Más allá de esas capas de ruinas aguardaban las estrellas silenciosas.
Habíamos perdido contacto con la columna principal, pero parecía claro que había que cerrar lo antes posible la brecha en el casco. Indiqué a los supervivientes de lo que había sido la retaguardia que me siguieran, esperando que al llegar a la cubierta encontraríamos una cuadrilla de reparaciones.
Si hubiésemos estado en Urth habría sido imposible subir por los niveles en ruinas; aquí era fácil. Uno saltaba con cuidado, se aferraba a algún puntal o viga retorcida y volvía a saltar: el mejor método era salvar los resquicios a saltos, lo que en cualquier otro sitio hubiera sido una locura.
Llegamos a la cubierta, aunque al principio me pareció que no habíamos llegado a ninguna parte; estaba tan deshabitada como la llanura de hielo que una vez yo había observado desde las ventanas más altas de la Casa última. Enormes cables la cruzaban serpeando; algunos se descolgaban como columnas, sosteniendo aún, muy arriba, los restos de un mástil.
Una de las mujeres agitó una mano y señaló otro mástil, a leguas de distancia. Miré, pero por un momento no vi sino un poderoso laberinto de velas, vergas y cuerdas. Luego hubo una tenue chispa violeta, lánguida entre los astros, y desde otro palo una chispa que respondía.
Y después algo tan raro que por un momento creí que los ojos me engañaban o que lo había soñado. Pareció que una diminuta mota de plata, a leguas de altura, bajaba hacia nosotros y muy lentamente iba creciendo. Caía, por supuesto; pero no en una atmósfera, de modo que no aleteaba, y bajo una atracción tan débil que caer era flotar.
Hasta ese momento yo había conducido a mis marineros. Ahora se me adelantaban, escalando las cuerdas de ambos palos mientras yo me quedaba en cubierta hechizado por el increíble punto de plata. Un momento más y estuve solo, mirando cómo los hombres y mujeres de lo que fuera mi comando volaban de cable en cable como flechas, y a veces disparaban las armas en pleno vuelo. Con todo seguía dudando.
Sin duda los mutistas tienen uno de los mástiles, pensé, y el otro lo tiene la tripulación. Trepar al equivocado sería morir.
Una segunda mota de plata se unió a la primera.
Soltar una vela de un disparo podía suceder por accidente, pero soltar dos era asunto deliberado. Si se destruían suficientes velas y palos la nave no llega ría nunca a destino, y sólo podía haber un bando que quisiera eso. Salté al cordaje del palo de donde caían las velas.
Ya he escrito que la cubierta hacía pensar en la llanura de hielo del maestro Ash. Ahora, a medio salto, la vi mejor. Por el gran boquete del casco de donde antes surgiera un palo seguía fugándose aire; al precipitarse el borbotón se hacía visible, fantasma de un titán, y destellaba con un millón de millones de lucecitas. Esas luces caían como nieve — se derramaban flotando con verdadera lentitud, aunque no más lentas de lo que hubiera flotado un hombre— dejando la grandiosa cubierta blanca y reluciente de escarcha.
Entonces me encontré de nuevo ante la ventana del maestro Ash y oí su voz: «Lo que ves es la última glaciación. Ahora la superficie del sol está opaca; pronto se volverá brillante de calor, pero el sol mismo se encogerá, dando menos energía a sus mundos. Al fin, si alguien viene a pararse sobre el hielo, sólo lo verá como una estrella brillante. El cielo que esté pisando no será el que ve entonces, sino la atmósfera de este mundo. Y lo seguirá siendo por largo tiempo. Tal vez hasta la caída del día universal.» Me parecía que él estaba de nuevo a mi lado. Aun cuando la cercanía de las jarcias me devolvió a mí, fue como si me acompañara en el vuelo, y sus palabras me resonaran en los oídos. Se había desvanecido aquella mañana en Orithya, mientras bajábamos por una garganta, cuando yo hubiera tenido que llevárselo a la peregrina Mannea; en la nave supe adónde se había marchado.
También supe que había elegido mal el mástil; si la nave naufragaba entre las estrellas importaría muy poco si el pequeño Severian, una vez oficial torturador, una vez Autarca, vivía o moría. Cuando llegué al cable, en vez de aferrarme di una vuelta entera y salté de nuevo, esta vez hacia el palo que tenían los guiñadores.
Por mucho que intente describir esos saltos, nunca llegaré a pintar la maravilla y el terror que provocaban. Uno salta como en Urth, pero el primer instante se extiende a doce alientos, y mientras uno se regocija, sabe también que si deja pasar todas las cuerdas y las jarcias estará perdido, como una pelota arrojada al mar, que se pierde para siempre. Saltando así, yo experimentaba todo esto sin dejar de tener la llanura de hielo ante los ojos. Y sin embargo, con los brazos estirados al frente, con las piernas detrás, me sentía no tanto una pelota como el buceador mágico de una vieja historia, que buceaba donde quería.
Sin ruido ni aviso, un nuevo cable se me apareció de pronto en el espacio entre los palos: un inesperado cable de fuego. Otro lo cruzó, y otro más. Y luego se desvanecieron todos mientras yo surcaba el vacío donde habían estado. De modo que los guiñadores me habían reconocido y estaban disparando desde el mástil.
Rara vez es sensato permitir que un enemigo se ejercite tirando al blanco. Desenfundé la pistola y apunté al punto del cual había partido la última descarga.
Mucho antes conté que estando ante la puerta de mi cabina con el camarero muerto a mis pies, la pequeña luz de carga de la recámara de la pistola me había asustado. Ahora me asustó de nuevo, porque al apretar el gatillo le eché una mirada y no vi ninguna chispa.
Tampoco hubo en seguida un rayo de energía violeta. Si yo hubiera sido tan listo como pretendía a veces, creo que en ese momento habría tirado la pistola. Lo cierto es que volví a enfundarla, inservible como estaba, y apenas noté otra descarga de fuego, la más cercana de todas, hasta que hubo pasado.
Después no quedó tiempo para disparar o ser alcanzado. Había cables de jarcias por todas partes, y como yo todavía estaba bastante abajo, parecían grandes troncos arbóreos. Vi adelante el cable que iba a tener que agarrar, y en el cable un guiñador que corría. Al principio lo tomé por un hombre como yo, aunque de un tamaño y un poder insólitos; luego —todo esto en menos tiempo del que requiere escribirlo— vi que no era así, porque de algún modo podía asirse al cable con los pies.
Extendió hacia mí las manos como un luchador preparándose para recibir al oponente, y sus largas garras brillaron a la luz de las estrellas.
Había razonado, estoy seguro, que yo tenía que agarrarme al cable o morir, y que mientras me aferraba él acabaría conmigo. Pero en vez de agarrarme me dejé caer directamente sobre él y terminé el salto clavándole el cuchillo en el pecho.
Dije que terminé el salto, pero la verdad es que estuve a punto de fracasar. Durante unos instantes nos balanceamos, él como un bote fondeado, yo como otro bote atado a él. Por los bordes del cuchillo brotaba sangre, pensé que del mismo escarlata que la sangre humana, formando esferas como carbunclos que al abandonar su manto de aire simultáneamente hervían, se helaban y marchitaban.
Por un momento temí que el mango del cuchillo se me escapase. Luego lo usé como palanca, y tal corno yo esperaba las costillas resistieron y conseguí subir hasta el cable. Claro que habría debido subir más de prisa; pero me detuve a mirar al guiñador con la vaga noción de que las garras que había visto quizá fueran artificiales, como las garras de acero de los magos o el lucivee con el que Agia me había rajado la mejilla, y de que si eran artificiales podrían servirme de algo.