Выбрать главу

Apheta dijo: —Sigue.

—Yo quería a Thecla porque era mucho mejor que yo, social y moralmente, y ella me quería porque yo era mucho mejor que ella y sus amigos por el sólo hecho de hacer algo necesario. En Urth la mayoría de los exultantes no hacen nada. Tienen un montón de poder y se dan importancia; le dicen al Autarca que manejan a sus peones y a sus peones que manejan la Comunidad. Pero en realidad no hacen nada, y en el fondo lo saben. Usar el poder les da miedo, al menos a los mejores, porque saben que no van a usarlo con inteligencia.

Arriba giraban unas aves, pálidas aves de grandes ojos y picos como espadas; al cabo de un tiempo vi saltar un pez.

—¿Por qué no puedes dejar que tu mundo se hiele en la oscuridad?

Yo me había acordado de otra cosa.

—Tú dijiste que no hablabas nuestro idioma.

—Dije que no hablo ninguna lengua, que nosotros no tenemos lenguas. Mira.

Abrió la boca y me la acercó, pero estaba demasiado oscuro para ver si me había engañado.

—¿Cómo es que te oigo? —le pregunté. Entonces me di cuenta de lo que quería y la besé; el beso me dio la seguridad de que era una mujer de mi raza.

—¿Conoces nuestra historia? —murmuró mientras nos separábamos.

Le conté lo que el aquastor Malrubius me había contado otra noche en otra playa: que en un manvantara anterior, los hombres de ese ciclo se habían valido de otras razas para modelar gente, compañeros, y que con la destrucción de su universo éstos habían huido a Yesod, y que ahora gobernaban nuestro universo por medio de los hieródulos, modelados por ellos mismos.

Cuando terminé Apehta sacudió la cabeza. —Hay mucho más.

Le respondí que yo nunca había supuesto lo contrario, pero que había recitado lo que sabía. Y añadí: —Dijiste que sois hijos de los hierogramatos. ¿Quiénes son, y quiénes sois vosotros?

—Son ésos que tú has dicho, los que fueron hechos a vuestra imagen por una raza consanguínea. En cuanto a nosotros, somos lo que te he contado.

Calló, y cuando hubo pasado un cierto tiempo, le dije: —Continúa.

—Severian, ¿sabes qué significa esa palabra que usaste, hierogramatos?

Le dije que, según me habían contado una vez, designaba a los que registraban los decretos del Increado.

—Es bastante correcto. —Hizo una nueva pausa. Es posible que seamos demasiado reverentes. Ésos que no nombramos, los consanguíneos que mencioné, todavía siguen despertando los mismos sentimientos, aunque la única obra suya que ha quedado son los hierogramatos. Dices que deseaban tener compañeros. ¿Cómo pudieron buscar compañeros en quienes siempre tenderían más y más hacia lo alto?

Confesé que no lo sabía; y como parecía remisa a contarme más, describí el ser alado que había visto en el libro del padre Inire y le pregunté si no era un hierogramato.

Dijo que sí. —Pero no hablaré más de ellos. Me preguntaste por nosotros. Nosotros somos sus larvas. ¿Sabes qué es una larva?

—Pues sí —contesté—. Un espíritu enmascarado.

Apheta asintió. —Llevamos con nosotros el espíritu de los hierogramatos, y como tú dices, hasta que no seamos realmente como ellos hemos de vivir enmascarados, no con una máscara real como la que usan los hieródulos, sino bajo el aspecto de tu raza, la raza a la cual nuestros padres, los hierogramatos, se propusieron seguir en un principio. Sin embargo todavía no somos hierogramatos, ni tampoco como vosotros. Hace un buen rato que vienes escuchando mi voz, Autarca. Ahora escucha la voz de este mundo, Yesod, y cuéntame qué oyes cuando te hablo, aparte de mis palabras. ¡Escucha! ¿Qué oyes?

Yo no entendía.

—Nada —dije—. Pero tú eres una mujer humana.

—No oyes nada porque hablamos con el silencio, lo mismo que tú con el sonido. A todos los sonidos que encontramos les damos forma; cancelamos los innecesarios y expresamos los pensamientos con el resto. Por eso te traje aquí, donde las olas murmuran siempre; y por eso tenemos tantas fuentes, y árboles que agitan las hojas al viento de nuestro mar.

Yo apenas la oía. Se estaba elevando algo vasto y brillante —una luna, un sol—, de forma disparatada, empapado de luz. Era como si una semilla de oro sostenida por un billón de filamentos negros cursara la atmósfera de ese mundo extraño. Era la nave; y aun por debajo del horizonte, el sol llamado Yesod daba de lleno en el inmenso casco y se reflejaba con una luz semejante a la del día.

—¡Mira! —le dije a Apheta.

Y ella me respondió: —¡Mira! ¡Mira! —y se señaló la boca.

Miré, y descubrí que lo que al besarnos había tomado por su lengua era un gajo de tejido que le sobresalía del paladar.

XX — La habitación enroscada

No sabría decir cuánto tiempo estuvo la nave suspendida en el cielo. Fue menos de una guardia, sin duda, y no pareció más que un instante; de lo que hizo entretanto Apheta no tengo idea. Cuando la nave desapareció, la encontré sentada en una roca, cerca del agua, mirándome.

—Tengo tantas preguntas —dije—. Cuando vi a Thecla se me borraron de la mente, pero ahora están de nuevo; y encima hay preguntas sobre ella.

Apheta dijo: —Pero estás agotado.

Asentí.

—Mañanas debes enfrentarte con Tzadkiel y para mañana no falta mucho. Nuestro pequeño mundo gira más rápido que Urth; estos días y noches tienen que parecerte cortos. ¿Quieres venir conmigo?

—De buena gana, milady.

—Me tomas por una reina o algo por el estilo. ¿Te asombrará descubrir que vivo en una única habitación? Mira eso.

Miré y a sólo doce pasos del agua vi un arco escondido entre árboles.

—¿Aquí no hay marea? —pregunté.

—No. Yo sé de qué hablas porque he estudiado las cosas de tu mundo; por eso me eligieron para traer a los marineros y luego hablar contigo. Pero como Yesod no tiene compañero, tampoco tiene mareas.

—Tú sabías desde el principio que yo era Autarca, ¿no? Si has estudiado a Urth seguro que lo sabías. Lo de esposar a Zak fue una mera estratagema.

Ella no respondió, ni siquiera cuando llegamos a un arco sombrío. Abierto en un muro de piedra, parecía la entrada a una tumba; pero dentro el aire era fresco y dulce como todo el aire de Yesod.

—Tienes que guiarme, milady —dije—. En esta negrura no veo nada.

No acababa de hablar cuando se hizo la luz, una luz tenue como la de una llama reflejada por plata bruñida. Venía de Apheta y palpitaba como un corazón.

Estábamos en una habitación amplia, toda adornada con cortinas de muselina. Sobre una alfombra gris había butacas y divanes acolchados. Una tras otra las cortinas se plegaron bruscamente, y detrás de cada una vi el sombrío rostro silencioso de un hombre; después de mirarnos un momento, cada hombre dejó caer su cortina.

—Estás bien guardada, milady —le dije—. Pero de mí no tenéis nada que temer.

Ella sonrió, y era rara esa sonrisa alumbrada por su propia luz.

—Si te sirviera para salvar a tu Urth, me degollarías en un abrir y cerrar de ojos. Los dos lo sabemos bien. O te degollarías a ti mismo, me parece.

—Sí. Al menos eso espero.

—Pero no son protectores. La luz significa que estoy dispuesta a acoplarme.

—¿Y si yo no?

—Elegiré a otro mientras duermes. Como ves, no habrá problemas.

Apartó una cortina y entramos en un ancho corredor que doblaba a la izquierda. Había allí asientos como los de fuera y muchos otros objetos que me parecieron tan extraños como los artefactos del castillo de Calveros, aunque éstos no eran terribles sino hermosos. Apheta ocupó un diván.

—¿Esto no nos lleva a tu estancia, milady?

—Mi estancia es ésta. Es una espiral; muchas habitaciones nuestras son así porque nos gusta esa forma. Si sigues adelante llegarás a un lugar en donde puedes lavarte y estar un rato solo.