El oficial de guardia se me acercó y dijo que me convenía ir abajo. No, creo, porque yo corriera verdadero peligro, sino porque lo perturbaba tener en cubierta a alguien que no estuviera a sus órdenes. Le contesté que iba a hacerlo, pero que quería una entrevista con el capitán, y que mi compañera y yo teníamos hambre.
Mientras hablábamos apareció Burgundofara; dijo que había sentido el mismo impulso que yo, aunque, me parece, lo suyo no era de hecho sino un deseo de echar un vistazo y ver de nuevo la nave antes de dejarla para siempre. De un salto se subió a un mástil, lo cual alteró al oficial de tal modo que pensé que realmente podía hacerle daño. De no haber sido un hieródulo, le habría puesto la mano encima; me vi forzado a plantarme entre los dos cuando una partida de marineros bajó a Burgundofara.
Discutimos con él hasta que el aire se enrareció. Por mi parte (y creo que también por la de ella) la discusión había sido sobre todo un juego; enseguida bajamos con toda docilidad, encontramos la cocina y comimos como dos niños, riendo y contándonos nuestras aventuras.
Alrededor de una guardia más tarde el capitán —no otro hieródulo enmascarado, sino un hombre que parecía un ser humano común— vino a visitarnos al camarote. Le dije que después de Tzadkiel no había hablado con ninguna autoridad, y que esperaba sus instrucciones.
Meneó la cabeza. —No tengo ninguna. Estoy seguro de que Tzadkiel se habrá encargado de que sepa usted todo lo necesario.
Burgundofara prorrumpió: —¡Él tiene que traer el Sol Nuevo! —Y como yo la mirara agregó:— Me lo dijo Gunnie.
—¿Y puede? —me preguntó el capitán.
Traté de explicarle que no lo sabía, que sentía que la Fuente Blanca era parte de mí y había estado intentando acercarla; pero que no daba la impresión de moverse.
—¿Yeso qué es? —preguntó. Luego, viendo mi expresión, añadió—: No, no lo sé, de veras. No me han dicho nada excepto que debía llevar a usted y a esta mujer hasta Urth y depositarlos a salvo al norte del hielo.
—Es una estrella, creo, o algo parecido.
—Entonces tiene demasiada masa para moverse como nosotros. Una vez en Urth usted dejará de moverse en el sentido uránico. Es posible que entonces ella se acerque a usted.
—¿No tardará mucho tiempo una estrella en llegar a Urth? —preguntó Burgundofara.
El capitán asintió: —Siglos, por lo menos. Pero en realidad de todo esto yo no entiendo nada, muchísimo menos que este amigo de usted. Si es parte de él, ha de sentirla, como dice.
—La siento. Siento la distancia. —Mientras hablaba me pareció estar de nuevo ante las ventanas del maestro Ash, oteando las interminables planicies de hielo; era posible que en cierto sentido no me hubiese ido nunca de allí.— ¿No será acaso —dije— que el Sol Nuevo sólo llegará cuando haya desaparecido nuestra raza? ¿Nos haría Tzadkiel una jugarreta semejante?
—No. Tzadkiel no hace jugarretas. Las jugarretas son cosa de solipsistas, que piensan que todo muere. —Se levantó.— Usted quería hacerme preguntas. No lo culpo, pero yo no conozco las respuestas. ¿Les gustaría salir a cubierta y mirar cómo aterrizamos? No tengo otro regalo para ustedes.
Perpleja, Burgundofara preguntó: —¿Tan pronto? Confieso que yo también me sentía así.
—Sí, dentro de muy poco. Les he reservado algunas provisiones. Sobre todo alimentos. ¿Querrán armas de fuego además de los cuchillos? Puedo dárselas, si las necesitan.
—¿Usted lo aconseja? —pregunté.
—Yo no aconsejo nada. Usted sabe qué tiene que hacer. Yo no.
—Pues no las llevaré —dije—. Burgundofara puede decidir por sí misma.
—No —dijo—. Yo tampoco.
—Entonces vengan —dijo el capitán, y esta vez no fue una invitación sino una orden. Nos pusimos los collares y lo seguimos a cubierta.
Aunque la nave iba rozando nubes, que parecían hervir debajo de nosotros, tuve la sensación de que habíamos llegado. Urth relampagueó del azul al negro, después otra vez al azul. La regala estaba al tacto fría como hielo, y busqué los casquetes de hielo de Urth; pero ya nos habíamos acercado mucho como para que se vieran. Sólo estaba el azur de los mares, vislumbrado entre los jirones de las nubes encrespadas, y de vez en cuando un destello de tierra marrón o verde.
—Es un mundo hermoso —dije—. Tal vez no tan hermoso como Yesod, pero de todos modos muy bello.
El capitán se encogió de hombros.
—Si quisiéramos podríamos volverlo tan bueno como Yesod.
—Lo haremos —le contesté. No había sabido que lo creía hasta el momento en que lo dije—. Lo haremos cuando un número suficiente de nosotros haya ido y regresado.
Las nubes parecían más serenas, como si un mago hubiera susurrado un hechizo o una mujer las hubiera amamantado. Ya habían recogido las velas; en lo alto se afanaba un grupo de tripulantes asegurando los aparejos y fijándolos lo mejor posibles a las brazas.
Mientras los marineros bajaban, nos golpearon los primeros vientos finos de Urth, impalpables pero trayendo de nuevo (como el simple ademán de un corifeo) todo el mundo del sonido. Los mástiles trinaban como rabeles y las cuerdas cantaban.
Un momento más y la nave misma roló, cabeceó y alzó la proa hasta que las soleadas nubes de Urth se levantaron detrás del puente de mando y Burgundofara y yo quedamos colgados de la baranda.
El capitán, en pie, cómodamente apoyado en una jarcia, sonrió y nos gritó: —Vaya, creí que al menos la muchacha era marinera. Súbelo aquí, querida, o te mandaremos de pinche a la cocina.
Yo habría ayudado a Burgundofara de haber podido, y ella intentó auxiliarme como le ordenaba el capitán; así, ayudándonos y agarrándonos uno a otro, conseguimos mantenernos derechos en la cubierta (mucho más abrupta ahora que un montón de escalones, aunque pareciera tan lisa como una pista de baile) y hasta nos atrevimos a dar unos pocos pasos hacia el capitán.
—Para llegar a marinero hay que navegar en las naves más pequeñas —nos dijo—. Lástima que tenga que desembarcaros. Haría de vosotros auténticos navegantes.
Me las ingenié para decir que la llegada a Yesod no había sido tan violenta. Se puso serio.
—Allí no os sobraba mucha potencia. La habíais usado para alcanzar el plano más alto. Aquí hemos llegado sin velas que nos frenaran, como si cayéramos en la estrella. Apártese un poco de la regala. El viento le despellejaría el brazo.
—¿Los collares no nos protegen?
—Tienen un buen campo; sin ellos se freirían como chicharrones. Pero como en cualquier dispositivo es un campo limitado, y el viento… bueno, para respirarlo es demasiado flojo, pero si no fuera por la quilla el impacto nos haría estallar.
Por un tiempo el apostis brilló como una forja; paulatinamente se fue atenuando y se apagó, y la nave volvió a una posición más convencional, aunque el viento aún aullara en las jarcias y debajo las nubes pasaran como hilos de espuma en un canal de molino.
El capitán subió al alcázar, y yo fui con él a preguntarle si nos podíamos quitar los collares. Negó con la cabeza y señaló el cordaje, que ahora estaba cubierto de hielo, y me dijo que en cubierta no duraríamos mucho y que sin ellos yo habría notado que se me enfriaba el aire.
Lo admití, pero le expliqué que me había parecido una mera sensación.
—Hay una mezcla —me dijo él—. Cuando falta aire, el amuleto rechaza todo lo que se acerque al límite del campo. Pero no reconoce la diferencia entre el aire que viene de abajo y el viento que ha penetrado en la zona de presión.
Cómo podía la gabarra dejar una estela entre nubes es cosa que no comprendo; pero había una estela, larga y blanca, que se extendía detrás en el cielo. Me limito a referir lo que vi.
Burgundofara dijo: —Ojalá hubiera estado en cubierta cuando zarpamos de Urth. Incluso en la nave grande nos obligaron a estar abajo hasta que tuvimos cierta práctica.