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Fue suficiente. En el desbocado vuelo había divisado la abertura por la que mi pequeño comando había salido a cubierta. Corrí hasta allí y me zambullí en el calor familiar y los errantes resplandores del interior.

La voz que nunca se oye claramente pero siempre se entiende resonaba en todos los pasillos llamando al Epítome de Urth; y yo corrí, feliz por el calor, sintiendo que incluso allí entraba el aire puro de Yesod, seguro de que al fin había llegado el momento de la prueba, o casi.

Había piquetes de marineros recorriendo la nave, pero por largo rato no pude entrar en contacto con ellos, aunque los oía continuamente alrededor y de vez en cuando divisaba alguno. Por último, abriendo una puerta en sombras, salí a una plataforma de rejilla y en el tenue fulgor del techo vi un amasijo de maderas y maquinaria cubierto de papeles como bancos de nieve sucia y polvo oloroso y encharcado como si fuese agua. Si no era el lugar de donde me había tirado Sidero, se le parecía mucho.

Por ese espacio avanzaba hacia mí una pequeña procesión, y al cabo de un momento me di cuenta de que era triunfal. Muchos de los marineros llevaban luces y azotaban la penumbra con los haces para crear dibujos fantásticos, mientras otros daban saltos o danzaban. Algunos iban cantando:

¡Andando, camarada, no caves más por hoy! Pues hemos embarcado para un largo viaje Hasta el fin de los cielos en una nave enorme, ¡y no volveremos mientras haya velas! ¡Mientras haya velas nadie podrá vernos!

Y así una y otra vez.

No todos en la procesión eran marineros, sin embargo. Divisé varios seres de metal pulido, y por cierto que tras un momento me di cuenta de que uno era Sidero; aún no le habían reparado el brazo.

Un poco separadas del resto había tres figuras para mí nuevas, un hombre y dos mujeres con capa; y al frente, al parecer encabezando la columna, un hombre desnudo, más alto que todos, que andaba con la cabeza gacha y el largo pelo rubio caído sobre el rostro. Al principio lo creí absorto en sus pensamientos, porque parecía llevar las manos unidas detrás de él y más de una vez yo había caminado así, sopesando las múltiples dificultades que agobiaban a nuestra Comunidad; luego vi que tenía las muñecas atadas.

XVI — El Epítome

No tan ignorante como en otros tiempos, salté de la plataforma y después de una larga, suave caída más placentera que otra cosa, salí al paso de la procesión.

El prisionero casi no levantó la mirada. Aunque no le vi bien la cara, bastó para asegurarme de que no la había visto nunca. Era por lo menos tan alto como un exultante, y a mi juicio media cabeza más alto que la mayoría. Tenía el pecho y los hombros magníficamente desarrollados, lo mismo que los brazos, por lo que podía verse. Con el pesado avance, los grandes músculos de los muslos se le deslizaban como anacondas bajo una piel de una palidez traslúcida. En el pelo dorado no había un solo rastro gris; y de esto y la delgadez de la cintura deduje que no tendría más de veinticinco años, acaso menos.

Los tres que seguían al extraordinario prisionero no habrían podido ser más comunes. Todos eran de altura corriente y parecían no haber llegado a la mediana edad. Bajo la capa, el hombre llevaba túnica y calzas; las dos mujeres, vestidos sueltos hasta debajo de las rodillas. Ninguno estaba armado.

Cuando se acercaron di un buen paso al costado, apartándome, pero sólo los marineros me prestaban atención. Varios (aunque yo no reconocía a ninguno) me hacían señas para que me uniera a ellos, con las caras de esos juerguistas que en el exceso de alegría llaman a su celebración a todos los paseantes.

Me apresuré, y antes de que me diese cuenta Purn me había agarrado de la mano. Sentí un escalofrío —estaba lo bastante cerca para apuñalarme—, pero la expresión era de bienvenida. Gritó algo que no oí del todo y me palmeó la espalda. Un momento después Gunnie lo apartó de un empujón y me besó tan robustamente como la primera vez.

—Farsante rastrero —dijo y me dio otro beso, menos violento pero más largo.

Interrogarlos en medio de ese clamor no tenía sentido; y en verdad, si ellos querían hacer las paces, yo (sin otro amigo a bordo que Sidero) lo aceptaba más que contento.

Cruzando un umbral, la procesión onduló por un largo pasaje que bajaba abruptamente hasta un sector de la nave distinto de cuantos yo había visto. Las paredes eran insustanciales, no a la manera de los sueños, sino porque en cierto modo sugerían la delgadez de un tejido y la posibilidad de que reventaran en cualquier momento; de modo que recordé los pabellones y puestos de baratijas de la feria de Saltus, donde había matado a Morwenna y conocido al hombre verde. Y por unos momentos me quedé parado en el alboroto, intentando comprender a qué se debía.

Una de las mujeres con capa se subió a un asiento y golpeó las manos pidiendo silencio. Como el ánimo de los marineros no había sido incentivado con vino, la obedecieron en seguida y mi enigma se develó: a través de las finas paredes se oía, aunque muy débilmente, el rumor del aire helado de Yesod. Sin duda ya lo había oído antes sin darme cuenta.

—Queridos amigos —empezó la mujer—. Gracias por el recibimiento y la ayuda, y por todas las gentilezas que hemos recibido a bordo de vuestro velero.

Varios marineros hablaron o gritaron respuestas, algunas meramente educadas, otras brillantes de esa cortesía rústica junto a la cual tan baratos parecen los modos de los cortesanos.

—Sé que muchos sois de Urth. Tal vez sea útil determinar cuántos. ¿Podéis mostrarme las manos? Por favor, que levanten una mano los que nacieron en el mundo llamado Urth.

Casi todos los presentes levantaron la mano.

—Ya sabéis que hemos condenado a los pueblos de Urth, y conocéis la razón. Ahora esos pueblos piensan que se han ganado el perdón, y la oportunidad de recobrar los lugares que detentaban antaño…

La mayoría de los marineros lanzaron abucheos y burlas, incluido Purn; pero no Gunnie, advertí.

—… y han despachado a su Epítome para que los reivindique. El hecho de que se haya descorazonado y escondido de nosotros no ha de disponernos contra él ni contra ellos. Al contrario, consideramos que esa manifestación de un sentimiento de culpa de alguna manera los favorece. Como veis, estamos a punto de llevarlo a Yesod para la audiencia. Así como él representará a Urth en el banquillo, otros deben representarla en las gradas. Ninguno está obligado, pero tenemos permiso de vuestro capitán para llevarnos a quienes quieran venir. Todos ellos serán devueltos a la nave antes de que zarpe de nuevo. Los que no nos acompañen deben irse ahora mismo.

Unos pocos tripulantes se escabulleron detrás del gentío.

La mujer dijo: —A los que no nacieron en Urth también les pedimos que nos dejen.

Se marcharon algunos más. De los que quedaban, muchos me parecían muy poco humanos.

—¿Todos los demás vendréis con nosotros?

La multitud asintió a coro.

Yo exclamé: —¡Un momento! —e intenté abrirme paso hasta el frente, donde podría hacerme oír—. Si decidiésemos…

De inmediato pasaron tres cosas: la mano de Gunnie me tapó la boca; Purn me sujetó los brazos a la espalda y lo que yo había tomado por una rara estancia de la nave cayó debajo de mí.

Cayó de lado volcando al tropel de marineros, nosotros incluidos, en una sola masa forcejeante, y la caída no fue en absoluto como mis saltos desde las jarcias. El hambre de un mundo nos atrajo en el acto; y aunque no creo que fuese tan grande como el de Urth, después de tantos días bajo la débil atracción de las bodegas parecía realmente grande.

Un viento monstruoso aullaba fuera de los tabiques, y en un abrir y cerrar de ojos los tabiques mismos desaparecieron. Algo mantenía ese viento, imposible decir qué. Algo nos impedía salir despedidos del pequeño aparato volador como escarabajos barridos de un banco; y sin embargo estábamos en medio del cielo de Yesod, y bajo los pies sólo teníamos ese suelo estrecho.