Pareció desconcertado. —Malas cosechas. Sí, sieur. La de este año es la tercera consecutiva. El pan está muy caro… No para usted, sieur, sino para los pobres. Esta noche muchos niños pobres se irán a la cama con hambre; demos gracias pues que nosotros no.
—¿No tienen salmón fresco? —le preguntó Burgundofara.
—Me temo que sólo en primavera. Es cuando se encuentran, milady. En otras estaciones los pescan en el mar, y no aguantan el viaje hasta esta altura del río.
—Entonces salmón salado.
—Le gustará, milady; no hace tres meses que llegó a nuestra cocina. Por pan, fruta y esas cosas no deben preocuparse. Les traeremos de todo, y pueden elegir cuando lo vean. Tenemos bananas del norte, aunque con la rebelión están caras. ¿Vino tinto o blanco?
—Tinto, creo. ¿Lo recomienda?
—Yo recomiendo todos nuestros vinos, milady. Si no pudiera recomendar un barril no lo tendría en la bodega.
—Tinto, entonces.
—Muy bien, milady. ¿Y para usted, sieur?
Un momento antes habría dicho que no tenía hambre. Ahora la simple mención de la comida me llenaba de saliva la boca; me era imposible decidir qué era lo que más quería.
—¿Faisán, sieur? En el invernadero tenemos uno magnífico.
—De acuerdo. Pero vino no. ¿Tienen mate? —Por supuesto, sieur.
—Pues sírvamelo. Hace mucho que no lo pruebo. —Estará listo en seguida, sieur. ¿Se les ofrece algo más?
—Sólo que mañana el desayuno esté temprano; tendremos que ir al muelle a arreglar viaje a Nessus. Espero que tenga mi cambio entonces.
—Se lo tendré preparado, sieur, y un desayuno bueno y caliente. Salchichas, sieur. Jamón y…
Asentí y le indiqué que nos dejara.
Cuando se hubo ido, Burgundofara preguntó:
—¿Por qué no quisiste comer en la habitación? Habría sido mucho más bonito.
—Porque tengo la esperanza de enterarme de algo. Y porque no quiero estar solo, tener que pensar.
—Estaré yo.
—Sí, pero es mejor si hay más gente.
—Qué…
Le pedí que se callara. Un hombre maduro que comía solo se había puesto de pie arrojando un último hueso en el plato. Ahora traía el vaso a nuestra mesa.
—Servidor es Hadelin —dijo—. Patrón del Alcyone.
Asentí. —Siéntese, capitán Hadelin. ¿En qué podemos ayudarlo?
—Lo oí hablar con Kyrin. Dijo que quería viajar río abajo. Hay algunos más baratos y con mejores camarotes. O sea, más grandes y con más adornos. Pero más limpio no hay ninguno. Tampoco hay ninguno más rápido que mi Alcyone, salvo los patrulleros, y nosotros zarpamos mañana por la mañana.
Le pregunté cuánto tardaríamos en llegar a Nessus, y Burgundofara añadió: —¿Y al mar?
—En Nessus tendríamos que estar al día siguiente, aunque depende del viento y el tiempo. En esta época suele haber viento flojo y a favor, pero si se adelanta alguna tormenta tendremos que amarrar.
—Sin duda —asentí.
—De no ser así llegaremos pasado mañana, hacia las vísperas o un poco antes. Los dejaré en tierra donde ustedes quieran, a este lado del mesón. Atracaremos allí dos días para cargar y descargar, y luego seguiremos bajando. De Nessus al delta hay unos quince días o algo menos.
—Antes de tomar pasaje tenemos que ver el barco.
—No encontrarán nada que me avergüence, sieur. Si me acerqué a hablarle es porque mañana zarpamos temprano, y si lo que necesita es rapidez la ha conseguido. Comúnmente, habríamos zarpado antes de que usted y ella llegaran al río. Pero si me esperan aquí no bien amanezca comeremos algo y bajaremos juntos.
—¿Dormirá en la posada, capitán?
—Sí, sieur. Cuando puedo me quedo en tierra. La mayoría de nosotros hace lo mismo. Mañana por la noche también atracaremos en algún sitio, si el Pancreador lo consiente.
Vino un camarero con nuestra cena, y desde la otra punta de la sala el posadero le hizo un gesto a Hadelin.
—Perdóneme, sieur —dijo Hadelin—. Kyrin necesita algo, y ustedes quieren comer. Los veré aquí por la mañana.
—Aquí estaremos —prometí.
—Este salmón es fabuloso —me dijo Burgundofara cuando empezó a comer—. En las barcas solemos llevar pescado en sal por si no hay suerte, pero éste es mejor. No sabía cuánto lo echaba de menos.
Dije que me alegraba que lo disfrutase.
—Y ahora de nuevo en un barco. ¿Piensas que es un buen capitán? Apuesto a que con la tripulación es un demonio.
Le indiqué con un gesto que se callara. Hadelin estaba de vuelta.
Después de que acercara de nuevo la silla, Burgundofara le dijo: —¿Un poco de vino, capitán? Me han traído una botella entera.
—Medio vaso, por educación. —Miró por sobre el hombro y luego se volvió hacia nosotros, esbozando apenas una mueca.— Kyrin acaba de prevenirme contra usted. Dice que le dio un chrisos como no había visto nunca.
—Que lo devuelva, si quiere. ¿Quiere usted ver una de nuestras monedas?
—Yo soy marino; nosotros vemos monedas de otras tierras. Ya veces también las hay salidas de las tumbas. Supongo que habrá cantidad de tumbas allá en las montañas, ¿no?
—No tengo idea. —Pasé un chrisos por encima de la mesa.
Él lo examinó, lo mordió y me lo devolvió.
—Oro bueno. Se le parece un poco. Usted no se había fijado, tengo la impresión.
—No —dije yo—. No lo había pensado nunca.
Asintiendo, Hadelin empujó atrás la silla.
—Uno no se afeita de perfil. Los veo por la mañana, sieur, madame.
Arriba, cuando ya había colgado capa y camisa en unos ganchos y me lavaba la cara y las manos con el agua tibia traída por un sirviente, Burgundofara dijo: —Lo rompió él, ¿no?
Yo sabía de qué estaba hablando y asentí.
—Tendrías que haber competido.
—Yo no soy mago —le dije—, pero una vez estuve en un duelo de magia. Casi me matan.
—A esa chica le arreglaste el brazo.
—Eso no fue magia. Yo…
Afuera resonó una trompa de caracol, seguida de un confuso clamor de muchas voces. Fui a la ventana a mirar. Nuestra habitación estaba en el piso de arriba, y la altura me daba una buena vista al centro de la multitud, donde el charlatán se erguía junto a un féretro que sostenían ocho hombres. Por un momento no pude reprimir la idea de que hablando de él con Burgundofara lo había convocado.
Viéndome en la ventana, él sopló otra vez la caracola, señaló para volver la atención hacia mí y cuando todo el mundo miraba gritó:
—¡Levanta a este hombre, compañero! Si tú no puedes lo haré yo. ¡El poderoso Ceryx hará que el muerto vuelva a andar sobre Urth!
El cadáver yacía en la grotesca actitud de una estatua derribada.
Grité: —Me tomas por un competidor, Ceryx, pero no tengo esa ambición. Estamos de paso por Os, simplemente, camino al mar. Mañana nos iremos. —Cerré los postigos y eché el cerrojo.
—Era él —dijo Burgundofara. Se había desnudado y estaba de cuclillas junto a la palangana.
—Sí —dije yo.
Esperé que volviera a reprochar mi actitud, pero se limitó a decir: —Nos libraremos de él no bien hayamos partido. ¿Me querrás esta noche?
—Más tarde, quizá. Necesito pensar. —Me sequé y me metí en la cama.
—Entonces tendrás que despertarme —dijo ella—. Tanto vino me ha dado sueño. —La voz de Ceryx entraba por la ventana, alzándose en un cántico espectral.
—Lo haré —le dije mientras ella se deslizaba junto a mí bajo las mantas.
El sueño empezaba a cerrarme los ojos cuando el muerto rompió la puerta de un hachazo y entró en la habitación.
XXXI — Zama
Al principio no supe que era el muerto. La habitación estaba oscura, y casi igual de oscuro el exiguo rellano de afuera. Yo me había dormido a medias; al primer hachazo abrí los ojos, sólo para ver un leve destello de acero cuando con el segundo golpe asomó el filo.