Zak me miró con atención un momento. Después alzó los hombros.
—Ahora quiero saber de ti. Me preocupas mucho más que Purn. Tú puedes hablar.
Asintió con energía: —¡Zak habla! —Y entiendes lo que yo digo.
Volvió a asentir, aunque con algún titubeo.
—Entonces dime la verdad. ¿No fuiste tú el que ayudé a capturar en la bodega?
Me miró fijamente, agitó la cabeza y desvió los ojos indicando muy claramente que no deseaba seguir la conversación.
—En realidad fui yo quien te capturó; y no te maté. A lo mejor me estás agradecido. Cuando Purn quiso matarme… ¡Zak! ¡Regresa!
Saltando hacia adelante había echado a correr, cosa que debí figurarme, y con la pierna tullida no tenía esperanzas de alcanzarlo. Por una rareza de la nave permaneció largo tiempo visible, apareciendo por un lado sólo para desvanecerse en el otro; el leve ruido de los pies descalzos se oía aún cuando Zak ya se había perdido de vista. Recordé vívidamente un sueño en el cual había visto al huérfano que se llamaba igual que yo, vestido con la misma ropa que yo había usado de aprendiz, huyendo por corredores de cristal; y me pareció que, así como en aquel sueño el pequeño huérfano Severian me representaba en cierto modo, el rostro de Zak había tomado algo de las largas proporciones del mío.
Pero esto no era un sueño… Yo estaba bien despierto y sobrio, meramente perdido en uno de los innumerables recovecos de la nave. ¿Qué clase de criatura era Zak? No una criatura mala, pensé; ¿pero de cuántas de los millones de especies de Urth cabía decir que eran malas en cualquier sentido real? Del alzabo, sin duda, y tal vez de los murciélagos vampiros y los escorpiones; de la serpiente llamada «barba amarilla» y otros reptiles venenosos, y de pocas más. Una o dos docenas entre millones. Recordé cómo era Zak la primera vez que lo había visto, en la bodega: leonado, con una cubierta hirsuta no hecha de pelo ni de plumas; con cuatro patas y sin cola, y por cierto que también sin cabeza. La segunda vez, en la jaula, estaba cubierto de pelo y tenía una cabeza de rasgos toscos; sin poder recordarla con claridad, supuse que mi impresión original había sido errónea.
En Urth hay lagartijas que toman el color de las cosas de alrededor: verde si están entre hojas, gris entre piedras. No lo hacen para capturar alguna presa, como podría pensarse, sino para escapar a los ojos de las aves. ¿No habría llegado a existir en otro mundo, pensé, un animal que adoptaba las formas de los demás? Quizá su forma original (si se podía decir que la tenía) fuera aún más extraña que la cosa casi esférica y con cuatro patas que yo había visto en la bodega. En general, los depredadores no atacan a los de su especie. ¿Qué garantía mayor de seguridad para una posible presa que la apariencia del depredador?
Los seres humanos tenían que haberle presentado ciertos problemas graves: inteligencia, habla e incluso la distinción entre el pelo en la cabeza y la vestimenta en el cuerpo. Posiblemente, la hirsuta cubierta listada había sido un primer ensayo de vestidura, llevado a cabo cuando Zak creía que ésta era parte orgánica de sus perseguidores. Pronto había aprendido la diferencia; y si los mutistas no lo hubiesen liberado con el resto, habríamos terminado descubriendo a un hombre desnudo en el redil. Ahora era prácticamente un hombre. Pero no me extrañaba que hubiese huido, pues uno de sus instintos más hondos era sin duda escapar de los recelosos miembros de la especie imitada.
Mientras sopesaba todo esto, me había ido alejando por el pasaje en donde me había dejado Zak. Pronto se dividió en tres y me detuve un momento, titubeando. No había razón aparente para preferir uno a otro, y elegí al azar el de la izquierda.
No había avanzado mucho cuando noté que me costaba andar. Primero se me ocurrió que estaba enfermo, luego que me habían drogado. Con todo, no me sentía peor que al salir de la grieta donde me había escondido Gunnie. No estaba mareado y no sentía que fuera a caerme; tampoco tenía ninguna dificultad en mantenerme erecto.
Y sin embargo, ya mientras estos pensamientos me cruzaban la mente, había empezado a caer. No que no me hubiese dado cuenta de que había perdido el equilibrio: simplemente no lograba adelantar el pie y buscar un punto de apoyo, aunque por cierto caía con gran lentitud. Una fuerza incomprensible parecía atarme las piernas, y cuando quise alargar los brazos también los tenía sujetos; no podía separarlos de los costados del cuerpo.
Así colgaba en el aire, sometido a la muy leve atracción de las bodegas, pero también sin caer. O mejor dicho cayendo tan lentamente que era como si nunca fuese a dar en el sucio suelo del pasaje. En algún lejano lugar de la nave sonó una campana.
Todo esto se mantuvo invariable largo tiempo, o al menos por un tiempo que a mí me pareció muy largo.
Al fin oí pasos. Sonaban detrás; yo no podía girar la cabeza para ver. Unos dedos se acercaron a la larga daga. Yo no conseguía mover la mano, pero la cerré sobre la empuñadura y resistí. Hubo un sacudón y la negrura arremetió envolviéndome.
Tenía la impresión de haberme caído de la tibia cama de trapos. La busqué tanteando pero sólo encontré un suelo frío. No era un suelo incómodo; yo pesaba demasiado poco. Pero estaba frío, tan frío que bien habría podido estar flotando en uno de los charcos que en alguna breve y cálida temporada, a veces incluso en mitad del invierno, suelen formarse sobre el hielo del Gyoll.
Yo quería acostarme sobre mis trapos. Si no conseguía dar con ellos, Gunnie no me encontraría. Los busqué a tientas pero no estaban.
A fuerza de buscarlos amplié el alcance de mi mente. No sabría explicar cómo; parecía no costarme esfuerzo alguno colmar con la mente la nave entera. Conocí las bodegas por donde nos movíamos como se mueven las ratas por las paredes que envuelven las habitaciones de una casa, y había enormes cavernas atestadas de extrañas mercancías. La mina de los hombres-mono había guardado barras de plata y oro; pero cada bodega de la nave (y había muchas más de siete) era mucho más grande, y el menor de sus tesoros provenía de estrellas remotas.
Conocí la nave, sus raros mecanismos, y aquello aún más raro que en verdad no era un mecanismo, ni una criatura humana ni nada para lo cual tengamos nombre. Dentro había muchos seres humanos y muchos no humanos; todos durmiendo, amando, trabajando, peleando. Los conocía a todos, aunque a algunos los reconocía y a otros no.
Conocí los palos, de una altura cien veces mayor que el ancho del casco; las grandes velas extensas como mares, objetos inmensos en dos dimensiones que apenas existían en la tercera. Una vez me había asustado un dibujo de la nave. Ahora la conocía por un sentido mejor que la vista, y la rodeaba como la nave me rodeaba a mí. Encontré la cama de trapos, pero no pude llegar hasta ella.
El dolor me devolvió a mí mismo. Quizá para eso sirve el dolor, o acaso es sólo la cadena forjada para atarnos al presente eterno, forjada en una herrería que sólo podemos imaginar, por un herrero que desconocemos. Como sea, sentí que mi conciencia caía sobre sí misma como la materia en el centro de una estrella, como un edificio cuando la piedra vuelve a la piedra tal como estaba al principio en lo profundo de Urth, como una urna cuando se rompe. Harapientas figuras se inclinaban sobre mí, muchas de ellas humanas.
El más grande de todos era el más harapiento, y me pareció extraño hasta que me di cuenta de que tal vez no podía conseguir ropa a medida y por eso seguía usando la que había usado a bordo, remendándola y volviéndola a remendar.
Me agarró y me enderezó, ayudado por otros, aunque no necesitaba ninguna ayuda. Hacía falta estar loco para luchar: ellos eran más de diez, todos armados. Y sin embargo lo hice, pegando y recibiendo golpes en una riña que no podía ganar. Desde que había arrojado el manuscrito al vacío me parecía vivir bajo acoso, perseguido de un lado a otro, nunca dueño de mí mismo por más de unos momentos. Ahora estaba decidido a golpear a quien pretendiera gobernarme, y si el que me gobernaba era mi destino también cargaría contra él.