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Pero fue inútil. Herí al jefe, creo, tanto como me hubiera herido el frenesí guerrero de un niño de diez años. Me inmovilizó las manos a la espalda y otro las ató con cable y me azuzó para que echase a andar. Así conducido avancé tambaleándome, hasta que al fin me empujaron a una habitación estrecha en donde el Autarca Severian, por sus cortesanos apodado el Grande, se erguía en el real atuendo de túnica amarilla y capa recamada de gemas, el báculo del poder en la mano.

XIII — Las batallas

Era sólo una imagen, pero una imagen tan real que por un instante me dispuse a creer que allí estaba mi segundo yo. Mientras lo observaba dio media vuelta, saludó con ridícula majestad hacia un rincón vacío y dio dos zancadas. Con la tercera desapareció; pero no acababa de hacerlo cuando volvió a aparecer en el lugar donde había estado antes. Durante un largo aliento permaneció allí; luego se volvió, saludó una vez más y echó a andar.

El jefe de pecho de tonel graznó una orden en una lengua que yo no comprendía y alguien aflojó el cable que me sujetaba las manos.

Una vez más mi apariencia dio unas zancadas. Aliviado en parte del desprecio que me provocaba esa figura, pude fijarme en que arrastraba los pies y en la arrogante inclinación de la cabeza. El jefe habló de nuevo y un hombrecito de sucio pelo gris, como el de Hethor, me dijo: —Quiere que hagas lo mismo. Si no te matará.

Apenas lo oí. De pronto recordé el protocolo y los gestos, y sin el menor deseo de volver con la memoria a esa época, fui capturado por ella como por las alas devoradoras del pozo de aire. Ante mí se alzaba la chalupa (que, entonces yo no lo había sabido, era un mero transbordador de la nave), el puente extendido como una telaraña de plata. Hombro con hombro por más de una legua, mis pretorianos formaban una avenida a la vez deslumbrante y casi invisible.

—¡Prendedlo!

Me rodeó un enjambre de hombres y mujeres andrajosos. Por un instante supuse que iban a matarme porque no quería andar y alzar la mano; intenté gritarles que esperasen pero no hubo tiempo, ni para eso ni para nada.

Alguien me agarró del cuello de la camisa y ahogándome me tiró hacia atrás. Fue un error; cuando me volví él estaba demasiado cerca para enarbolar la maza y le hundí los pulgares en los ojos.

Una luz violeta apuñaló a la turba enardecida; murió media docena. Una docena más, con caras medio arruinadas y miembros arrancados, daba alaridos. Un humo dulzón de carne quemada saturaba el aire. Le arrebaté la maza al hombre que había dejado ciego y la blandí a mi alrededor. Fue una tontería; pero la situación de los guiñadores, que salieron disparados del cuarto como ratas que huyen de un hurón, era peor que la mía: los vi segados como grano.

Más astuto, el jefe de pecho de tonel se había tirado al suelo al primer disparo y estaba a una ana de mis pies. De pronto saltó hacia mí. La cabeza de la maza era una rueda dentada; le dio entre el hombro y el cuello, impelida por toda la fuerza que me quedaba aún.

Lo mismo habría sido martillar un arsinoito. Consciente todavía y todavía fuerte, él me embistió como esos animales embisten a los lobos. La maza me voló de las manos y el peso de la embestida me dejó sin aliento.

Hubo un destello enceguecedor. Vi que alzaba las manos de siete dedos, pero entre ellas sólo el muñón de un cuello que humeaba como humean los muñones de un bosque incendiado. Volvió a cargar: no contra mí sino contra la pared, y se estrelló y cargó una vez más, ciego y desbocado.

Un segundo disparo lo partió en dos.

Quise enderezarme y me encontré las manos embadurnadas de sangre. Un brazo de enorme fuerza me rodeó la cintura y me alzó en vilo. Una voz familiar preguntó: — ¿Puedes mantenerte en pie?

Era Sidero, y de repente parecía un viejo amigo.

—Creo que sí —dije—. Gracias.

—Luchaste con ellos.

—Sin éxito. —Yo recordaba mis días de general.— Y no bien.

—Pero luchaste.

—Si quieres —dije. Alrededor bullía ahora una tropa de soldados, algunos esgrimiendo fusiles, otros, cuchillos manchados de sangre.

—¿Lucharás de nuevo? ¡Espera! —Movió su propio fusil indicándome que me callara. Guardé el cuchillo y la pistola.— Tómalos. —Todavía llevaba el cinturón con mis armas. Poniéndose el fusil bajo los restos del brazo derecho, soltó la hebilla y me entregó todo.

—Gracias —repetí. No sabía qué otra cosa decir; y me preguntaba si era realmente él, como yo había supuesto, el que me había dejado inconsciente.

La visera de metal que era su rostro no revelaba lo que sentía, y la voz áspera apenas algo más.

—Ahora descansa. Come, y luego ya hablaremos. Más tarde tendremos que luchar otra vez. —Se volvió a enfrentar a los tripulantes arremolinados:— ¡Descansen! ¡Coman!

Yo tenía ganas de las dos cosas. No pensaba luchar por Sidero, pero la idea de compartir una comida con camaradas que me cuidarían mientras durmiese era irresistible. Después (suponía) me iba a ser fácil escapar.

Los tripulantes habían traído raciones y pronto encontramos más: las de los guiñadores que habíamos matado. Al rato estábamos sentados ante un fragante menú de lentejas con cerdo acompañadas de hierbas picantes, pan y vino.

Tal vez había cerca camas o hamacas, además de la comida y el horno, pero yo estaba demasiado exhausto para averiguarlo. Aunque todavía me doliese el brazo derecho, yo sabía que no era tanto como para impedirme dormir; y el vino me había calmado el dolor de cabeza. Ya iba a estirarme en mi asiento —deseando no obstante que Sidero hubiese guardado también la capa— cuando un fornido marinero se acuclilló a mi lado.

—¿Te acuerdas de mí, Severian?

—Debería —dije—, ya que conoces mi nombre. —Lo cierto era que no me acordaba, si bien la cara tenía algo de familiar.

—Antes me llamabas Zak.

Me quedé mirándolo. La luz era débil pero, incluso después de haberlo reconocido, me siguió costando creer que fuera el mismo Zak. Por fin le dije: —Sin mencionar algo que ninguno de los dos desea discutir, no puedo sino señalar que tu aspecto ha cambiado mucho.

—Es la ropa; se la quité a un muerto. Además me he afeitado la cara. Y Gunnie tiene tijeras. Me cortó un poco el pelo.

—¿Gunnie está aquí?

Zak indicó la dirección con un movimiento de cabeza.

—Tú quieres hablar con ella. A ella también le gustaría hablar, creo.

—No —dije—. Dile que hablaremos mañana. —Intenté que se me ocurriera algo más, pero lo único que obtuve fue:— Dile que lo que hizo por mí paga de sobra cualquier daño.

Asintiendo, Zak se retiró.

El nombre de Gunnie me había traído a la memoria los chrisos de Idas. Abrí el bolsillo de la vaina y me cercioré de que seguían estando allí; luego me acosté y me quedé dormido.

Cuando desperté —vacilo en decir por la mañana porque en verdad no había mañana— la mayoría de los tripulantes ya estaban levantados y comían los restos del banquete de la víspera. A Sidero se le habían unido dos delgados autómatas jóvenes, criaturas como la que en un tiempo, pienso, tuvo que ser Jonas. Se mantenían los tres a cierta distancia, hablando en un tono demasiado bajo para que yo oyera.

No tenía forma de saber si esos mecanismos estaban más cerca que Sidero del capitán y los oficiales superiores, y mientras discutía si abordarlos e identificarme, se marcharon, desapareciendo en seguida en el laberinto de pasillos. Como si me hubiera leído el pensamiento, Sidero vino hacia mí.