—No sabemos. Si los guiñadores tienen un capitán, no lo hemos oído nombrar nunca.
—Ya. Me gustaría hablar con un oficial; no un oficial bajo como Sidero, sino un piloto.
El marinero llamado Modan dijo:
—Pues bendito sea, sieur: nosotros también. ¿Se imagina usted que sin jefe ni armas como la gente nosotros atacamos a ese montón de guiñadores? Éramos un piquete de trabajo, nueve hombres, y nos atacaron ellos. De ahora en adelante sólo vamos a trabajar con picas y una guardia de marinos.
Los otros asintieron.
—Sin duda podéis decirme dónde podría encontrar un piloto.
Modan se encogió de hombros.
—En la proa o la popa, sieur. Es lo único que puedo decirle. La mayoría de las veces están en uno de los dos lugares, que son los mejores para la navegación y las observaciones porque las velas no obstruyen tanto los instrumentos. En uno o en otro.
Recordé que en mi loca carrera entre las velas me había agarrado al cordaje del bauprés.
—¿Aquí no estamos muy lejos de la proa?
—Así es, sieur.
—¿Y cómo puedo llegar más adelante?
—Por allí. —Modan hizo un gesto.— Y como le dijo el mono al elefante, siga a su nariz.
—¿Pero no puedes decirme exactamente cómo ir?
—Podría, sieur, pero no sería de muy buena educación. ¿Quiere un consejo, sieur?
—Es lo que he estado pidiendo.
—Quédese con nosotros hasta que lleguemos a un lugar más seguro. Usted quiere un piloto. Cuando podamos lo llevaremos hasta él. Vaya por su cuenta y seguro que lo matan los guiñadores.
Purn dijo: —Cuando salga por esa puerta tome a la derecha hasta la escalera de cámara. Súbala y luego siga el pasillo más ancho. Siempre por ahí.
—Gracias —dije—. Vamos, Zak.
El peludo asintió; cuando estábamos fuera sacudió la cabeza y dijo: —Hombre malo.
—Lo sé, Zak. Tenemos que encontrar donde escondernos. ¿Entiendes? Tú mira de ese lado del corredor y yo buscaré por aquí. No hables.
Durante un momento me miró inquisitivamente, pero estaba claro que entendía. No había avanzado más de una cadena cuando me tiró del brazo sano para mostrarme un pequeño depósito. Aunque la mayor parte del espacio estaba ocupado por tambores y cajas, había suficiente lugar para escondernos. Entorné la puerta dejando una delgada rendija para poder ver la luz de fuera y nos sentamos en unas cajas.
Yo estaba seguro de que los marineros saldrían pronto de la cámara donde los habíamos dejado, porque una vez que se trataran las heridas y hubieran recobrado el aliento, allí no tenían nada que hacer. Resultó que se quedaron tanto que casi llegué a convencerme de que los habíamos perdido, de que habían vuelto al lugar del combate o habían escapado por algún otro ramal de la pasarela. Sin duda estuvieron discutiendo mucho antes de moverse.
Como fuera, finalmente aparecieron. Aunque no me parecía necesario, previne a Zak llevándome un dedo a los labios. Cuando pasaron los cinco y calculé que ya estaban a más de cincuenta anas, nos deslizamos fuera.
No tenía manera de saber cuánto habría que seguirlos hasta que Purn fuera el último, ni si en algún momento iba a serlo; en el peor de los casos, yo estaba dispuesto a poner mis esperanzas en el miedo que ellos tenían y en nuestro valor, decidido a quitar a Purn del medio.
La suerte se inclinó por nosotros; al poco rato Purn se retrasó unos pasos. Desde que subiera a la autarquía, yo había encabezado muchas cargas en el norte. Ahora fingí lanzar una carga de aquéllas, alentando a unos panduros que consistían exclusivamente en Zak. Como al frente de un ejército, atacamos a los marineros blandiendo las armas; y ellos huyeron como un solo hombre.
Yo esperaba tomar a Purn por detrás, en lo posible evitando usar el brazo quemado. Zak me ahorró el problema con un largo salto volador que lo llevó a estrellarse en las rodillas de Purn. A mí me bastó con ponerle el filo de mi daga en la garganta. Pareció aterrorizarse, como debía: una vez que le hubiese arrancado toda la información que tuviera, yo planeaba matarlo.
Durante uno o dos alientos estuvimos escuchando los pasos de los cuatro que huían. Zak había desenvainado el cuchillo de Purn y ahora aguardaba sosteniendo un arma en cada mano, y observando al marinero caído con una mirada de furia desde debajo de las cejas prominentes.
—Si intentas escapar mueres en el acto —le susurré a Puna—. Contéstame y quizá vivas un tiempo. Tienes la mano izquierda vendada. ¿Cómo te la heriste?
Aunque estaba tendido de espaldas, con mi daga en la garganta, me echó una mirada altiva. Yo conocía bien esa actitud, y una y otra vez había visto cómo se quebraba.
—No puedo perder tiempo contigo —le dije, y lo pinché con la daga, lo suficiente como para que brotara sangre—. Si no vas a contestar, dilo claramente; así te mato y acabamos de una vez.
—Luchando con los guiñadores. Tú estabas. Me viste. Sí, cierto que intenté matarte. Creí que eras uno de ellos. Viéndote con ese guiñador… —parpadeando, los ojos se volvieron a Zak— con ése, quién no iba a creerlo. No saliste herido, no te has hecho nada.
—«Como le dijo la víbora al cerdo.» Eso solía decir un hombre llamado Jonas. El también era marino, Purn, pero tan rápido para mentir como tú. Esa mano ya estaba vendada cuando Zak y yo entramos en la lucha. Quítate las vendas.
Obedeció, reticente. El curandero que había tratado la herida, sin duda en la enfermería mencionada por Gunnie, era hábil; la carne estaba suturada, pero era bien evidente de qué clase había sido la herida.
Mientras me inclinaba a mirarla, Zak, también inclinado, plegó los labios desnudando los dientes como yo había visto hacer a veces a los monos amansados. Entonces supe que la loca conjetura que intentaba desechar era una verdad sencilla: Zak era el incluso hirsuto y saltarín que habíamos cazado en la bodega.
XII — La apariencia
Para ocultar mi confusión, planté el pie en el pecho de Purn y gruñí: —¿Por qué intentaste matarme?
Hay para ciertos hombres un momento en que aceptan la certeza de la muerte y dejan de tener miedo. A Purn le había llegado ese momento: un cambio inconfundible, como un ojo que se abre.
—Porque te conozco, Autarca.
—Entonces eres uno de los míos. Subiste a la nave cuando subí yo.
Asintió.
—¿Y Gunnie subió contigo?
—No, Gunnie es tripulante veterana. Si piensas que es enemiga tuya, Autarca, no es cierto.
Para mi asombro, Zak me miró asintiendo. Yo dije: —Sé más que tú, Purn.
Como si no me hubiera oído, él dijo: —Me he pasado los días esperando que me besara. Tú no tienes idea de cómo lo hacen aquí.
—A mí me besó —le dije—. Cuando nos conocimos.
—Ya lo vi, y vi que no sabías qué quería decir. Aquí se supone que cada tripulante nuevo ha de tener un veterano de amante, para aprender las costumbres de abordo. El beso es la señal.
—Se han conocido mujeres que besan y matan.
—Gunnie no —insistió Purn—. Al menos yo no lo creo.
—¿Y me habrías matado por eso? ¿Por el amor de ella?
—Yo me empleé para matarte, Autarca. Todo el mundo sabía adónde ibas, y que si podías pensabas traer el Sol Nuevo, volver Urth del revés, y matar a todos.
Quedé tan estupefacto, no por lo que decía sino por su sinceridad, que di un paso atrás. En un parpadeo se puso en pie. Zak se le abalanzó pero, aunque su larga hoja le entró en el brazo, no se hundió mucho; Purn escapó como una liebre.
Zak lo habría seguido como un perro de presa si yo no lo hubiese llamado.
—Si intenta matarme de nuevo lo mataré —dije—. Y tú puedes hacer lo mismo. Pero no lo perseguiré por hacer lo que considera justo. Al parecer, los dos tratamos de salvar a Urth.