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El suelo se torcía y corcoveaba como un destriero en la carga más violenta de la batalla más desesperada que se hubiese librado nunca. Ningún teratornis resbaló jamás por una montaña de aire a mayor velocidad que nosotros, y al llegar a la sima salimos disparados hacia arriba como un cohete, girando como una saeta en vuelo.

Un momento más y rozábamos los topes de los mástiles, como una golondrina, y como una verdadera golondrina nos dejábamos caer para lanzarnos luego entre cables y berlingas, entre un palo y otro.

Como muchos marineros se habían derrumbado a medias o del todo, pude ver las caras de los tres de Yesod que nos habían llevado al aparato, y por primera vez pude ver también plenamente la cara del prisionero. Las de ellos parecían serenas y divertidas; a la de él la ennoblecía el más resuelto coraje. Supe que la mía reflejaba miedo, y sentí tanto como el día en que los pentadáctilos de los ascios rodearon a los schiavoni de Guasacht. Sentí además otra cosa, sobre la cual escribiré en un momento.

Quienes no han combatido nunca suponen que el desertor que huye del campo se consume de vergüenza. No es así; de lo contrario no desertaría. Fuera de algunas excepciones irrelevantes, las batallas las libran unos cobardes que tienen miedo de huir. Esto es lo que me pasaba. Avergonzado de revelarles a Purn y Gunnie mi terror, contraje mis rasgos en una mueca que sin duda parecía de verdadera resolución, tanto como se parece la máscara mortuoria a la faz sonriente de un viejo amigo. Luego levanté a Gunnie, balbuciendo alguna tontería sobre la esperanza de que no se hubiese lastimado.

—Peor lo pasó el pobre a quien le caí encima —me contestó. Y comprendí que sentía tanta vergüenza como yo, y que como yo, había resuelto mantenerse firme aunque tuviera desechas las tripas.

La mujer que nos había hablado antes dijo:

—Ya tenéis una aventura que contarles a vuestros compañeros cuando volváis a la nave. No tenéis de qué alarmaros. No habrá más tretas, y de este aparato es imposible caer.

Gunnie susurró: —Yo sabía qué ibas a decirles, ¿pero no ves que han encontrado al verdadero?

—El verdadero, como tú dices, soy yo —contesté—, y no sé qué está pasando. ¿No te he contado…? No, no te lo conté. Yo llevó en mí los recuerdos de mis antecesores, y en realidad puedes decir que soy mis antecesores tanto como yo mismo. El Autarca que me pasó el trono también fue a Yesod. Fue como yo estoy yendo… O en todo caso como creí que estaba yendo.

Gunnie meneó la cabeza; era evidente que me compadecía.

—¿Crees que lo recuerdas todo?

—Lo recuerdo. Puedo recordar cada paso de este viaje; siento el dolor del cuchillo que castró a ese hombre. No fue en absoluto como ahora; lo hicieron salir del barco con el debido respeto. En Yesod soportó una larga prueba y al fin juzgaron que había fracasado, como juzgó él mismo.

Con la esperanza de haberles llamado la atención, miré hacia donde estaban la mujer y sus compañeros.

Purn estaba de nuevo a nuestro lado. —¿Entonces todavía sostienes que eres realmente el Autarca?

—Lo era —le dije—. Y lo soy si puedo traer el Sol Nuevo. ¿Me darás por eso otra puñalada?

—Aquí no —dijo él—. Probablemente en ningún lugar. Yo soy un hombre simple, ¿entiendes? Te creí. Hasta que no agarraron al verdadero no me di cuenta de que me habías engañado. O a lo mejor te falta un tornillo. Yo nunca he matado a nadie, y no me gustaría matar a un hombre por mentiroso. Peor es matar a un hombre de Luna o de Puerto: mala suerte segura. —Le habló a Gunnie como si yo no estuviese:¿Te parece que se lo cree de veras?

—Estoy segura de que sí —dijo ella. Dejó pasar un momento y agregó—: Hasta podría ser cierto. Escúchame, Severian; yo estoy a bordo desde hace mucho. Es el segundo viaje que hago a Yesod, así que cuando trajeron a tu antiguo Autarca yo estaba entre los tripulantes. Sin embargo no lo vi y sólo me enteré después. Sabes que esta nave entra en el Tiempo y vuelve a salir y a entrar como una lanzadera, ¿no? ¿Todavía no lo sabes?

—Sí —dije—. Estoy empezando a entenderlo.

—Pues deja que te haga una pregunta. ¿No es posible que hayamos transportado a dos autarcas, tú y uno de tus sucesores? Imagina que te tocara volver a Urth. Tarde o temprano tendrías que elegir un sucesor. Podría ser ése que está ahí, ¿no? O el que tu sucesor eligió. Y si lo es, ¿qué sentido tiene que sigas con esto, perdiendo cosas que no quieres perder cuando todo termine?

—¿Quieres decir que haga lo que haga el futuro no va a cambiar?

—No cuando el futuro ya está listo delante de esta gabarra.

Habíamos hablado como si los demás marineros no estuvieran, algo que nunca es del todo seguro: uno ha de contar con el consentimiento de los omitidos. Agarrándome del hombro, uno de los marineros a quienes no había prestado atención me arrastró medio paso hacia él para que viese mejor por los hialinos costados del aparato volador.

—¡Mira! —dijo—. ¡Mira eso, mira! —Pero durante un latido lo miré a él, consciente de pronto de que ese hombre que para mí no era nada lo era todo para sí mismo, y de que yo era para él apenas un figurante, un lego que, compartiendo su alegría, le permitía duplicarla.

Luego miré, porque no hacerlo habría sido una especie de traición; y vi que estábamos trazando, a mayor velocidad, un círculo muy amplio sobre una isla enclavada en un interminable mar de agua azul y transparente. La isla era una colina que se alzaba entre las olas; la adornaban el verde de los jardines y el blanco del mármol y tenía un festón de pequeñas barcas.

No hay nada visible que impresione tanto como la Muralla de Nessus, o incluso la Gran Torre. A su modo, sin embargo, la isla era más impresionante; porque todo en ella era hermoso, sin excepción, y había allí una alegría más alta que la Torre, tan alta como un cúmulo de tormenta.

Entonces se me ocurrió, mirando la isla y las caras estúpidas y brutales de los hombres y mujeres que me rodeaban, que estaba dejando de ver algo más. Enviado por una de esas pálidas figuras que se alzan para mí detrás del antiguo Autarca, esos predecesores que no veo claramente y a menudo no veo en absoluto, se destacó un recuerdo. Era la figura de una virgen adorable, vestida con sedas de muchos tonos y recamadas de perlas. Cantaba en las avenidas de Nessus y se demoraba junto a las fuentes hasta la noche. Nadie se atrevía a molestarla, pues aunque su protector era invisible, la sombra de él la cubría por entero, y la hacía inviolable.

XVII — La isla

Si te dijera, lector que naciste en Urth y has inspirado allí cada gota de tu aliento, que el aparato se posó como una gran ave acuática, imaginarías un chapoteo cómico. Y sin embargo no fue así; porque en Yesod, según vi por los costados unos momentos después del descenso, las aves acuáticas han aprendido a dejarse caer en las olas con tal gracia y levedad que se diría que el agua sólo es para ellas un aire más fresco, como para esos pájaros pequeños que vemos junto a las cascadas, que saltan al torrente a buscar peces y están allí tan a sus anchas como otros pájaros en los arbustos.

Lo mismo nosotros: nos posamos en el mar y en ese momento plegamos las inmensas alas, meciéndonos suavemente mientras parecía que todavía volábamos. Algunos marineros hablaban entre ellos; y acaso Gunnie o Purn me habrían hablado si les hubiese dado alguna oportunidad. No se las di, porque deseaba absorber todas las maravillas de alrededor, y porque me era imposible hablar sin sentir la urgencia de decirles a quienes tenían prisionero a otro, que era yo aquel a quien buscaban.