Hoy la ciudad está en ruinas, y sus torres desmoronadas; pero se dice que queda una anciana que en el centro, entre los destartalados muros, ha hecho un jardín.
Cuando murmuré las palabras que acabo de escribir, Os había casi desaparecido; pero yo permanecí donde estaba, apoyado en la baranda del pequeño alcázar, cerca del codaste, mirando el río que brillaba atrás, al noreste.
Esa parte del Gyoll, debajo de Thrase pero sobre Nessus, es muy diferente de la que está debajo de Nessus. Aunque ya trae desde las montañas una carga de limo, es demasiado fluido como para atascar el cauce; y por esto, y porque está confinado entre montañas rocosas, durante unas doscientas leguas corre derecho como una pértiga.
Las velas nos habían llevado al centro de la corriente, donde un velero podía recorrer tres leguas en una guardia; bien ceñidas, apenas dejaban lugar suficiente para que el timón mordiera el agua turbulenta. El mundo superior estaba hermoso, alegre y pleno de sol, aunque muy al este había una mancha negra no más grande que mi pulgar. De tanto en tanto la brisa que colmaba las velas se apagaba, y las extrañas, tiesas banderas dejaban de sacudirse y caían inertes en los mástiles.
Yo tenía conciencia de que cerca de mí había dos marineros acuclillados, pero suponía que estaban de guardia, dispuestos a orientar la mesana (el palo de mesana pasaba por la cubierta superior) si era preciso. Cuando por fin me volví con la intención de ir a proa, me estaban mirando; los reconocí a los dos.
—Lo hemos desobedecido, sieur —balbuceó Declan—. Pero fue porque nos dio la vida y lo amamos. Discúlpenos, se lo ruego. —No era capaz de mirarme a los ojos.
Herena asintió. —Mi brazo se desesperaba por seguirlo, sieur. Cocinará, lavará y barrerá para usted… Hará lo que usted le ordene. —Como yo no decía nada, agregó:— Son mis pies, que se rebelan. Cuando usted se va no quieren estarse quietos.
Declan dijo: —Hemos oído lo que le profetizó a Os. Yo no sé escribir, sieur, pero me acuerdo de todo y encontraré a alguien que sepa. La maldición que echó usted sobre esa ciudad maligna no será olvidada.
Me senté en la cubierta frente a ellos.
—No siempre es bueno dejar la tierra natal.
Herena extendió la mano ahuecada —la mano que yo le había moldeado— y la volvió hacia abajo.
—¿Cómo va a ser bueno encontrar al señor Urth y luego perderlo? Además, si me hubiese quedado con Madre no habría podido escapar. Pero aunque me pidiera en matrimonio un optimate, yo lo seguiría a usted adonde fuera.
—¿Me siguió también tu padre? ¿O algún otro? No os quedaréis conmigo si no decís la verdad.
—Yo no le mentiría nunca, sieur. No, nadie más. Me habría dado cuenta.
—¿Realmente me seguiste, Herena? ¿O corristeis los dos delante de mí, como tú cuando nos viste bajar de la nave voladora?
Declan dijo: —Ella no quería mentir, sieur. Es una buena chica. Era una forma de hablar, nada más.
—Ya lo sé. ¿Pero os adelantasteis?
Declan asintió. —Sí, sieur. Ella me dijo que el día anterior usted y la mujer habían hablado de ir a Os. Así que cuando ayer no nos dejó acompañarlo… —Hizo una pausa, frotándose la barbilla grisácea mientras rumiaba la decisión que lo había llevado a dejar la aldea.
—Nosotros fuimos primero, sieur —concluyó Herena simplemente—. Dijo que nadie iría con usted salvo la mujer y que nadie podía seguirlo. Pero no dijo que no podíamos ir a Os de ninguna manera. Nos marchamos mientras Anian y Ceallach le hacían el bastón.
—O sea que llegasteis antes que nosotros. Y hablasteis con la gente, ¿no? Le contasteis lo que había pasado en vuestras aldeas.
—No teníamos mala intención, sieur —dijo Herena.
Declan asintió. —Debería decir que no la tenía yo. En realidad no fue ella quien habló, al menos mientras no le preguntaron. Fui yo, que siempre he sido tan lento de palabra. Sólo que cuando hablo de usted, no lo soy, sieur. —Tragó aire, y enseguida continuó:— A mí me han pegado, sieur. Dos veces los recaudadores de impuestos, una la ley. La segunda vez fui el único hombre de Gurgustii que luchó, y me dieron por muerto. Pero si usted quiere castigarme, no tiene más que decirlo. Si usted lo ordenara me tiraría al agua ahora mismo, aunque no sé nadar.
Meneé la cabeza.
—No tuviste mala intención, Declan. Gracias a ti Ceryx supo de mí y el pobre Zama tuvo que morir por segunda vez, y por tercera. Pero ignoro si fue todo para bien o para mal. No sabremos si algo ha sido bueno o malo hasta que no lleguemos al final del tiempo. De los que actúan sólo podemos juzgar las intenciones. ¿Cómo supisteis que íbamos a tomar este barco?
Se estaba levantando viento; Herena se envolvió mejor en su estola.
—Nos habíamos ido a dormir, sieur…
—¿En una posada?
Declan carraspeó. —No, sieur, en un tonel. Pensamos que si llovía no íbamos a mojarnos. Y además yo podía dormir a la entrada y ella en el fondo, para que nadie la agarrara sin pasar por encima de mí. Había gente que no quería, pero cuando les expliqué nos dejaron.
—Derribó a dos a puñetazos, sieur —dijo Herena—, pero creo que no les hizo daño. Se levantaron de nuevo y huyeron.
—Luego, sieur, hacía un rato que dormíamos cuando vino a despertarme un muchacho. Era mozo en la posada donde estaba usted, sieur, y quería contarme que le había servido la bebida y que usted había resucitado a un muerto. Entonces ella y yo fuimos a ver. En la taberna había un montón de gente, todos hablando de lo que había pasado, y algunos nos conocían porque ya les habíamos contado de usted. Como el mocito, sieur. Nos convidaron cerveza porque no teníamos dinero, sieur, y nos dieron huevos duros y sal, que para los que beben allí es gratis. Y ella oyó a un hombre decir que usted y la mujer zarpaban mañana en el Alcyone.
Herena asintió. —Así que esta mañana vinimos. El tonel no estaba lejos del muelle, sieur, y no bien hubo luz yo desperté a Declan. Aunque el capitán todavía no estaba, había un hombre a cargo, sieur, y cuando dijimos que si nos tomaban trabajaríamos, el hombre dijo de acuerdo, y ayudamos a subir cosas. Lo vimos venir, sieur, y lo que pasó en la orilla, y desde entonces tratamos de estar siempre cerca de usted.
Yo asentí, aunque miraba hacia la proa. Hadelin y Burgundofara habían subido y estaban en el castillo. A ella el viento le apretaba al cuerpo la raída ropa de marinera, y recordando el cuerpo pesado y musculoso de Gunnie me asombró que fuera tan delgada.
—Esa mujer… —susurró Declan con voz ronca—. Justo aquí abajo, sieur… Y el capitán…
—Ya sé —le dije—. Anoche en la posada también se acostaron juntos. No tengo nada que reclamarle. Es libre de hacer lo que quiera.
Burgundofara se volvió un momento, alzando la mirada a las velas (que ahora estaban plenas, como preñadas), y se rió de algo que le había dicho Hadelin.
XXXIV — Saltus otra vez
Antes del mediodía nos deslizábamos a la velocidad de un yate. El viento cantaba en los obenques y las primeras gotas de lluvia salpicaron el barco como pintura arrojada al velamen. Desde mi posición en el alcázar observé cómo arriaban la cofa de mesana y el juanete mayor y arrizaban una y otra vez el resto del aparejo. Cuando Hadelin se me acercó, excesivamente educado para sugerirme que fuera abajo, le pregunté si no sería razonable amarrar.
—No puedo, sieur. De aquí a Saltus no hay ningún puerto, sieur. Si fondeara en la orilla el viento nos haría encallar, sieur. Se avecina una borrasca, sieur, eso está claro. De peores hemos salido, sieur. —Se precipitó a dirigir a la cuadrilla de mesana y gritarle obscenidades al timonel.