—Ahora podemos hablar —dijo.
Asentí y le expliqué que había estado a punto de contarles a él y los otros quién era.
—No serviría de nada. Llamé la primera vez que te vi. No eres lo que dices. El Autarca está a salvo. Empecé a protestar, pero Sidero alzó la mano para silenciarme.
—Ahora no peleemos. Sé lo que me han dicho. Te explicaré para que no volvamos a discutir. Te lastimo. Corregir y castigar es mi derecho y mi deber. Luego me siento contento.
Le pregunté si se refería al hecho de haberme pegado cuando estaba inconsciente, y asintió:
—No debo hacerlo. —Pareció que iba a seguir pero no lo hizo. Al cabo de un momento añadió:— No sé explicarlo.
—Nosotros conocemos las consideraciones morales —le dije.
—No como nosotros. Creéis conocerlas. Nosotros sí, y sin embargo nos equivocamos a menudo. Podemos sacrificar hombres para salvar nuestra existencia. Podemos originar instrucciones y transmitirlas a los hombres. Podemos corregir y castigar. Pero no podemos volvernos como vosotros. Yo lo hice. He de pagar por lo que he hecho.
Le dije que ya me había recompensado plenamente salvándome de los guiñadores.
—No. Tú luchaste y yo luché. Ése es mi pago. Vamos a un combate más grande, quizá el último. Antes los guiñadores robaban. Ahora se levantan para matar, para tomar la nave. El capitán toleró a los guiñadores demasiado tiempo.
Advertí cuán difícil le era hablar críticamente de su capitán, y cuánto deseaba alejarse.
—Te excuso —dijo—. Ése es mi pago.
—¿Estás diciendo —pregunté— que no tengo que seguiros a la batalla a menos que quiera?
Sidero asintió: —Pronto lucharemos. Vete en seguida.
Esa había sido mi intención, desde luego, pero ahora no podía. Una cosa era escapar por propia astucia, ante el peligro, y por propia voluntad; otra muy distinta que una orden me apartara de la batalla como si fuese un eunuco.
Momentos después nuestro jefe metálico nos llamó a agruparnos. Pero el espectáculo de mis camaradas reunidos estuvo muy lejos de inundarme de confianza; en comparación, los irregulares de Guasacht eran tropas de choque. Unos pocos tenían fusiles como el de Sidero, y otros más calíveros como el que habíamos usado para capturar a Zak. (Me hizo gracia ver al mismo Zak así armado.) Un puñado más tenía picas o lanzas; la mayoría, incluida Gunnie, que estaba a cierta distancia de mí y no me miraba, sólo llevaba cuchillos.
Ys in embargo todos avanzaban lo bastante decididos como para dar la impresión de que lucharían, aunque lo más probable, sabía yo, era que al primer disparo se desbandaran. Busqué y obtuve una posición bien a la retaguardia de la dispersa columna para poder juzgar mejor el número de desertores. Al parecer no había ninguno, y era como si la mayoría de esos marinos convertidos en guerreros enfrentase la perspectiva de una batalla campal como un bienvenido cambio de las fatigas habituales.
Como en todas las distintas guerras que he conocido, en vez del combate esperado hubo demoras. Durante una guardia o más marchamos por el pasmoso interior de la nave, una vez entrando en un vasto espacio resonante que parecía ser una bodega vacía, otra deteniéndonos para un descanso inexplicado e innecesario, en dos ocasiones incrementados por partidas menores de marineros que parecían humanos, o casi.
Para quien ha dirigido ejércitos, como yo, o participado en batallas en las que legiones enteras se calcinan como hierba arrojada a un horno —una vez más, como yo—, no era escasa la tentación de contemplar con buen humor nuestros desplazamientos y altos. Escribo «tentación» porque de eso se trataba: un error basado en una falsedad. La escaramuza más trivial no es trivial para los que mueren, y por eso en sentido último no debería ser trivial para nosotros.
Permítaseme confesar, sin embargo, que yo me rendí a esa tentación como me he rendido a muchas otras. Me estaba divirtiendo, y mucho más me divertí cuando Sidero (con la evidente esperanza de trasladarme a una posición más segura) creó una retaguardia y ordenó que me encargara de ella.
Los marineros que me asignó eran obviamente los menos capaces de conducirse con cierto crédito cuando nuestra heterogénea fuerza entrara en acción. De diez, seis eran mujeres, y todas mujeres mucho más pequeñas y menos musculosas que Gunnie. Tres de los cuatro hombres eran bajitos y, si no realmente viejos, habían dejado muy atrás el cenit de sus fuerzas; el cuarto era yo, y sólo yo tenía un arma más formidable que un cuchillo de trabajo o una barra de acero. Por orden de Sidero, caminábamos —no puedo decir que marchásemos— diez cadenas por detrás del cuerpo principal.
De haber podido habría escapado con mis nueve tripulantes, pues deseaba que si alguna de las pobres criaturas quería desertar no le faltase la ocasión. No pude; los colores y las formas mutables, la flotante luz interior me seguían desconcertando. Habría perdido en seguida todo rastro de Sidero y el cuerpo principal. Como mejor alternativa a mano, puse delante de mí al marinero de aspecto más fuerte, le dije qué distancia mantener y dejé que los demás nos siguieran los pasos si querían. Admito haberme preguntado si nosotros nos daríamos cuenta en caso de que los de delante entraran en contacto con el enemigo.
No entraron en contacto, y nosotros lo advertimos en seguida.
Echando una mirada más allá de mi guía, vi algo que aparecía de repente, arrojaba un cuchillo giratorio de muchas puntas y se abalanzaba hacia nosotros con los robustos saltos del tilacosmil.
Aunque no recuerdo haberlo sentido, es posible que el dolor de la quemadura me retardara la mano. Cuando llegué a tener la pistola fuera de la funda, el guiñador ya se precipitaba sobre el infortunado cuerpo del marinero. Me pareció que Sidero había aumentado la intensidad del haz: el chorro de energía hizo pedazos al guiñador; fragmentos del cuerpo desmembrado pasaron volando junto a mi cabeza como una muchedumbre paroxística.
No había tiempo para regodearse en el triunfo; menos aún para ayudar a nuestro guía, que estaba a mis pies impregnando de sangre el cuchillo-hidra del guiñador. No bien me agaché a mirarle la herida, dos docenas de guiñadores surgieron de una galería. Apreté el gatillo cinco veces, tan rápido como pude.
Un relámpago de llamas salido de algún contus o espontón de guerra bramó como un horno, rociando de fuego azul la mampara que había a mi espalda. Me volví y, empujando a los marineros restantes, corrí cincuenta anas, deprisa pero arrastrando la pierna coja. Mientras escapábamos oímos cómo los guiñadores atacaban la retaguardia de la columna principal.
Tres nos perseguían. Los maté y distribuí las armas: una alabarda y dos espontones a unos marineros que declararon que sabían usarlos. Apretamos el paso entre más de una docena de muertos, algunos de ellos guiñadores, otros gente de Sidero.
Un viento sibilante nos asaltó por detrás, casi arrancándome de la espalda la camisa desgarrada.
XIV — El fin del universo
Más listos que yo, los marineros se pusieron en seguida los collares. Hasta que los vi no me di cuenta de lo que había pasado.
No lejos de nosotros, la explosión de un arma terrible había abierto las pasarelas al vacío y el aire contenido en ese sector de la nave se fugaba a torrentes. Mientras me ponía el collar oí un batir de grandes portones, un estruendo lento y hueco como de titánicos tambores de guerra.
Apenas ajusté el cierre del collar pareció que el viento se apagaba, aunque aún lo oía cantar y veía locos remolinos de polvo disparados como cohetes. A mi alrededor sólo bailaba una brisa atemperada.
Avanzando con cautela —porque en cualquier momento esperábamos toparnos con más guiñadores— llegamos a la rotura. Si había algún lugar (pensé) donde por fin podría ver tanto de la estructura de la nave como para aprender algo sobre su diseño, tenía que ser allí. Pero no vi nada. Madera destrozada, metal torturado y piedra rota se mezclaban con sustancias desconocidas en Urth, pulidas como marfil o jade pero de colores extravagantes o incoloras. Otras hacían pensar en el lino, el algodón o en un áspero pelo de animales sin nombre.