo pusieron en los genatores, debería haber dicho. Como necesitaban comunicarse, agregaron circuitos parlantes. Después más circuitos para que pudiéramos hacer una cosa mientras ellos hacían otra. Controles para que pudiéramos hablar y actuar aun cuando ellos no pudiesen. Hasta que al fin llegamos a tener reserva de habla y aun actuar sin un maestre dentro. ¿No consigues encontrarlo?

—¡En un momento lo tengo! —le dije. La verdad es que lo había encontrado hacía ya un rato, pero quería que siguiera hablando—. ¿Quieres decir que los oficiales de la nave os utilizan como si fueseis ropa?

—Ahora no muy a menudo. La marca es como una estrella, con otra marca derecha al lado.

—Ya lo sé —dije, pensando qué podía hacer y estudiando la cavidad. Pensé que el cinturón, con el cuchillo y la pistola en su funda, no iba a caber; pero sin estas cosas podría muy bien meterme dentro.

Le dije a Sidero: —Espera un poco. Si quiero encontrarlo voy a tener que trabajar agachado. Estas cosas se me están clavando en los dedos. —Me quité el cinturón y lo dejé en el suelo, junto con la vaina y la pistola.— Sería más fácil si te acostaras.

Así lo hizo, y ahora que ya no sangraba como antes, con más rapidez y gracia de lo que yo hubiera pensado.

—Date prisa. No puedo perder tiempo.

—Escucha —le dije—, si hubiera alguien persiguiéndote, a estas alturas ya estaría aquí, y yo no oigo a nadie alrededor. —Mientras fingía estar ocupado, yo pensaba furiosamente; la idea parecía una locura, pero si resultaba me daría protección y un disfraz. Había usado armadura muy a menudo. ¿Por qué no usar una armadura mejor?

—¿Crees que me he librado de ellos?

Oí lo que decía Sidero pero apenas le presté atención. Antes yo había hablado sin escuchar; ahora había algo que escuchar, y después de escucharlo reconocí qué era: un lento batir de grandes alas.

IX — El aire vacío

La punta de mi cuchillo ya había encontrado la ranura. La hice girar mientras me arrancaba la capa y rodé adentro del cuerpo abierto de Sidero. No intenté siquiera ver qué clase de criatura movía esas alas hasta que hube metido la cabeza dentro de la de él, con cierto esfuerzo, y pude mirar por el visor.

Tampoco entonces vi nada, o casi nada. El pozo de aire, que a esa profundidad había estado antes bastante despejado, ahora parecía lleno de niebla; algo había hecho bajar el aire fresco de los niveles superiores, mezclándolo con el aire tibio, húmedo y rezumante que respirábamos. Algo que ahora enturbiaba la niebla, como si la revolviera un millar de fantasmas.

Yo ya no oía las alas ni ninguna otra cosa. Lo mismo habría dado tener la cabeza encerrada en una polvorienta caja de caudales y espiar por la cerradura. Entonces sonó la voz de Sidero, pero no en mi oído.

Realmente no sé cómo describirlo. Sé bien lo que es tener pensamientos ajenos en la mente: los de Thecla y los del antiguo Autarca entraron en la mía antes de que los incorporara a mi vida. Pero no era eso. Y sin embargo tampoco era lo que yo entendía por oír. Lo más aproximado que se me ocurre es que detrás del oído hay otra cosa que oye; y que la voz de Sidero estaba allí, alcanzándome sin pasar por el oído.