Pero si bien sabía todo esto, mi corazón pensaba otra cosa. Pensaba que, por mucho que hubiera deseado triunfar, por muchos esfuerzos que hubiese hecho, yo había fracasado; y que ahora se me permitiría reclamar el Trono del Fénix como lo había reclamado en la persona de mi antecesor: reclamarlo y gozar de toda la autoridad y el lujo que comportara, y sobre todo de ese placer de impartir justicia y premiar el mérito que es la delicia última del poder. Y todo esto, además, liberado al fin del insaciable deseo de la carne de las mujeres, que tantos sufrimientos nos había acarreado a mí y a ellas.
Así el corazón se me desbocó de alegría, y descendí al titánico bosque de palos y vergas, a los continentes de velas plateadas, como un marino náufrago hubiera trepado del mar a una costa ornada de flores, con ayuda de manos amistosas, y afirmado al fin con Gunnie en el estribo abracé al marinero como si fuese Roche o Drotte, seguro que sonriendo como un idiota cualquiera, y con él y sus compañeros salté de la driza al estay, no más circunspecto que ellos sino como si la violenta exaltación que sentía se me concentrara, más que en el corazón, en los brazos y las piernas.
Sólo cuando el salto final me puso en la cubierta descubrí que esos pensamientos no eran metáforas vanas. La pierna inválida, que tanto me había dolido cuando bajaba por el mástil después de arrojar el cofre de plomo con la crónica de mi vida temprana, no sólo no me dolía en absoluto sino que parecía tan fuerte como la otra. La fui palpando desde el muslo hasta a la rodilla (con lo que Gunnie y los marineros creyeron que me la había herido) y encontré el músculo abundante y firme.
Entonces salté de alegría, y saltando dejé la cubierta y a los demás muy abajo, y como la moneda que un tahúr lanza al aire, me entretuve dando una docena de vueltas. Pero volví a la cubierta ya tranquilo, porque mientras daba vueltas había visto una estrella más brillante que las demás.
XXIV — El capitán
En seguida nos llevaron abajo. Para ser franco, yo estaba contento. Es difícil de explicar; tanto que siento la tentación de omitirlo. Pero sería fácil, se me ocurre, sólo con que volvierais a ser tan jóvenes como en otro tiempo.
En la cuna, al principio, el niño no distingue entre su cuerpo y la madera que lo rodea o las telas en donde yace. O en todo caso su cuerpo le parece tan extraño como todo lo demás. Descubre un pie y le maravilla encontrarse con una parte tan rara de él mismo.
Yo había visto la estrella; y al verla —inmensamente remota como era— había reconocido una región de mí mismo, absurda como el pie del bebé, misteriosa como alguna facultad propia para quien acaba de descubrirla. No quiero decir que mi conciencia, o la de algún otro, residiese en la estrella, no al menos en aquel tiempo. Sin embargo tenía la impresión de existir en dos mundos, como un hombre que metido en el mar hasta la cintura siente que las olas y el viento se parecen en que ambos son menos que el todo, la totalidad en que vive.
Así que anduve con Gunnie y los marineros sintiéndome bastante animado, y llevando la cabeza alta. Pero no hablaba, ni recuerdo que me quitara el collar hasta haber visto que Gunnie y los marineros se quitaban los suyos.
¡Qué golpe más triste entonces! El aire de Yesod, al que en un día me había acostumbrado, ya no estaba; y una atmósfera como la de Urth, pero distinta e inferior, me colmó los pulmones. El primer fuego debe haberse encendido en una edad inconcebiblemente lejana. En ese instante me sentí congo quizá se sintiera un antiguo hacia el final de su vida, cuando nadie salvo los más viejos recordaban los vientos puros de los días de antaño. Miré a Gunnie y descubrí que estaba mirándome. Aunque ni entonces ni más adelante lo comentáramos, cada uno comprendió lo que sentía el otro.
No sé decir cuánto anduvimos por los laberínticos pasillos de la nave. Yo estaba demasiado envuelto en mis propios pensamientos como para dedicarme a contar las zancadas; y me parecía que si el curso del tiempo no era distinto en la nave que en Urth, el tiempo de Yesod había sido diferente, extendido hasta la frontera del Por Siempre y no obstante un mero parpadeo. Cavilando en esto y en la estrella, y en un centenar de cuestiones más, avancé pesadamente, sin prestar atención a dónde estaba hasta que noté que la mayoría de los marineros habían desaparecido, reemplazados por hieródulos con máscaras humanas. A tal punto me había perdido en especulaciones quiméricas que por un rato supuse que habían sido siempre hieródulos, no marineros como yo creía, y que Gunnie los había reconocido desde el principio; pero cuando retrocedí mentalmente al momento de posarnos en la cubierta, descubrí que aunque encantadora, la idea era errónea. En Briah, nuestro mezquino universo, la extravagancia no es más que una débil presentación de la verdad. Los marineros se habían escabullido sin que yo lo notara, simplemente, y los hieródulos —más altos y de atuendo mucho más formal habían ocupado sus lugares.
Apenas había empezado a estudiarlos cuando nos detuvimos antes unas grandes puertas que me recordaron las que una guardia antes, en Yesod, Gunnie y yo habíamos traspuesto con Apheta. Estas, con todo, no requirieron mi hombro; lenta y laboriosamente se abrieron solas, revelando una larga perspectiva de arcos marmóreos —cada uno de al menos cien codos de alto— por la que se desplazaba una luz como no se ha visto nunca en mundo alguno que circunde una estrella, luz en la que se alternaban la plata, el oro y el berilo, y que destellaba como si el aire mismo contuviera tesoros astillados.
Gunnie y los tripulantes que quedaban recularon asustados y los hieródulos tuvieron que empujarlos por el umbral con órdenes y aún con golpes; pero yo entré bien dispuesto, convencido de que los años en el Trono del Fénix me permitían reconocer las pompas y maravillas con que los soberanos amedrentamos a los pobres ignorantes.
Detrás de nosotros las puertas se cerraron con estrépito. Atraje a Gunnie hacia mí y le dije como pude que no había nada que temer, o al menos yo pensaba que nada o muy poco, y que si surgía algún peligro haría lo que pudiera por protegerla. Oyéndome, el marinero que nos había disparado la línea (uno de los pocos que quedaban) comentó: — La mayoría de los que entran aquí no vuelven. Son las estancias del patrón.
El no parecía muy asustado, y se lo dije.
—Yo me dejo llevar por la corriente. Hay que acordarse de que a la mayoría los traen para castigarlos. Un par de veces ella ha elogiado aquí a alguno, en vez de hacerlo frente a los otros. Esos han vuelto, creo. Ya verás, no tener nada que esconder te da más coraje que el vino quemado. Así puedes dejarte llevar por la corriente.
—Buena filosofía —dije yo.
—Como no conozco ninguna más, se me hace fácil seguirla.
—Yo soy Severian. —Le tendí la mano.
—Grimkeld.
Tengo manos grandes, pero la que estrechó la mía era más grande, y dura como madera. Por un momento medimos fuerzas.
A medida que caminábamos el ruido de nuestros pasos se había ido convirtiendo en una música solemne, apoyada por unos instrumentos que no eran trompetas ni oficleidas ni nada que yo conociera. Mientras separábamos las manos la música entró en un crescendo; doradas voces de gargantas invisibles se llamaban unas a otras a nuestro alrededor.
Al instante siguiente todas callaron. Súbita como la sombra de un pájaro pero encumbrada como los verdes pinos de la necrópolis, apareció la alada figura de una giganta.
En el acto todos los hieródulos se inclinaron, y un momento después Gunnie y yo. También prestaron obediencia los marineros que nos acompañaban, quitándose la capa, agachando la cabeza y rindiendo la frente, o doblándose con menos gracia pero con más abyección aún.