Mientras los examinaba, el hombre que había estado muerto se plantó de un salto a mi lado, arreglándoselas para caer mejor que yo. Le hablé, pero no contestó; me alejé un poco por la calle. Me siguió dócilmente.
A esas alturas yo no tenía ganas de dormir, y una sensación que no estoy tentado de llamar irrealidad —el júbilo de saber que mi ser ya no residía en la marioneta de carne que la gente acostumbraba llamar Severian, sino en una remota estrella con suficiente energía para hacer florecer diez mil mundos— había lavado la fatiga que sintiera después de restaurar al hombre muerto. Recordé cuánto habíamos andado con Miles cuando ninguno de los dos habría debido dar un paso, y supe que ahora las cosas eran diferentes.
—Ven —dije—. Echaremos un vistazo a la ciudad, y no bien la primera cantina quite el cerrojo te convidaré a un trago.
No me respondió. Cuando lo conduje a un sitio donde brillaban las estrellas, puso la cara de alguien que se asombra en medio de sueños extraños.
Si describiera nuestros vagabundeos en detalle, lector, sin duda te aburrirías; pero para mí no fue aburrido. Caminamos por las cumbres de las colinas, hacia el norte, hasta topar con la muralla de la ciudad, una cosa destartalada cuya construcción parecía tanto producto del orgullo como del miedo. De vuelta caminamos por callejuelas acogedoras, tortuosas, bordeadas de casas a medias de madera, para llegar al río justo cuando a nuestras espaldas apuntaba sobre los techos la primera luz del nuevo día.
Mientras paseábamos admirando los veleros de muchos palos, nos paró un viejo, madrugador y (como tantos otros viejos) sin duda hombre de mal dormir.
—¡Caray, Zama! —exclamó—. Zama, muchacho, me dijeron que habías muerto.
Me reí, y al oír mi risa el hombre que había estado muerto sonrió.
El viejo cloqueó: —Vaya, en tu vida has tenido mejor aspecto.
Yo pregunté: —¿Cómo dijeron que murió?
—¡Ahogado! La barca de Pinian zozobró cerca de la isla de Baiulo. Eso oí al menos.
—¿Tiene mujer? —Viendo la curiosa mirada del viejo, añadí:— Es que lo conocí anoche, bebiendo, y me gustaría dejarlo en algún lugar. Me temo que se mandó a bodega un poco más de lo que le cabe.
—Familia no tiene. Le alquila una habitación a Pinian. La patrona de Pinian se lo cobra de la paga. —Me dijo cómo llegar y reconocer la casa, que parecía sórdida por demás.— Pero yo no iría tan temprano, con éste tan así de perdido. Seguro como un remo que Pinian le sacude el polvo. —Meneó la cabeza, maravillado.— ¡Caray, todo el mundo oyó que habían traído el cadáver de Zama después de sacarlo del agua!
Sin saber qué decir, comenté: —Uno nunca sabe a quién creerle. —Y después, conmovido por el deleite con que aquel viejo infeliz descubría aún vivo a un joven fuerte, le puse una mano en la cabeza y murmuré una serie de frases deseándole fortuna en esta vida y la próxima. Era una bendición que de vez en cuando había dado como Autarca.
No había pretendido hacer nada, y sin embargo el efecto fue extraordinario. Cuando retiré la mano pareció que los años lo hubieran estado cubriendo como polvo y que unas invisibles paredes se hubieran derrumbado para dejar paso al viento; los ojos se le pusieron como platos y cayó de rodillas.
Cuando ya estábamos a cierta distancia me volví a mirarlo. Seguía arrodillado, mirándonos fijamente, pero ya no era viejo. Tampoco joven: era simplemente un hombre en esencia, un hombre libre de la espiral del tiempo.
Aunque no habló, Zama me puso el brazo en los hombros. Yo hice lo mismo, y abrazados así subimos por la calle que la tarde anterior yo había tomado con Burgundofara, y la encontramos desayunando junto con Hadelin en la sala común de La Cazuela.
XXXII — Hacia el Alcyone
No esperaban a ninguno de los dos; la mesa no estaba puesta para más gente. Acerqué una silla para mí y luego (como se quedaba de pie, mirándome) otra para Zama.
—Pensamos que se había ido, sieur —dijo Hadelin. Tanto su cara como la de Burgundofara hablaban a las claras de dónde había pasado ella la noche.
—Me fui —dije yo, hablándole no a él sino a ella—. Pero veo que te las has arreglado para entrar en la habitación a buscar tu ropa.
—Creí que habías muerto —dijo Burgundofara. Como yo no contestaba, añadió—: La puerta estaba taponada con cosas y tuve que pasar por encima, pero los postigos estaban rotos.
—El caso, sieur, es que está de vuelta. —Hadelin trató de fingir alegría y no le salió bien.— ¿Todavía piensa bajar el río con nosotros?
—Quizás —dije—. Primero veré el barco. —Entonces vendrá, sieur, creo yo.
Apareció el posadero, con reverencias y sonrisas forzadas. Noté que metido en el cinturón, bajo el delantal, llevaba un cuchillo de carnicero.
—Para mí fruta —le pedí—. Anoche me dijo que tenía. Traiga también para este hombre; veremos si se la come. Y mate para los dos.
—De inmediato, sieur.
—Después de que coma podemos subir a mi habitación. Ha habido daños y tendremos qué decidir a cuánto ascienden.
—No hace falta, sieur. ¡Es una bagatela! ¿Acordamos quizá una oricleta como pago simbólico? —Intentó frotarse las manos como suele hacer esa gente, pero le temblaban tanto que el ademán pareció ridículo.
—Yo diría cinco, o diez. La puerta rota, la pared dañada y la cama partida… Subiremos los dos a estudiarlo.
También le temblaban los labios, y de repente perdí todo placer en aterrorizar a ese hombrecito que había acudido con una linterna y un palo porque atacaban a uno de sus huéspedes.
—No tendría que beber tanto —dije, y le toqué los dedos.
Sonriendo, él pió: —¡Gracias, sieur! ¡Sí, sieur, frutal —y se fue trotando.
Como yo esperaba a medias, era toda tropicaclass="underline" llantenes, naranjas, mangos y bananas llevados a lomo de mula hasta el curso superior del río y despachados al sur por barco. No había manzanas ni uvas. Pedí prestado el cuchillo que había apuñalado a Zama, pelé un mango y comimos en silencio. Al cabo de un rato también Zama se puso a comer, lo cual me pareció buena señal.
—¿Algo más, sieur? —preguntó el posadero, que estaba a mi lado—. Tenemos de sobra.
Sacudí la cabeza.
—Entonces quizá… —Señaló la escalera y yo me levanté, haciendo un gesto a los demás para que se quedaran donde estaban.
Burgundofara dijo: —Tendrías que haberlo seguido asustando. Te habría salido más económico. —El posadero le disparó una mirada de odio crudo.
Si la noche anterior, envuelta en la oscuridad y cansado como yo estaba, la posada me había parecido harto pequeña, ahora descubrí que era minúscula: cuatro habitaciones en nuestra planta y cuatro más, supongo, en la de arriba. La habitación misma, que había creído bastante amplia mientras echado en el colchón roto oía a Zama que se paseaba de un lado a otro, era apenas más grande que la cabina que había compartido con Burgundofara en la gabarra. En un rincón estaba el hacha de Zama, una vieja y gastada hacha de leñador.
—No lo he traído para obtener dinero de usted, sieur —me dijo el posadero—. Ni por eso ni por nada. Nunca.
Eché una mirada a la destrucción. —Pero lo tendrá.
—Pues entonces lo regalaré. En estos tiempos hay en Os mucha gente pobre.
—Me imagino. —En realidad yo ya no escuchaba. Estaba examinando los postigos; para eso había insistido en subir. Burgundofara había dicho que estaban rotos, y tenía razón. La madera de los tornillos que sujetaban el cerrojo se había partido. Recordé que yo había puesto el cerrojo y después lo había quitado y que me había bastado tocar los postigos para que se abrieran de par en par.