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Apheta sólo me había dicho que en la cámara encontraría una anilla, y por unos momentos, mientras avanzaba con Zak por el largo pasaje, la busqué con los ojos. Era lo que al principio yo había tomado por único adorno del Sillón de Justicia: en el extremo de un brazo una gran grapa de acero incrustada en la piedra sostenía un círculo de hierro. Luego busqué el cierre corredizo que ella había mencionado; no estaba, pero de todos modos dirigí a Zak hacia la anilla, seguro de que cuando llegáramos alguien saldría a ayudarme.

Aunque no fue el caso, al mirar las esposas comprendí, como Apheta me había advertido. El cierre estaba allí; cuando lo abrí, me dio la impresión de deslizarse con tal facilidad que el propio Zak habría podido soltarlo con un dedo. Uní los dos segmentos de cadena que le sujetaban las muñecas, de modo que al retirarlos se le desprendieron las esposas. Las recogí, me puse las cadenas en las muñecas, alcé los brazos por encima de la cabeza para enganchar la anilla al cierre y aguardé mi examen.

No lo hubo. Los marineros me miraban boquiabiertos. Yo había supuesto que alguien iba a encargarse de Zak, o que escaparía. No se le acercó nadie. Se sentó a mis pies en el suelo, no con las piernas cruzadas (como hubiera hecho yo en su lugar), sino agazapado de una forma que primero me hizo pensar en un perro y enseguida en un atrox o algún otro felino.

—Soy el Epítome de Urth y de todos sus pueblos —dije a los marineros. Apenas había empezado, cuando advertí que era el mismo discurso que había dicho el antiguo Autarca, aunque el examen de él había sido muy diferente—. Estoy aquí porque los llevo a todos dentro: a los hombres, las mujeres y también los niños, a los pobres y los ricos, a los viejos y los jóvenes, a los que si pudieran salvarían el mundo y los que por codicia violarían hasta el último resto de vida.

Espontáneas, las palabras me subían a la superficie de la mente: —También estoy aquí porque soy el soberano legítimo de Urth. Tenemos muchas naciones, algunas más grandes que nuestra Comunidad y más fuertes; pero los autarcas, y nadie más que nosotros, no pensamos sólo en nuestras propias tierras; sabemos que nuestros vientos soplan para todos los árboles y nuestras mareas bañan todas las costas. Esto lo he probado compareciendo aquí. Y compareciendo aquí demuestro que es mi derecho.

Los marineros escucharon en silencio mi discurso; pero mientras iba hablando yo miraba más allá de ellos en busca al menos de lady Apehta y de quienes la acompañaban. No se los veía.

No obstante había otros oyentes. Ahora la multitud del pórtico estaba en el umbral por el cual yo me había deslizado con Zak; acabado mi discurso habían entrado lentamente en la Cámara de Examen, no por el pasaje central como nosotros y sin duda los marineros, sino en dos columnas, a derecha e izquierda, arrastrándose entre los bancos y las paredes.

Entonces contuve el aliento, porque entre esa gente estaba Thecla, y le vi en los ojos una compasión y una pena tan grandes que me estrujaron el corazón.

Pocas veces he tenido miedo, pero en ese momento supe que yo era la causa de esa compasión y esa pena y me asustó que fueran tan hondas.

Por fin desvió la mirada, y yo también. Fue así que en la multitud divisé a Agilus, y a Morwenna con el pelo negro y las mejillas marcadas.

Con ellos había cien más, prisioneros de nuestra mazmorra y de la Víncula de Thrax, felones que yo había azotado y asesinos que había matado para magistrados provinciales. Y además de ellos otros cien: ascianos, la alta Idas y Casdoe, la de la boca torva, con Severian niño en brazos; Guasacht y Erblon con nuestro verde estandarte de combate.

Agaché la cabeza y miré al suelo esperando la primera pregunta.

No hubo preguntas. No por largo tiempo; si escribiera aquí cuán largo me pareció entonces, o incluso cuánto duró realmente, no me creerían. Aún no había hablado nadie cuando el sol ya declinaba en el cielo brillante de Yesod y la Noche pasaba por la isla unos largos dedos oscuros.

Con la Noche llegó alguien más. Oí cómo sus garras rasguñaban el suelo de piedra y luego una voz infanticlass="underline" —¿Ya podemos entrar?

Había llegado el alzabo, y sus ojos ardían en la negrura que había invadido la Cámara de Examen.

¿Os retienen aquí? —pregunté—. Si alguien os retiene no soy yo.

Cientos de voces estallaron en una exclamación:

—¡Sí, nos retienen!

Entonces comprendí que no les tocaba a ellos interrogarme, sino a mí interrogarlos a ellos. Aún tuve la esperanza de que no fuera así.

Entonces marchaos —dije.

Pero nadie se movió.

¿Qué es lo que tengo que preguntaros? —dije. No hubo respuesta.

Llegó en verdad la noche. Como el edificio era todo de piedra blanca, con una abertura en lo alto de la encumbrada cúpula, yo apenas me había dado cuenta de que no estaba iluminado. A medida que el horizonte se alzaba más por encima del sol, la Cámara de Examen se iba oscureciendo como esas estancias que el Increado construye bajo las ramas de los grandes árboles. Los rostros se ensombrecieron y se extinguieron como llamas de velas; sólo los ojos del alzabo captaban la luz agonizante y brillaban como dos ascuas rojas.

Oí a los marineros que murmuraban entre sí con miedo en la voz, y el blando suspiro de los cuchillos que abandonan unas vainas bien aceitadas. Les grité que no había razón para que temieran, que esos fantasmas eran míos y no de ellos.

Con desdén infantil, la voz de la niña Severa ex clamó: —¡No somos fantasmas!

Los ojos rojos se acercaron más y de nuevo hubo un rasguño de garras terribles en el suelo de piedra. Todos los demás se movían de inquietud y toda la cámara resonaba con el susurro de los trajes.

Tiré vanamente de las esposas; luego tanteé el cierre corredizo y le grité a Zak que no intentara parar al alzabo con un arma.

—No es más que una niña, Severian —exclamó Gunnie (pues le reconocí la voz).

—Está muerta —contesté—. La bestia habla con la voz de Severa.

—Va montada en el lomo. Están aquí, a mi lado.

Mis dedos entumecidos habían encontrado el cierre pero no lo abrí: una súbita e inapelable certeza me dijo que si yo hubiese intentado huir en ese mismo instante, ocultándome entre los marineros, tal como lo había planeado, sin duda no habría salido con vida.

—Justicia! —les grité—. ¡He intentado actuar justamente y vosotros lo sabéis! Odiadme si os parece, ¿pero podéis decir acaso que os he hecho mal sin ningún motivo?

Una silueta oscura saltó de pronto. Un acero fulguró como los ojos del alzabo. Zak también dio un salto y oí el ruido del arma que golpeaba contra el suelo de piedra.

XIX — Silencio

Al principio la confusión me impidió distinguir quiénes me habían liberado. Sólo supe que eran dos, y que cada uno me tomó de un brazo y rápidamente, rodeando el Sillón de Justicia, me hicieron bajar por una escalera angosta. Detrás era el pandemonio; los marineros luchaban a los gritos, el alzabo aullaba.

Aunque larga y empinada, la escalera subía directamente hacia la abertura del ápice de la cúpula; una débil luz se derramaba por los peldaños, el resplandor final de un crepúsculo reflejado aún en nubes dispersas, aunque el sol de Yesod no aparecería de nuevo hasta el amanecer.

Al final asomamos a una oscuridad tan intensa que no advertí que estábamos fuera hasta que sentí hierba bajo los pies y viento en las mejillas. —Gracias —dije—. ¿Pero quiénes sois?

A unos pasos de distancia, Apheta respondió: —Son mis amigos. Los viste en el aparato que nos trajo desde tu nave.