No lo eran, pensé. En todo caso parecían resultado de una cirugía detestable llevada a cabo en la infancia, como las mutilaciones de los hombres de ciertas tribus autóctonas. Los dedos habían sido modelados en garras de arctótero, feas e inocentes, incapaces de sostener cualquier otra arma.
No había tenido tiempo de volverme cuando la humanidad del rostro me llamó la atención. Yo lo había apuñalado como había matado a tantos, sin cambiar una sola palabra. Entre los torturadores era norma que no debía hablarse con los clientes ni comprender nada que se les ocurriera decir. Uno de mis primeros actos de lucidez había sido descubrir que todos los hombres son torturadores; ahora la agonía del hombre-oso me confirmaba que yo seguía siendo un torturador. Cierto, él era un guiñador; ¿pero quién podía decir que había elegido esa lealtad libremente? O quizás las razones para luchar por los guiñadores le habían parecido tan buenas como a mí las mías para luchar por Sidero y un capitán que no conocía. Con un pie afirmado en su pecho, me incliné y extraje el cuchillo.
Se le abrieron los ojos y rugió, aunque la boca soltó un chorro de sangre espumosa. Por un instante, oírlo en el silencio infinito fue más raro que el hecho de que volviera a vivir cuando parecía muerto; pero estábamos tan cerca que nuestras atmósferas se habían unido y yo podía oír el gorgoteo de la herida.
Le apuñalé la herida; con tan mala suerte que la punta dio en los huesos frontales del cráneo. Sin apoyo para los pies, me faltó fuerza para que el golpe penetrara y salí despedido hacia atrás, al vacío de alrededor.
Él me acometió, abriéndome el brazo con las garras, de modo que furiosamente flotamos juntos con el cuchillo suspendido en medio, la ensangrentada hoja pulida brillando a la luz de las estrellas. Intenté apoderarme del arma, pero un golpe de garra la envió girando al vacío.
Le metí los dedos en el collar de cilindros y se lo arranqué de un tirón. Él tendría que haberse aferrado a mí, pero tal vez se lo impidieron aquellas manos. En cambio me dio un golpe, y lo miré sofocarse y morir mientras yo me alejaba dando vueltas.
Cualquier sensación de triunfo se perdió en el remordimiento y la certeza de que pronto debía morir yo también. Remordimiento porque lamentaba haberlo matado, con esa sinceridad fácil a que recurre la mente cuando no hay peligro de que la pongan a prueba; certeza, porque dada mi trayectoria y los ángulos de los palos estaba claro que no iba a acercarme más a ninguna cuerda. De la duración del aire de los collares tenía una idea apenas vaga: una guardia o más, pensé. Ahora mi provisión era doble: digamos, pues, tres guardias a lo sumo. Pasado ese lapso moriría lentamente, resollando más y más a medida que el principio vital de mi atmósfera quedara reducido a la forma que sólo pueden respirar los árboles y las flores.
Entonces recordé cómo me había salvado antes por arrojar al vacío el cofre de plomo con el manuscrito; y pensé qué podía arrojar ahora. Desprenderme de los collares significaba morir. Se me ocurrieron las botas, pero ya había sacrificado botas una vez, cuando mi primer encuentro con ese mar que lo devora todo. Al lago Diuturna había arrojado los restos de Términus Est; eso me sugirió el cuchillo de caza que tan mal me había servido. Pero ya no lo tenía.
Quedaba el cinturón, con la vaina de cuero negro y los nueve chrisos y la pistola vacía en la funda. Guardándome los chrisos en el bolsillo, me quité el cinturón, la vaina, la pistola y la funda, murmuré una oración y los tiré.
En el acto gané velocidad, pero no me movía (como había esperado) hacia la cubierta o algún cable. Ya estaba a la altura de las puntas de los mástiles que tenía a cada lado. Mirando la cubierta cada vez más lejana, vi fulgurar entre esos palos un solo rayo violeta. Después no hubo más; sólo el inquietante silencio del vacío.
A poco empecé a preguntarme, con esa intensidad que acompaña al deseo de huir de todo pensamiento de muerte, por qué nadie me había disparado mientras trepaba hacia el mástil, y por qué no me disparaban ahora.
Cuando llegué al tope del palo de popa, todos esos pequeños enigmas quedaron de lado.
Alzándose sobre el sobrejuanete como un día se alzará el Sol Nuevo sobre la Muralla de Nessus (y sin embargo lejos, mucho más lejos y más hermoso aún de lo que podrá ser alguna vez el Sol Nuevo, así como la vela más pequeña y extrema era un entero continente de plata comparado con el cual la Muralla de Nessus, de unas pocas leguas de alto y unos miles de largo, podría haber sido la destartalada cerca de un redil), había un sol como no verá jamás nadie que pise la hierba: el nacimiento de un nuevo universo, la explosión primal que contendrá todos los soles porque de ella nacerá el sol primero, el padre de todos los otros soles. No sabría decir cuánto tiempo lo contemplé sorprendido; pero cuando volví a mirar hacia abajo, palos y nave parecían muy lejanos.
Y entonces me desconcerté, pues recordaba que al llegar a la brecha en el casco con mi pequeña partida de marineros, y mirar hacia arriba, había visto las estrellas.
Volví la cabeza y miré al otro lado. Aún había un enjambre de estrellas, pero me pareció que formaban en el cielo un gran disco, y mirando los bordes de ese disco los vi veteados y viejos. Desde entonces he meditado con frecuencia en lo que vi allí, junto al mar que todo lo devora. El universo, se dice, es algo tan grande que sólo podemos verlo como fue, nunca como es, del mismo modo que yo, cuando era Autarca, no conocía la condición presente de nuestra Comunidad sino las condiciones de las épocas en que se habían escrito los informes que yo leía. Si así era, acaso las estrellas que estaba viendo ya no estuvieran allí; acaso los informes de mis ojos fueran como los que encontré al abrir en la Gran Torre la que había sido la cámara de los autarcas.
En el medio de ese disco de estrellas, según me pareció primero, brillaba una única estrella azul más grande e intensa que las demás. Incluso mientras la miraba iba creciendo, con lo que pronto entendí que no estaría tan lejos como yo suponía. Propulsada por la luz, la nave era más rápida que la luz, tal como los barcos de los inquietos mares de Urth, propulsados por el viento, eran más rápidos que el viento. Pero aun así la estrella azul no podía ser un objeto remoto; y si era una estrella de cualquier tipo estábamos perdidos, pues íbamos directamente al centro.
Se hizo más grande, y más, y en el centro apareció una sola y negra línea curva, una línea como la Garra: la Garra del Conciliador como la había visto yo la primera vez, cuando la había sacado del talego y Dorcas, asombrada por aquel fulgor azul, la había alzado contra el cielo nocturno.
Si como he dicho la estrella crecía, la negra línea curva crecía más deprisa aún, hasta que prácticamente eclipsó el disco azul (pues ahora ya era un disco). Por fin la vi tal como era: el único cable que seguía sujetando el palo volado por los mutistas. Me aferré a él, y desde ese punto de privilegio vi cómo nuestro universo, que llaman Briah, se apagaba hasta desvanecerse como un sueño.
XV — Yesod
Lo lógico habría sido bajar a la nave por ese cable, pero no lo hice. Me había aferrado en un punto lo suficientemente cercano a la cubierta para que los foques me la ocultaran en parte, y en cambio (no sé si creyéndome indestructible o ya destruido) trepé hasta llegar al palo suelto, y luego por una jarcia inclinada hasta el final; y allí, abrazado, miré.
Lo que vi no puede describirse de verdad, aunque lo intentaré. La estrella azul era ya un disco de azur claro. He dicho que no estaba tan lejos como las estrellas fantasma; pero, al contrario que ellas, estaba realmente allí; ¿quién dirá pues cuál estaba más lejos? Mientras la miraba, cobré más conciencia de la falsedad de las otras; no sólo de que no eran lo que parecían, sino de que no existían en absoluto, de que eran no meros fantasmas sino, como la mayoría de los fantasmas, sólo mentiras. El disco de azur se fue ensanchando hasta que al fin lo vi veteado por jirones de nube. Entonces me reí solo, y mientras me reía tomé conciencia súbita del peligro, de que por haber hecho lo que había hecho podía morir en cualquier momento. Y sin embargo me quedé un rato más donde estaba.