Nos zambullimos en el centro del disco, de modo que por un momento un anillo de ébano ciñó la nave con estrellas fantasmales, la Diadema de Briah.
Luego emergimos y fue como si estuviéramos suspendidos en el azur; detrás, donde antes había visto la corona lucis de los soles jóvenes, veía ahora nuestro universo, un círculo no más grande que el satélite de ébano del cielo de Yesod, un satélite que pronto quedó reducido a una mota solitaria y luego desapareció.
Si los que acaso un día lean esto conservan por mí el menor respeto pese a las múltiples extravagancias que he narrado hasta aquí, ahora lo perderán; pues voy a contarles cómo me sobresalté igual que un niño que ve un fantasma color de nabo. Cuando Jonas y yo viajábamos hacia la Casa Absoluta, nos atacaron las nótulas de Hethor, criaturas atraídas por los espejos que vuelan como fragmentos de pergamino quemado en una chimenea, y que aunque insustanciales, pueden matar. Ahora, mirando a lo lejos cómo Briah se desvanecía, creí ver de nuevo aquellas criaturas, ya no fulígenas como las nótulas sino plateadas.
Y el terror me fulminó y busqué esconderme detrás de las jarcias. Un momento después comprendí qué eran, como sin duda ya habréis comprendido vosotros: meros añicos de la carga sutil que había soportado el palo roto y que el viento revolvía frenéticamente. Pero eso significaba que había allí una atmósfera, por tenue que fuese, y no vacío. Miré la nave y en su inmensidad desnuda, desaparecidas todas las velas, vi diez mil mástiles y cien mil cables erguidos como un bosque en invierno.
Qué extraño era estar allí aferrado, respirando una atmósfera propia ya mermada, consciente de la poderosa tempestad que bramaba a mi alrededor pero sin sentirla. Me quité del cuello los dos collares y al instante me vi casi arrancado de la pértiga; el rugido de un huracán me llenó los oídos.
¡Y bebí ese aire! No hay palabras que puedan hacerle justicia, salvo si digo que era el aire de Yesod, helado y dorado de vida. Nunca había saboreado un aire así, y no obstante era como si lo conociese.
Me quité de la espalda la camisa raída y la envíe ondeando a unirse a los fragmentos de las velas rotas, y en ese instante al fin lo supe. La noche de mi partida al exilio desde la Ciudadela Antigua, mientras andaba por la Vía del Agua viendo los navíos y galeones que surcaban el ancho Gyoll, el río-camino, un viento súbito me sacudió la capa del gremio, hablándome así del norte. Ahora ese viento volvía a soplar, alabando a toda voz los años nuevos y cantando todas las canciones del nuevo mundo.
¿Pero dónde? Bajo nuestra nave no se veía más que un cuenco de azur y rabos de nube como los que yo había mirado mientras aún estábamos en el viejo y manchado universo anterior. Unos momentos después (porque permanecer inactivo en ese aire era un suplicio) abandoné el acertijo y empecé a bajar hacia la nave.
Y entonces lo vi; no abajo, donde había buscado, sino sobre mi cabeza: una vasta, noble curva que se extendía de un lado a otro, separada de nosotros por flotantes nubes blancas, un mundo enteramente moteado de azul y verde como un huevo de pájaro salvaje.
Y vi una cosa todavía más extraña: la llegada de la Noche a ese mundo nuevo. Como un hermano del gremio, llevaba una capa fulígena, que mientras yo miraba extendió entera sobre él; entonces recordé que en el cuento del libro marrón que yo le había leído una vez a Jonas, ella era la madre de Noctua, que a sus talones los lobos retozaban como cachorros y que había pasado entre Hesperus y Sirus, y me pregunté qué hacía volar así a la nave, más rápido que la noche, cuando se habían recogido todas las velas y ninguna luz podía impulsarla.
En el aire de Urth, las naves de los hieródulos iban adonde querían, y aun la barca que me había llevado a esta nave (con Idas y Purn, aunque entonces yo no lo supiera) se había servido de otros medios. Estaba claro que también los tenía esta nave, pero resultaba raro que el capitán la impulsase adelante tan directamente. Consideré estas cosas mientras bajaba, encontrando más fácil considerarlas que sacar conclusiones.
Antes de que alcanzara la cubierta la nave misma se hundió en la oscuridad. El viento no dejaba de soplar, como si quisiera barrerme. Me pareció que ahora debería sentir la atracción de Yesod, pero sólo sentí la leve atracción de las bodegas, como en el vacío. Al final fui tan estúpido como para ensayar un salto corto. El aliento huracanado de Yesod me alcanzó como a una hoja y el salto me envió a la cubierta a los tumbos como un gimnasta; tuve suerte de que no me estrellara contra un palo.
Magullado y atónito, anduve a tientas buscando una compuerta. No encontré ninguna, y me había resignado a esperar el día cuando el día llegó, repentino como la voz de una trompeta. El sol de Yesod era del más puro oro al rojo vivo, y se elevaba sobre un horizonte oscuro tan curvo como el borde superior de un escudo.
Por un instante me pareció que oía las voces de los Gandharvas, los cantantes que flanquean el trono del Pancreador; luego, muy adelante de la nave (pues vagabundeando en busca de una compuerta había llegado casi a la proa), vi las alas desplegadas de un ave enorme. Nos precipitamos hacia ella como un alud pero nos vio, y batiendo una sola vez las alas poderosas se alzó por encima de nosotros sin dejar de cantar. Las alas eran blancas, el pecho como escarcha; y si las alondras de Urth pueden compararse con las flautas, la voz de esa ave de Yesod era una orquesta, porque parecía tener muchas voces que cantaban juntas, algunas altas y de una dulzura penetrante, otras más bajas que cualquier tambor.
Por mucho frío que yo tuviera —y me sentía casi helado— no pude dejar de pararme a escucharla; y cuando estuvo a popa y ya no pude oírla, el tropel de palos me la ocultó, y volví a mirar adelante buscando otra.
No había ninguna, pero el cielo no estaba vacío. Una nave de una clase que yo desconocía lo surcaba con alas más anchas que las del ave y delgadas como hojas de espada. Pasamos por debajo, como habíamos pasado por debajo del ave; en ese momento plegó las largas alas y se dejó caer hacia nosotros, con lo que por un momento pensé que iba a estrellarse y morir, porque no tenía ni una milésima parte de nuestra masa.
Pasó por sobre las puntas de los mástiles como un dardo sobre las lanzas de un ejército, viró una vez más hacia la proa y se posó en nuestro bauprés como un leopardo que se tiende en una rama delgada para observar rastros de ciervos o calentarse al sol.
Esperé que apareciera la tripulación de la nave menor, pero no bajó nadie. Al cabo de un momento pareció que la nave abordaba la nuestra más firmemente de lo que yo había supuesto; un momento más y empecé a preguntarme si no había sido un error tomarla por una nave, y no me había equivocado del todo al creer que la veía, flotando, allí, sola, toda de plata contra ese mundo cerulento, o remontándose sobre el bosque de los mástiles. Era más bien como si fuese parte de nuestra nave, de la nave en la cual ya hacía tanto que yo viajaba (eso me parecía), un bauprés o beque extrañamente grueso, las alas no más que brazas volantes para afirmarla mejor a la proa.
Pronto recordé que, cuando habían llevado al viejo Autarca a Yesod, lo había recogido una nave como ésa. Regocijado, me lancé por la cubierta buscando un escotillón; y era bueno correr en ese aire y ese frío, aunque cada paso renqueante me aguijoneara los pies; y por fin di un salto, y el viento me embolsó como yo había previsto y me llevó muy lejos a lo largo del casco enorme antes de que lograra agarrarme a un brandal que casi me descoyunta los brazos.