—Tengo tres preguntas, milady —dije yo—. Déjame hacerlas y me iré, si lo permites.
Ella asintió.
—¿Cómo dijo Tzadkiel que el examen había terminado cuando los aquástores tuvieron que luchar y morir por mí?
—Los aquástores no murieron —dijo Apheta—. Viven en ti. En cuanto a Tzadkiel, dijo eso porque era la verdad. Había examinado el futuro y descubierto grandes posibilidades de que tú llevaras a tu Urth un sol nuevo y salvaras un hilo de tu raza, del que saldría la nuestra en el universo briáhtico. Todo giraba alrededor de ese examen; terminó, y el resultado te fue favorable.
Gunnie volvió los ojos de Apheta a mí como si fuera a hablar, pero no dijo nada.
—Segunda pregunta. Tzadkiel también dijo que el juicio no podía ser justo y que repararía la falta. Tú dices que es sincero. ¿Fue diferente el juicio del examen? ¿En qué te pareció injusto?
La voz de Apheta fue apenas un suspiro.
—Para el que no tiene que juzgar, o juzga sin necesidad de ser justo, es fácil hablar de imparcialidad y quejarse de las arbitrariedades. Cuando realmente uno debe hacer de juez, como Tzadkiel, descubre que no puede ser justo con alguien sin ser injusto con otro. Por honradez con aquellos de Urth que van a morir, y sobre todo con los pobres e ignorantes que nunca comprenderán por qué mueren, convocó a un grupo de representantes…
—¡Hablas de nosotros! —exclamó Gunnie.
—Sí, vosotros, los marineros. Ya ti, Autarca, te dio como defensores a quienes tenían motivo para odiarte. Lo cual fue justo con los marineros, pero no contigo.
—Muchas veces merecí castigos, y no los recibí.
Apheta asintió. —Por eso en el angosto pasillo que rodea esta sala se mostraron ciertas escenas de las que viste o habrías visto si te hubieras molestado en mirar. Algunas te recordaban tu deber. El propósito de otras era mostrarte que habías impartido la justicia más dura. ¿Comprendes ahora por qué se eligieron?
—¿Un torturador, salvar al mundo? Sí.
—Quítate las manos de la cabeza. Ya alcanza con que tú y esta pobre mujer apenas me podáis oír. Al menos permite que yo pueda oíros. Has hecho las tres preguntas que decías. ¿Tienes más?
—Muchas. Vi a Daría. Y a Guasacht y Erblon. ¿Había alguna razón para que me odiaran?
—No sé —susurró Apheta—. Tendrás que preguntárselo a Tzadkiel, o a sus asistentes. O pregúntatelo a ti mismo.
—Supongo que la había. De haber podido habría desplazado a Erblon. Como Autarca, podría haber promovido a Guasacht pero no lo hice; y después de la batalla nunca intenté encontrar a Daría. Había tantas otras cosas que hacer, tantas cosas importantes… Comprendo ahora por qué dijiste que yo era un monstruo.
Gunnie exclamó: —¡El monstruo no eres tú! ¡Es ella!
Me encogí de hombros. —Y sin embargo todos lucharon por Urth, y Gunnie también. Fue maravilloso.
—No por la Urth que tú has conocido —susurró Apheta—. Por una Urth Nueva que muchos no verán, salvo por tus ojos y por los de otros que la recuerden. ¿Te quedan muchas preguntas?
—Yo tengo una —dijo Gunnie—. ¿Dónde están mis compañeros? ¿Los que huyeron y se salvaron?
Entendí que le daban vergüenza. —Es muy probable que también nosotros nos hayamos salvado porque huyeron.
—Serán devueltos a la nave —le dijo Apheta.
—Y Severian y yo, ¿qué?
—Durante el viaje a casa —le dije— intentarán matarnos, Gunnie; o quizá no. Si lo intentan, tendremos que hacerles frente.
Apheta sacudió la cabeza. —A vosotros se os devolverá a la nave, claro está, pero por otro camino. Creedme, no habrá problemas.
Por el pasillo, jerarcas de túnica oscura juntaban fatigosamente a los muertos.
—Los enterrarán en los terrenos de este edificio —susurró Apheta—. ¿Hemos llegado a tu última pregunta, Autarca?
—Casi. Pero mira. Uno de esos cuerpos pertenece a uno de los tuyos, el hijo de Tzadkiel.
—También él yacerá aquí, junto a los otros caídos. —¿Pero estaba pensado así? ¿Esto también lo planeó su padre?
—¿Que muriera? No. Pero sí que corriera el riesgo. ¿Qué derecho tendríamos a arriesgar tu vida y las de tantos más si no soportáramos arriesgar las nuestras? Tzadkiel se arriesgó a morir contigo en la nave. Venían a morir aquí.
—¿Sabía lo que iba a ocurrir?
—¿Tzadkiel, dices, o Venant? Sin duda Venant no, pero sabía qué era posible que ocurriera, y se arriesgó para salvar nuestra raza, como lo han hecho otros para salvar la suya. Por Tzadkiel no puedo hablar.
—Me dijiste que cada una de las islas es juez de una galaxia. ¿Tan importantes somos… tan importante es Urth para vosotros al fin y al cabo?
Apheta se puso en pie, alisándose el vestido blanco. El pelo flotante, que tan extraño me había parecido al principio, ahora me era familiar; tuve la certeza de que en algún sitio de la infinita galería del viejo Rudesind había pintada una oscura aureola como ésa, aunque el cuadro preciso no me venía a la mente.
—Hemos velado con los muertos —dijo ella—. Ahora ellos se van, y es tiempo de que nos vayamos nosotros también. Puede que el Hieros brote de tu antigua Urth renacida. Yo creo que será así. Pero yo soy sólo una mujer, y de posición no encumbrada. Dije lo que dije para que no murieras desesperado.
Gunnie iba a hablar pero Apheta le impuso silencio diciendo: Ahora seguidme.
La seguimos, pero apenas dio dos pasos hasta el sitio en donde se había alzado el Sillón de justicia de Tzadkiel.
—Severian, dale la mano —me dijo. Ella misma me tomó la mano libre, y también la de Gunnie. La losa donde estábamos parados se hundió de pronto. Un instante después el suelo de la Cámara de Examen se cerraba sobre nuestras cabezas. Caímos, o eso pareció, en un vasto foso colmado de áspera luz amarilla, un foso cien veces más ancho que el cuadrado de piedra. Las paredes eran grandiosos mecanismos de metales plateados y verdes, frente a los cuales hombres y mujeres revoloteaban o se precipitaban como moscas, y por cuyo relieve trepaban como hormigas unos titánicos escarabajos de oro y azul.
XXIII — La nave
Mientras caía no pude hablar. Apreté la mano de Gunnie y la de Apheta, no porque temiese que se perdieran sino porque yo mismo temía perderme; y en la mente no me quedaba lugar para otro pensamiento.
Por fin empezamos a frenar, o en todo caso pareció que ya no caíamos con rapidez. Recordé mis saltos entre el cordaje, pues daba la impresión de que el hambre por la materia, tan sin sentido, también aquí había sido vencida.
Cuando Gunnie se volvió hacia Apheta para preguntarle dónde estábamos, vi en su rostro mi propia expresión de alivio.
—En nuestro mundo; nuestra nave, si os es más cómodo llamarlo así, aunque sólo da vueltas alrededor del sol y no precisa velas.
En la pared del pozo se había abierto una puerta, y aunque parecía que seguíamos cayendo, no la dejamos atrás. Apheta nos llevó por ella hacia un corredor oscuro y angosto, que yo bendije cuando sentí el suelo firme bajo mis pies. Gunnie se las arregló para decir: —En nuestra nave no llevamos agua en cubierta.
—¿Dónde la lleváis? —pregunto Apheta, distraída. Sólo cuando advertí que su voz era allí mucho más fuerte, tuve conciencia del ruido: un rumor como un canturreo de abejas (¡qué bien lo recordaba!) y martilleos y chasquidos distantes, como de destrieros galopando por un camino de tablas mientras unas langostas invisibles trinaban en árboles que a buen seguro no podían florecer en aquel lugar.