Por fin me acerqué a la tenue, descendente telaraña del cordaje, cables que unas veces atrapaban la luz de las estrellas y otras desaparecían en la sombra o contra el empinado banco de plata que era la motonería de la cubierta siguiente. Finos como parecían, cada cable era más grueso que las grandes columnas de nuestra catedral.
Además de la capa de aire yo llevaba una gastada capa de lana; me anudé el borde a la cintura, haciendo una especie de bolsa o saco donde puse el cofre. Juntando toda la fuerza en mi pierna sana, salté.
Como todo yo me sentía un mero tejido de plumas, había supuesto que me elevaría despacio, flotando como me habían dicho que flotaban los marineros en las cuerdas. No fue así. Salté con tanta fuerza como los que saltan aquí en Ushas, y acaso más, pero no empecé a subir más lentamente como ellos, no al principio. La velocidad inicial del salto no decrecía; disparado, yo subía más y más, y la sensación era terrorífica y maravillosa.
Pronto el terror aumentó porque no podía controlarme como deseaba; se me alzaron los pies por cuenta propia hasta que quedé medio de lado, y al fin empecé a girar por el vacío como una espada lanzada al aire en el momento de la victoria.
Vi al pasar el destello de un cable, pero demasiado lejos. Oí un grito estrangulado y sólo después comprendí que había salido de mi garganta. Delante brilló otro cable. Lo quisiera o no, me lancé hacia él como si fuera un enemigo, lo aferré y no lo solté aunque el esfuerzo casi me arrancó los brazos, y el cofre de plomo —que me pasó junto a la cabeza como un proyectil— por poco me ahorca con la capa.
Sujetándome al cable helado con las piernas, me las arreglé para recobrar el aliento.
Por los jardines de la Casa Absoluta correteaban muchas aluetas. Como de vez en cuando los criados de nivel más bajo (cavadores o cargadores, por ejemplo) las atrapaban para la olla, las aluetas desconfiaban de los hombres. Me daba envidia al verlas correr por un tronco sin caerse y, por cierto, aparentemente sin saber nada de las dolorosas necesidades de Urth. Ahora yo me había transformado en un animal así. El más leve tirón de la nave me decía que hacia abajo estaba la vasta cubierta, pero era menos que la reminiscencia de una reminiscencia: una vez, quizás, yo había caído de alguna forma. Recordaba haber recordado esa caída.
Pero el cable era una especie de sendero de pampa; subir por él era tan fácil como bajar, y las dos cosas eran realmente fáciles. Como tenía muchas hebras había mil posibles asideros, y anduve a cuatro patas como un animalito de larga grupa, como una liebre corriendo por un tronco.
Pronto el cable llegó a una verga, la que sostenía la gavia baja. Me descolgué a otro cable más delgado, y de éste a un tercero. Cuando me encaramé a la verga que lo sujetaba, descubrí que ya no estaba subiendo; el murmullo que decía abajo había callado y el casco derivaba, simplemente, en algún punto que yo no alcanzaba a ver.
Más allá de mi cabeza se alzaban todavía las masas de velas plateadas, en apariencia tan infinitas como antes de que yo trepara al cordaje. A derecha e izquierda los palos de otras cubiertas divergían como las puntas de una flecha de cazar pájaros; o mejor como una línea tras otra de esas flechas, porque detrás de los que yo tenía cerca había aún más palos, separados por decenas de leguas. Como los dedos del Increado señalaban los confines del universo, y los sobrejuanetes mayores eran apenas lentejuelas entre las estrellas titilantes. Desde ese lugar habría podido arrojar el cofre al yermo (como tenía pensado) para que, tal vez lo encontrara alguien de otra raza, si el Increado así lo quería.
Dos cosas me retuvieron, la primera menos pensamiento que recuerdo, el recuerdo de mi primera decisión: la decisión tomada cuando escribía y las especulaciones sobre las naves de los hieródulos eran nuevas para mí y sólo meras hipótesis hasta que nuestra nave hubiera entrado en el tejido del tiempo. Ya había confiado el manuscrito inicial de mi relato a la biblioteca del maestro Ultan, donde no duraría más que nuestra Urth.
Esa copia que yo tenía estaba destinada (al principio) a otra creación: de modo que aunque fracasase en la gran prueba que tenía por delante, habría conseguido enviar una parte de nuestro mundo —por insignificante que fuese— más allá de las lindes del universo.
Ahora miraba las estrellas, soles tan remotos que los planetas circundantes no se veían, aunque algunos pudieran ser más grandes que Serenus; había torbellinos enteros de estrellas, tan remotas que un conjunto de billones parecía una sola.
Y yo seguía lanzado hacia arriba.
Divisé el tope del mastelero mayor. Alargué la mano para tocar una driza. Ahora eran apenas más gruesas que mi dedo, aunque cada vela hubiera cubierto diez docenas de prados.
Había calculado mal, y la driza estaba fuera de mi alcance. Otra pasó como un relámpago.
Y otra; al menos a tres codos de distancia.
Intenté cambiar de rumbo, como un nadador, pero lo único que conseguí fue alzar una rodilla. Ya mucho más abajo, los brillantes cables del aparejo, en ese palo más de cien, habían estado muy separados. Ahora no quedaba ninguno salvo el obenque del tope. Lo rocé con los dedos pero no pude agarrarme.
II — El quinto marinero
Se me avecinaba el fin y lo sabía. A bordo del Samru, había visto que atada a la popa el barco arrastraba una larga cuerda por si algún marinero caía por la borda. Ignoraba si nuestra nave llevaba una línea como ésa; pero aunque hubiera sido así no me habría servido de nada. Mí dificultad (mi tragedia, estoy tentado de escribir) no era haber caído por la borda y ver alejarse el timón, sino haberme elevado por encima de todo el bosque de palos. Y así seguí subiendo —o mejor dicho dejando la nave, porque bien podría haber estado cayendo cabeza abajo con la velocidad del impulso inicial.
Abajo, o al menos en la dirección de mis pies, la nave parecía un menguante continente de plata, los negros mástiles y vergas finos como cuernos de grillos. A mi alrededor las estrellas ardían fulgurando con un esplendor nunca visto en Urth. En un momento en que mí ingenio no estaba muy despierto, llegué a buscarla; sería verde, pensé, como la verde Luna, pero coronada de blanco donde los hielos cerraban nuestras tierras frías. No pude encontrarla, ni tampoco el dorado disco con brotes rojos del sol viejo.
Luego me di cuenta de que buscaba donde no debía. Si Urth era visible, tenía que estar a popa. Mire hacia allí y vi, no nuestra Urth, sino un vórtice turbulento, giratorio y creciente de fulígeno, el color más oscuro que el negro. Era como un vasto contraflujo o remolino de vacío; pero lo circundaba un anillo de luz de color, como si alrededor bailaran billones de billones de estrellas.
Entonces comprendí que el milagro había sucedido sin que yo me percatara, que había sucedido mientras yo copiaba alguna indigesta frase sobre el maestro Gurloes o la guerra con los ascios. Habíamos penetrado en el tejido del tiempo, y el vórtice fulígeno marcaba el fin del cosmos.
O el principio. Si era el principio, ese resplandeciente anillo de estrellas era la dispersión de los soles jóvenes y el único anillo verdaderamente mágico que este universo conocería nunca. Saludándolos, grité de alegría aunque nadie me oyera salvo el Increado y yo.
Recogí la capa y saqué el cofre de plomo; y con las dos manos levanté el cofre por encima de la cabeza; y lo arrojé, alborozado lo arrojé lejos de mi inadvertida capa de aire, de los linderos de la nave, del universo que el cofre y yo habíamos conocido, hacia la nueva creación como ofrenda final de la vieja.
En el acto mi destino me aferró para lanzarme de espaldas. No directamente en caída a la cubierta de donde había partido, lo cual podría haberme matado, sino hacia abajo y adelante, de modo que fui pasando entre los mástiles. Estiré el cuello para ver el siguiente: era el último. De haber estado una ana o dos a la derecha, me habría roto el cráneo contra la punta. Pero en vez de eso pasé como un rayo entre el mastelero y el amantillo, con los brioles muy lejos de mí. Iba más rápido que la nave.