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Me parecía que acababa de entrar cuando el combate acabó. Unos pocos marineros huyeron de la Cámara; sobre el suelo y los bancos yacían veinte o treinta cadáveres. La mayoría de las mujeres estaban muertas, aunque vi a una de las mujeres-gato lamiéndose la sangre de los dedos rechonchos. Fatigado, el viejo Winnoc se apoyaba en una de aquellas cimitarras que llevaban los esclavos de las Peregrinas. El doctor Talos cortó la ropa de un cadáver para limpiar la sangre del bastón espada, y vi que el muerto era el maestro Ash.

—¿Quiénes son? —preguntó Gunnie.

Sacudí la cabeza, sintiendo que apenas me conocía a mí mismo. El doctor Talos le tomó la mano y le rozó los dedos con los labios.

—Permítame. Soy Talos: médico, dramaturgo y empresario. Soy…

Yo dejé de escuchar. Triskele había brincado hacia mí con los belfos untados de sangre y la grupa temblando de alegría. Lo seguía el maestro Malrubius, esplendoroso en la capa del gremio, guarnecida de piel. Al ver al maestro Malrubius comprendí, y él, viéndome, supo que yo había comprendido.

Al instante —junto con Triskele, el doctor Talos, el difunto maestro Ash, Dorcas y los demás— se deshizo en plateados añicos de nada, lo mismo que aquella noche en la playa tras haberme rescatado de la agonizante jungla del norte. Sólo quedamos Gunnie y yo junto a los cuerpos de los marineros.

No todos eran cadáveres. Uno se agitaba y gemía. Con jirones arrancados a los muertos intentamos vendarle la herida del pecho (era de la angosta hoja del doctor Talos, creo), aunque le manaba sangre de la boca. Al cabo llegaron los jerarcas, con medicinas y vendas apropiadas, y se lo llevaron.

Con ellos había venido lady Apheta, pero se quedó con nosotros.

—Dijiste que no volvería a verte —le recordé.

—Dije que quizá no volverías a verme —me corrigió—. Y así habría sido, si las cosas aquí hubieran ocurrido de otro modo.

En la quietud de esa cámara de muerte la voz de Gunnie era apenas un susurro.

XXII — Descenso

—Tendrás muchas preguntas que hacer —susurró Apheta—. Salgamos al pórtico y las contestaré todas.

Sacudí la cabeza, porque a través del umbral abierto oía la música acuática de la lluvia.

Gunnie me tocó el brazo. —¿Hay alguien espiándonos?

—No —le dijo Apheta—. Pero salgamos. Será más agradable, y a los tres nos queda poco tiempo.

—Te entiendo perfectamente —le dije—. Me quedaré aquí. Puede que algún otro muerto de este montón empiece a quejarse. Para ti sería una voz muy apropiada.

Asintió. —Desde luego.

Me había sentado donde el primer día se agazapara Tzadkiel; ella se sentó a mi lado, sin duda para que pudiera oírla mejor.

Un momento después Gunnie también se sentó, y luego de limpiarse la daga en el muslo, la metió en la vaina.

—Lo siento —dijo.

—¿Qué es lo que sientes? ¿Haber luchado por mí? No te culpo.

—Siento que no lucharan los demás, que la gente mágica tuviera que defenderte de nosotros. De todos salvo de mí. ¿Quiénes eran? ¿Los llamaste de un silbido?

—No —dije yo.

Y Apheta: —Sí.

—Era gente que he conocido, nada más. Algunas eran mujeres que yo había amado. Muchos están muertos: Thecla, Agilus, Casdoe… Puede que ahora estén muertos todos, que todos sean meros fantasmas, aunque yo no lo sabía.

—Son nonatos. Tú sabes bien que cuando la nave viaja muy rápido el tiempo corre hacia atrás. Te lo dije yo misma. Son nonatos, lo mismo que tú. —Se volvió hacia Gunnie:— Dije que los había llamado él porque los sacamos de su propia mente, buscando a los que lo odiaran o al menos tuvieran razones para odiarlo. Si Severian no lo hubiera derrotado, el gigante que viste habría podido dominar la Comunidad. La mujer rubia no le perdonaba que la hubiera devuelto a la vida.

—No puedo impedirte que expliques todo esto —le dije—, pero hazlo en otra parte. O deja que me vaya adonde no tenga que oírlo.

—¿No te alegró? —preguntó Apheta.

¿Verlos a todos de nuevo, viniendo a defenderme por obra de un truco? ¿Por qué me iba a alegrar?

—Porque no eran un truco, como no lo era el maestro Malrubius todas las veces que lo viste después de muerto. Los encontramos en tu memoria y dejamos que te juzgaran. Excepto tú, todos los que estaban en esta Cámara vieron las mismas cosas. ¿No te ha parecido raro que aquí yo apenas pueda hablar?

Me volví a clavarle la mirada, sintiendo que me había ido lejos y ahora volvía para oírla hablar de otro asunto.

—En nuestras habitaciones siempre se oye el silbido del viento y el susurro del agua. Esta fue construida para ti y los de tu especie.

Gunnie dijo: —Antes de que tú entraras, él… Zak… nos mostró que Urth tenía dos futuros. Podía morir y nacer de nuevo. O podía seguir viviendo mucho tiempo antes de morir para siempre.

—Eso lo he sabido desde niño.

Ella asintió, y por un momento me pareció que yo veía no a la mujer que ella había llegado a ser, sino a la niña que había sido.

—Pero nosotros no. Nosotros no. —Desvió los ojos y la vi mirar un cadáver tras otro.— En la religión, sí, pero los marineros no le hacen mucho caso.

—Supongo que no —le dije, a falta de algo mejor.

—Mi madre sí, y era como una chifladura, lo tenía en un rincón de la mente. ¿Sabes qué quiero decir? Y creo que eso era todo.

Yo me volví hacia Apheta y empecé a decir: —Lo que quiero saber…

Pero la mano de Gunnie, grande y fuerte para una mujer, me agarró del hombro y me hizo girar de nuevo hacia ella.

—Nosotros creíamos que iba a ser dentro de mucho; mucho después de que muriéramos.

Apheta susurró: —Cuando alguien se emplea en la nave, viaja del Comienzo al Fin. Todos los marineros lo saben.

—Nosotros no. No hasta que tú nos lo mostraste. Fue él. Zak.

—¿Y tú sabías que fue Zak?

Gunnie asintió. —Cuando lo prendieron estaba con él. No creo que de otra forma me hubiese dado cuenta. O a lo mejor sí. Como había cambiado tanto, yo ya sabía que no era lo que creíamos al principio. Es… no lo sé.

Apehta susurró: —¿Me dejas decírtelo? Es un reflejo, una imitación de lo que seréis vosotros.

—¿Si llega el Sol Nuevo, quieres decir? —pregunté.

—No. Quiero decir que ya está llegando. Que tu juicio ha concluido. Te ha obsesionado demasiado tiempo, lo sé, y tiene que ser difícil para ti entender que ha concluido de veras. Has triunfado. Has salvado vuestro futuro.

—También habéis triunfado vosotros —dije yo. Apheta asintió. —Ahora lo comprendes.

—Yo no —dijo Gunnie—. ¿De qué estáis hablando?

—¿No te das cuenta? Los jerarcas y sus hieródulos, y también los hierogramatos, han tratado de que nos convirtiéramos en lo que fuimos. En lo que podemos ser. ¿Me equivoco, milady? Ésa es la justicia que imparten, la razón por la que existen. Nos alumbran mediante el dolor con que los alumbramos nosotros. Y… —no pude completar la idea. Las palabras se me habían vuelto hierro en los labios.

Apheta dijo: A vuestro turno nos haréis pasar por lo que habéis pasado vosotros. Creo que comprendes. Pero tú… —Miró a Gunnie.—Tú no. Es posible que vuestra raza y la nuestra no sean sino un mecanismo reproductivo de la otra. Tú eres mujer, y dices que produces un óvulo para que algún día haya otra mujer. Pero tu óvulo diría que produce esa mujer para que algún día haya otro óvulo. Nosotros deseábamos el triunfo del Sol Nuevo con la misma ansiedad con que él deseaba su propio triunfo. Francamente, con más urgencia. Salvando a vuestra raza, ha salvado a la nuestra; como salvando a la vuestra nosotros hemos salvado a nuestra raza futura. —Apheta se volvió hacia mí:— Te dije que habías traído una nueva que no queríamos recibir. La nueva era que podíamos perder el juego del que los dos hemos hablado.