Выбрать главу

—Tú sabes a qué me refiero. Cuando subí a bordo contigo creí que nos esperaba un viaje largo. ¿Pero por qué iban ellos a hacernos eso, Apheta y Zak? La nave ya está dejando la eternidad, empieza a frenar para que la gabarra pueda encontrarla. En realidad, hasta que no reduce la velocidad no es una nave, ¿sabías? Somos como una onda, o un grito que atraviesa el universo.

—No —dije yo—. No sabía. Y apenas lo puedo creer.

—A veces es importante que uno crea —dijo Gunnie—. Pero no siempre. Esto lo he aprendido aquí.

Severian, una vez te conté por qué seguía viajando. ¿Te acuerdas?

Eché una mirada a Burgundofara: —Pensé que quizás…

Gunnie negó con la cabeza. —Para ser de nuevo lo que era, pero yo misma. Tú debes acordarte de ti cuando tenías de veras la edad de ella. ¿Ahora eres la misma persona?

Claramente, como si estuviera con nosotros en esa cámara de lágrimas, vi pasar al joven oficial, la capa fulígena ondeando detrás y la oscura cruz de Términus Est asomándole sobre el hombro izquierdo.

—No —admití—. Hace mucho que me transformé en otro, y después en otro más.

Ella asintió. —Así que yo voy a quedarme aquí. Quizá aquí suceda cuando haya una sola Gunnie. Burgundofara y tú volveréis a Urth.

Dio media vuelta y nos dejó. Intenté levantarme, pero Burgundofara me retuvo y yo estaba demasiado débil para soltarme.

—Deja que se vaya —dijo—. A ti ya te ha pasado. Déjala tener su oportunidad.

La puerta se cerró.

—Ella es tú —dije, sofocado.

—Pues déjame a mí tener la mía. He visto lo que seré más tarde. ¿También después de algo así está mal tener pena de una misma?

Sacudí la cabeza. —Si no lloras tú por ella, ¿quién va a hacerlo?

—Tú.

—Pero no por eso. Era una amiga de verdad, y no he tenido muchas.

Burgundofara dijo: —Ahora comprendo por qué todas las caras lloran. Esta sala está hecha para llorar.

Una voz nueva murmuró: —Para los que vienen y para los que se marchan.

Me volví y vi dos hieródulos enmascarados, y como no los esperaba tardé un momento en reconocer a Barbatus y Famulimus. Era Famulimus la que había hablado, y grité de alegría.

—¡Amigos! ¿Venís con nosotros?

Famulimus dijo: —Nosotros sólo vinimos a traerte aquí. Tzadkiel mandó que te buscáramos, pero te habías ido, Severian. Dime si volverás a vernos.

—Muchas veces —le dije—. Adiós, Famulimus.

—Conoces nuestra naturaleza, eso está claro. Así pues te saludamos, y decimos hasta la vista.

Barbatus añadió: —Cuando Ossipago desenganche la puerta se abrirán las escotillas. ¿Tenéis los dos amuletos de aire?

Saqué el —mío del bolsillo y me lo puse. Burgundofara extrajo un collar parecido.

—Entonces, como Famulimus, os saludo —dijo Barbatus; y se retiró por el vano, y la puerta se cerró.

Casi en seguida se abrieron los batientes de la doble puerta del fondo; las lágrimas que caían de las máscaras desaparecieron, y luego se secaron todas. Al otro lado de la puerta abierta, tendida de estrella a estrella, brillaba la cortina negra de la noche.

—Tenemos que ir —le dije a Burgundofara; luego comprendí que no podía oírme y me acerqué a tomarla de la mano, con lo cual ya no hubo necesidad de hablar. Juntos salimos de la nave, y sólo cuando me detuve en el umbral y me volví a mirar atrás me di cuenta de que nunca había sabido cómo se llamaba realmente, si se llamaba de algún modo, y que tres de las máscaras eran los rostros de Zak, Tzadkiel y la capitana.

La gabarra que nos esperaba era mucho más grande que el pequeño aparato que me había llevado a la superficie de Yesod; tan grande como el que me había transportado de Urth a la nave. Y en verdad me parece probable que fuese el mismo navío.

—En ocasiones acercan la nave grande un poco más —nos confió a bordo la tripulante encargada de guiarnos—. Claro que cuando lo hacen no pueden evitar ocultarnos unas cuantas estrellas. Así que pasaréis alrededor de un día con nosotros.

Le pedí que me señalara el sol de Urth, y ella accedió: era un simple punto escarlata sobre la regala. Todos los mundos, incluyendo Dis, sólo se veían como motas oscuras cuando pasaban sobre el desanimado rostro solar.

Traté de señalar la tenue estrella blanca que era parte de mí. Pero la marinera no lograba divisarla y Burgundofara parecía asustada. Nos apresuramos a transponer el portal de la gabarra y entrar en el castillo de proa.

XXVII — El regreso a Urth

Yo no estaba seguro de que Burgundofara y yo fuéramos a ser amantes; pero nos asignaron un solo camarote (unas diez veces menor que el que yo ocupara mi última noche en la nave), y cuando la abracé y la desvestí no se opuso. La encontré mucho menos diestra que Gunnie, aunque desde luego no virgen. Qué extraño pensar que con Gunnie nos habíamos acostado una sola vez.

Después su identidad más joven me dijo que hasta entonces ningún hombre la había tratado con ternura, lo agradeció con un beso y se durmió en mis brazos. Yo nunca me había considerado un amante tibio; estuve un rato despierto, meditando, y escuchando, como me había prometido una vez, el golpe de los siglos contra el casco de la nave.

Tal vez fuesen meros años, los años de mi vida. Al sentir la pierna curada, y luego al descubrirme la extraña cara nueva mientras me afeitaba en mi habitación, había empezado por creer que de algún modo me habían quitado esos años de encima, tal como Gunnie esperaba que le quitaran los suyos. Ahora comprendía que no era así.

Sucedía, nada más, que se había anulado el daño causado por una anónima descarga ascia, por la garra de Agia y los dientes del murciélago sanguinario; yo era el hombre que habría sido sin aquellas heridas (y acaso otras) y por eso tenía el rostro de ese ser extraño —pues ¿qué ser es más extraño o de conducta más inexplicable que uno mismo? Yo era Apu-Punchau, a quien había visto resucitar en la ciudad de piedra. Todo esto lo confundí con la juventud, y me dejó lamentando los años que habría podido tener. Acaso un día vuelva a embarcarme en la nave de Tzadkiel para buscar, como Gunnie, la verdadera juventud; pero si me llevan de nuevo a Yesod me quedaré allí, siempre que me acepten. Tal vez en siglos ese aire me limpie de los años.

Contemplando esos años, y los pocos que los precedieron, me pareció que mi conducta con las mujeres no había dependido tanto de mi voluntad como de la actitud de ellas. Había sido harto brutal con la jaibit Thecla de la Casa Azur, pero tímido y torpe como cualquier muchacho intacto con la Thecla real de la celda; febril al comienzo con Dorcas, rápido y torpe con Jolenta (de quien podría decirse que violé, aunque me pareció y me sigue pareciendo que ella lo deseaba). De Valeria ya he dicho demasiado.

Sin embargo no será así para todos los hombres, ya que muchos actúan de la misma manera con todas las mujeres; y quizá ni siquiera lo sea para mí.

Dormité, pensando en estas cosas, y cuando desperté estaba tendido en el otro lado de la cama y sin Burgundofara en mis brazos; volví a dormitar, me desperté de nuevo y me levanté, incapaz de dormir más y deseando, aunque no habría sabido decir por qué, ver brevemente la Fuente Blanca. Con el mayor silencio posible me puse el collar y fui hacia la cubierta.

La infinita noche del vacío estaba casi vencida. Las sombras de los palos, y también mi sombra, parecían dibujadas en las tablas con pintura negrísima y el Sol Viejo se había convertido en un disco grande como Luna. La Fuente Blanca parecía ahora distante y débil. Urth había dejado de vetearle la faz carmesí; colgaba un poco más allá del bauprés, girando como un trompo.