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—¿Cuánto hace que lo sabes? —susurró Gunnie. No había vuelto a sollozar, pero en el rabillo de un ojo le vi una lágrima grande y redondeada como ella misma.

—Desde el principio, cuando me trajiste la pomada. Yo tenía el brazo expuesto, y lo quemaron los jugos digestivos de la criatura voladora. Era la única parte del cuerpo que no me protegía la cubierta metálica de Sidero y, por supuesto, al volver en mí fue lo primero que pensé. Tú dijiste que te había chamuscado una descarga de energía. Aunque los llevabas expuestos, tenías los brazos y la cara intactos. Las quemaduras estaban en lugares protegidos sin duda por la camisa y el pantalón.

Esperé a que hablase, pero no dijo nada.

—Aunque en la oscuridad yo pedí ayuda, no respondió nadie. Luego, para alumbrarme, disparé la pistola con el haz al mínimo. Disparé sosteniéndola al nivel del ojo, pero no vi lo que mostraba y el haz salió un poco inclinado. Tuvo que darte en la cintura. Mientras dormía fuiste a buscar a Idas, supongo, para venderme por otro chrisos. No la encontraste, claro. Ha muerto, y el cadáver está encerrado en mi cabina.

—Cuando gritaste quise responder —dijo Gunnie—. Pero lo que estábamos haciendo se suponía que era secreto. Yo sólo sabía que estabas perdido en la oscuridad, y pensaba que pronto volvería la luz. Entonces Idas me puso el cuchillo contra el cuello. Estaba justo detrás de mí, tan apretada que el disparo ni siquiera la hirió.

—Como fuera, quiero que sepas que cuando le revisé el cuerpo Idas tenía nueve chrisos. Los guardé en la vaina de ese cuchillo que encontraste. Sidero tiene mi cuchillo y mi pistola; si me los devuelves, puedes quedarte con el oro y en paz.

Después de eso Gunnie ya no quiso hablar. Yo fingí dormirme, aunque en realidad observaba por debajo de los párpados si hacía el intento de apuñalarme.

En cambio se levantó, se vistió y salió de la cámara pasando por encima del dormido cuerpo de Zak. Esperé mucho tiempo pero no volvió, y al fin me dormí yo también.

XI — Escaramuza

Aunque yacía en la nada del sueño, una parte de mí estaba despierta, flotando en el golfo de la inconciencia, que contiene a los no nacidos y a tantos de los muertos.

—¿Sabes quién soy?

Lo sabía, aunque no habría podido decir cómo.

—Es el capitán.

—Soy. ¿Quién soy?

—Maestro —dije, pues me pareció que yo era de nuevo un aprendiz—. Maestro, no comprendo.

—¿Quién es el capitán de la nave?

—Maestro, no lo sé.

—Soy tu juez. Se me ha confiado la tutela de este universo en flor. Me llamo Tzadkiel.

—Maestro —dije—, ¿esto es mi juicio?

—No. Y es mi juicio el que se avecina, no el tuyo. Has sido un rey guerrero, Severian. ¿Lucharás por mí? ¿Lucharás de corazón?

—De buena gana, maestro.

Mi voz pareció resonar en el sueño: «Maestro… maestro… maestro…». No hubo más respuesta que un eco estruendoso. El sol había muerto y yo estaba solo en la oscuridad glacial.

—¡Maestro! ¡Maestro!

Zak me estaba sacudiendo el hombro.

Me senté, pensando por un momento que hablaba más de lo que yo había imaginado.

—Quieto, estoy despierto —dije. Me imitó como un loro: —¡Quieto!

—¿Estaba hablando en sueños, Zak? Seguro que sí, para que hayas oído esa palabra. Recuerdo que…

Callé porque él había ahuecado una mano junto a la oreja. Yo también presté atención y oí gritos y un ruido de pies que se arrastraban. Alguien voceó mi nombre.

Zak salió por la puerta antes que yo, no tanto corriendo como impulsándose en un salto raso. Yo no le fui muy en zaga, y después de lastimarme las manos en la primera pared aprendí a torcer y golpear con los pies, como él.

Una esquina y otra, y divisamos un nudo de hombres en lucha. Un salto más nos metió entre ellos, yo sin saber qué bando era el nuestro ni si había alguno.

Un marinero que esgrimía un cuchillo en la mano izquierda se lanzó contra mí. Lo agarré como me había enseñado el maestro Gurloes y lo arrojé contra la pared: sólo entonces advertí que era Purn.

No había tiempo para excusas ni preguntas. La daga de un gigante añil me buscó el pecho. Le golpeé la gruesa muñeca con los dos brazos, y vi demasiado tarde una segunda daga oculta bajo la otra mano. Relampagueó. Intenté esquivarla; dos que forcejeaban me empujaron atrás y atisbé el corazón de acero del nenúfar azul de la muerte.

Como si para mí se hubieran suspendido las leyes de la naturaleza, la daga no bajó. El brazo del gigante siguió retrocediendo, puño y hoja siempre hacia atrás hasta que también él quedó doblado, el pecho hacia arriba, y oí el crujido de la espalda y el alarido brutal que dejó escapar cuando los huesos astillados lo desgarraron por dentro.

El mango de la daga sobresalía en la mano del gigante. Aferré el mango con una mano, y con la otra un arriaz, luego le quité el arma de un tirón y se la hundí en las costillas. Cayó hacia atrás como cae un árbol, primero lentamente, las piernas siempre rígidas. Colgándose del brazo erguido, Zak le arrancó la otra daga de forma muy semejante.

Cada una era grande como una espada corta, y nos sirvieron para causar bastante daño. Yo habría hecho más de no haber tenido que interponerme entre Zak y un marinero que lo creyó un guiñador.

Los combates así terminan tan de golpe como empiezan. Escapa uno, después otro y después los demás, pocos como son para seguir peleando. Eso fue lo que nos pasó a nosotros. Un guiñador de pelo enmarañado y dientes de átrox intentó hacerme soltar el arma con una maza de tubo. Le cercené casi la mano, lo apuñalé en la garganta… y me di cuenta de que salvo Zak y yo no quedaba ningún camarada. Un marinero pasó como una flecha apretándose el brazo ensangrentado. Echándole un grito a Zak, me fui tras él.

Si nos persiguieron, fue con poco celo. Huimos por una pasarela y a través de una cámara resonante que guardaba una maquinaria silenciosa, a lo largo de una segunda pasarela (rastreando a los que seguíamos por la sangre fresca en el suelo y las mamparas, y una vez por el cuerpo de un marinero), hasta una cámara menor donde había herramientas y bancos de trabajo y cinco marineros que rezongaban y maldecían mientras se vendaban unos a otros las heridas.

—¿Tú quién eres? —preguntó uno. Me amenazó con su puñal.

—Yo lo conozco —dijo Purn—. Es un pasajero. —Le habían vendado la mano izquierda con una gasa manchada de sangre y pegada con cinta adhesiva.

—¿Y éste? —el marinero del puñal señaló a Zak.

Yo dije: —Lo tocas y te mato.

—No es un pasajero —dijo el marinero, receloso.

—No te debo explicaciones y no doy ninguna. Si dudáis de que los dos solos podemos mataros a todos, ponednos a prueba.

Uno que aún no había hablado dijo: —Basta, Modan. Si el sieur responde por él…

—Responderé. Respondo.

—Con eso alcanza. Lo vi matar guiñadores y también vi a su amigo el peludo. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Decirme por qué los guiñadores os estaban matando, si es que lo sabéis. Me han dicho que en la nave siempre hay algunos. No pueden ser siempre tan agresivos.

El rostro del marinero, que había sido abierto y amistoso, se cerró, aunque pareciera que su expresión no había cambiado.

—Según he oído, sieur, les han dicho que liquiden a alguien que va a bordo en este viaje; el único problema es que no logran encontrarlo. No sé nada más. Quizá usted sepa más que yo, como le dijo el cerdo al carnicero.

—¿Quién les da órdenes?

El marinero había vuelto la cara. Paseé la mirada por el resto, hasta que al cabo Purn dijo: