—Eso ya lo juzgaremos. Ahora ve. Haz lo que te digo y tendrás tu recompensa.
Con una nueva reverencia me volví y tomé al gigante del brazo. Ya he dicho que era más alto que cualquier exultante, y es cierto: casi tan alto como Calveros. No era tan pesado, pero sí joven y vigoroso (joven como había sido yo el día en que con Términus Est al cinto había salido de la Ciudadela por la Puerta de los Cadáveres). Para pasar por el arco tuvo que agacharse, pero me siguió como en el mercado el carnero de un año sigue al pastorcito; lo ha tenido de mascota y ahora piensa vendérselo a alguna familia que una vez castrado lo engordará para un festín.
El pasillo tenía la forma del huevo que los magos mantienen en equilibrio sobre la mesa; el techo arqueado era alto, casi en punta, los lados curvos y el suelo chato. Lady Apheta había dicho que no tenía puertas, y era cierto, pero a los dos lados había ventanas. Esto me confundió, porque yo había supuesto que el pasillo corría alrededor de un tribunal en el centro del edificio.
Mientras caminaba miré a través de ellas a izquierda y derecha, al principio con cierta curiosidad por la isla de Yesod, luego maravillado de verla tan semejante a Urth, por fin estupefacto. Porque montañas nevadas y pampas llanas daban paso a extraños interiores, como si por cada ventana yo mirase una estructura diferente. Había una sala amplia y vacía bordeada de espejos, otra más amplia aún donde estanterías de pie albergaban libros en desorden, una estrecha celda con ventana barrada y el suelo cubierto de paja y un corredor oscuro y angosto bordeado de puertas de metal.
Volviéndome hacia el cliente le dije: —Me estaban esperando, eso está bien claro. Veo la celda de Agilus, la mazmorra de la torre Matachina y lo demás. Pero te han tomado por mí, Zak.
Como si el sonido de su nombre hubiera roto un hechizo, se volvió violentamente hacia mí, echando atrás el largo pelo para revelar los ojos en llamas. Se debatía con las esposas de tal modo que los músculos de los brazos se le hincharon como si fuesen a reventar la piel. Casi automáticamente le puse una pierna por delante y lo lancé por arriba de mi cadera como tanto tiempo atrás me enseñara el maestro Gurloes.
Cayó en la piedra blanca como un toro en la arena, y el golpe pareció sacudir el sólido edificio; pero al momento estaba de nuevo en pie, esposado o no, y corría pasillo abajo.
XVIII — El examen
Corrí tras él y pronto noté que su zancada era larga pero torpe —Calveros corría mejor— y que las ligaduras lo obstaculizaban.
No era el único impedido. A mí me parecía llevar un peso en el tobillo de la pierna mala, y estoy seguro de que correr me era más doloroso de lo que le había sido a él la caída. Mientras yo cojeaba iban pasando las ventanas, hechizadas quizá, o quizá meros artificios. Por unas pocas miré conscientemente; por la mayoría no. Sin embargo aún siguen conmigo, ocultas en la polvorienta cámara que hay detrás de mi mente, tal vez debajo. Allí estaban el patíbulo donde una vez marqué y decapité a una mujer, una ribera oscura y el techo de cierta tumba.
Me habría reído de esas ventanas si antes no hubiese empezado a reírme de mí mismo para no llorar. Esos hierogramatos que regían el universo y lo que hay más allá no sólo habían confundido a otro conmigo, sino que ahora querían recordarme las escenas de mi vida, a mí, que no podía olvidar nada; y (me pareció) lo hacían con menos habilidad que mi propia memoria. Pues aunque estaban todos los detalles, había una falta sutil en cada una de esas escenas.
No podía parar, o al menos pensaba que no podía; pero al fin, mientras pasaba cojeando, volví la cabeza y estudié una ventana como no había estudiado ninguna de las otras. Se abría a la glorieta de los jardines de Abdiesus donde yo había interrogado a Cyriaca y después la había liberado, y con esa única, larga mirada comprendí finalmente que estaba viendo los lugares, no como yo los recordaba, sino como los habían percibido Cyriaca, Jolenta, Agia u otros. Mirando la glorieta, por ejemplo, fui consciente de que fuera del marco había una presencia espantosa pero benigna: yo.
Era la última ventana. El sombrío pasillo había terminado y ante mí se alzaba un segundo arco, brillante de sol. Con la nauseabunda certeza que sólo lo entendería otro hombre educado en el gremio, supe que había perdido a mi cliente.
Crucé como un rayo y lo vi parado en el pórtico del Palacio de justicia, perplejo, rodeado de una multitud tumultuosa. En el mismo instante me vio él a mí y buscó abrirse paso hacia la entrada principal.
Grité que alguien lo detuviera, pero la muchedumbre se apartaba de él y a la vez me obstruía el paso. Me pareció estar en una de las pesadillas que me asaltaban con frecuencia cuando era lictor de Thrax, y que en seguida iba a despertarme sofocado, con la Garra oprimiéndome el pecho.
De la multitud saltó una mujer menuda que agarró a Zak de un brazo, y él se sacudió como se sacude un toro para desprenderse de las banderillas. La mujer cayó, pero le aferró el tobillo.
Fue suficiente. Lo sujeté y aunque allí, donde el voraz tirón de Yesod era casi como el de Urth, yo cojeaba otra vez, aún me sentía con fuerzas y él estaba esposado. Poniéndole un brazo en la garganta lo doblé hacia atrás como un arco. En seguida se aflojó; y, del misterioso modo en que a veces percibimos el designio de otro por el tacto, supe que ya no se me resistiría. Lo solté.
—No lucharé —dijo—. Basta de correr.
—Muy bien —le dije yo, y me agaché a levantar a la mujer que me había ayudado. Entonces la reconocí y sin pensarlo mucho le miré la pierna. Era perfectamente normal; es decir, estaba perfectamente curada.
—Gracias —murmuré—. Gracias, Hunna.
Ella no me quitaba los ojos de encima.
—No sé por qué, me pareció que era usted mi ama.
Con frecuencia me esfuerzo por impedir que me salga de los labios la voz de Thecla. En ese momento lo permití.
—Gracias —dijimos otra vez. Y añadimos—: No te equivocaste —sonriendo ante su desconcierto.
Meneando la cabeza volvió a la multitud y entonces, cruzando el arco por donde yo había traído a Zak, vi entrar una mujer alta de oscuro pelo rizado. Aun después de tantos años no podía haber duda, ninguna duda. Tratamos de gritar el nombre de ella. Se nos quedó en la garganta, dejándonos doloridos y en silencio.
—No llores —dijo Zak, la voz profunda un poco infantil—. Por favor. Creo que todo saldrá bien.
Me volví a decirle que no lloraba y comprendí que sí. Si antes había llorado alguna vez, había sido tan de niño que apenas me acordaba: a los aprendices se les enseña a no llorar, y los que lloran son torturados por los demás hasta la muerte. Thecla había llorado a veces; y en su celda había llorado a menudo; pero yo acababa de ver a Thecla.
—Lloro porque me muero por ir detrás de ella —dije— y tenemos que entrar.
El asintió, y en seguida lo tomé del brazo y lo llevé a la Cámara de Examen. El corredor por el cual me había enviado lady Apheta circundaba la Cámara, e hice bajar a Zak por un pasaje ancho, mientras a ambos lados los marineros nos miraban desde los bancos. Sin embargo sobraban sitios, así que los marineros sólo ocupaban los más cercanos al pasaje.
Frente a nosotros estaba el Sillón de justicia, un asiento mucho más grande y austero que cualquiera que yo hubiese visto ocupar a un juez de Urth. El Trono del Fénix era —o es, si todavía permanece bajo las aguas— una gran butaca dorada cuyo respaldo exhibe una imagen de esa ave, símbolo de la inmortalidad, trabajada en oro, jade, cornalina y lapislázuli; sobre el asiento (que de lo contrario habría sido criminalmente incómodo) había un cojín de terciopelo con borlas doradas.
El Sillón de justicia del hierogramato Tzadkiel era lo más diferente que se pueda imaginar, y en realidad apenas un colosal pedrusco blanco, que el trabajo del tiempo y el azar había vuelto tan semejante a un sillón como la gente real se asemeja a las nubes en donde creemos ver el rostro de la amante o la cabeza del paladín.