—Gracias, sieur. Gracias. —Por un momento dio vuelta la cara; luego me miró de nuevo, directamente a los ojos, y dijo algo que exigía más valor moral que cualquier cosa que yo haya oído:— Quizá haya pensado que nos reíamos de usted, sieur. No es así. En La Cazuela creímos que lo habían matado. Después abajo, en su camarote, no lo pudimos evitar. Caímos juntos. Ella me miró y yo a ella. Cuando nos dimos cuenta había pasado. Pensamos que íbamos a morir, después, y supongo que anduvimos cerca.
Le dije: —Ya no tiene de qué preocuparse.
—Más vale entonces que yo baje a decírselo.
Fui a proa, pero no tardé en descubrir que, con lo que habíamos virado, la vista era mucho mejor desde la altura del alcázar. Estaba allí estudiando la orilla noroeste, cuando Hadelin volvió, esta vez con Burgundofara. Al verme, ella se desprendió del capitán y fue al otro lado de la cubierta.
—Si busca el lugar donde vamos a atracar, sieur, empieza a distinguirse ahora. ¿Lo ve? Fíjese en el humo, sieur, no en las casas.
—Ahora lo veo.
—En Saltus nos estarán preparando la cena, sieur. Allí hay una buena posada.
—Lo sé —respondí, pensando cómo habíamos llegado con Jonas a través del bosque, después de que los ulanos dispersaran nuestro grupo en la Puerta de la Piedad, de encontrar el vino en la jarra y de tantas otras cosas. La villa misma era más grande de lo que recordaba. Había pensado que la mayoría de las casas eran de piedra; éstas eran de madera.
Busqué el poste al que había estado encadenada Morwenna la primera vez que yo le había hablado. Mientras la tripulación arriaba las velas y nos deslizábamos en la pequeña bahía, descubrí el parche de tierra yerma pero ni poste ni cadena alguna.
Hurgué en mi memoria, que es perfecta salvo quizá algunos lapsos y distorsiones leves. Recordé el poste y el leve retintín de la cadena cuando Morwenna había levantado las manos suplicando, cómo zumbaban y picaban los jejenes, y la casa de Barnoch, toda de piedra de cantera.
—Ha pasado mucho tiempo —le dije a Hadelin.
Los marineros soltaron las drizas, las velas cayeron a cubierta una tras otra y el Alcyone se deslizó hacia el amarradero; tripulantes con bicheros esperaban en el emparrillado que se extendía entre la cubierta superior y el castillo de proa, listos a protegernos del muelle o acercarnos a él.
Apenas hicieron falta. Media docena de vagabundos corrieron a agarrar los cabos y anudarlos, y el timonel nos acercó de lado con tal suavidad que las defensas de cuerda vieja que colgaban de la aleta del Alcyone besaron meramente las tablas.
—No sabe qué tormenta hubo hoy, capitán —saludó uno de los vagabundos—. Acaba de aclarar hace un rato. Acá el agua llegó hasta la calle. Suerte que no se la encontraron.
—Nos la encontramos —dijo Hadelin.
Yo bajé a tierra medio convencido de que había dos villas con el mismo nombre: Saltus y Nueva Saltus, o algo por el estilo.
La posada no era como la recordaba; pero tampoco muy diferente. El patio y el pozo se parecían mucho; también los amplios portones por donde entraban jinetes y coches. Me senté en el comedor y ordené la cena a un posadero que no reconocí, preguntándome todo el tiempo si Burgundofara y Hadelin se sentarían conmigo.
Ninguno de los dos lo hizo; pero al cabo de un rato vinieron Herena y Declan, trayendo con ellos al membrudo marinero que había manejado el bichero de popa y a una mujer grasienta, de cara angosta, que me presentaron como la cocinera del barco. Los invité a sentarse, lo cual hicieron con gran reticencia y dejando muy claro que no permitirían que les pagara vino ni comida. Yo le pregunté al marinero (quien, di por sentado, tenía que haber parado allí muchas veces) si no había minas en la región. Me dijo que cosa de un año atrás habían llevado una máquina a una colina, por aviso secreto de un jatif a los prominentes de la ciudad, y que se habían sacado a la superficie algunos objetos interesantes y valiosos.
De la calle nos llegó un retumbo de botas, detenido por una orden cortante. Me acordé del kelau que había entrado cantando desde el río en aquella Saltus a la que yo llegara como aspirante exiliado, y me disponía a mencionarlo con la esperanza de llevar la conversación a la guerra con Ascia, cuando de golpe se abrió la puerta y entró un oficial de uniforme ostentoso seguido de una cuadrilla de fusileros.
La sala había sido un bullicio; se hizo un silencio mortal.
El oficial le gritó al posadero:
—¡Muéstreme al hombre que llaman Conciliador! Burgundofara, que estaba en otra mesa con Hadelin, se puso de pie y me señaló.
XXXV — Nessus otra vez
Cuando vivía entre los torturadores vi a muchos clientes golpeados. No por nosotros, que sólo infligíamos los castigos ordenados en decretos, sino por los soldados que nos los traían y se los llevaban. Los más expertos se protegían la cabeza y la cara con los brazos, y el estómago con la barbilla; esto deja expuesta la columna, pero para proteger la columna hay poco que pueda hacerse de todos modos.
Fuera de la posada al principio intenté luchar, y parece probable que los peores golpes los recibiera después de perder la conciencia. (O, mejor dicho, de que la perdiera la marioneta que yo manipulaba desde lejos.) Cuando me recobré, aún seguían lloviendo golpes, y traté de hacer lo que hacían los desdichados clientes.
Los fusileros usaban las botas, y algo mucho más peligroso: las cantoneras de hierro de las culatas de los fusiles. Los relámpagos de dolor me parecían lejanos; sobre todo tenía conciencia de los golpes, cada uno súbito, compulsivo y artificial.
Al fin se terminó y el oficial me ordenó que me levantara; me tambaleé y caí, me patearon, volví a intentarlo y caí de nuevo; me metieron el cuello en un nudo de cuero crudo y con eso me alzaron. Me estrangulaba, pero también me ayudaba a mantener el equilibrio. Tenía la boca llena de sangre; escupí una y otra vez, preguntándome si no me habría perforado los pulmones con una costilla.
Había cuatro fusileros en el suelo, y recordé que a uno le había arrancado el arma pero no había podido soltar la traba que me hubiera permitido hacer fuego: sobre pequeñeces así gira nuestra vida. Algunos camaradas los examinaron y descubrieron que tres de los cuatro estaban muertos.
—¡Los mataste! —me gritó el oficial.
Le escupí sangre a la cara.
No fue un acto racional, y esperé una nueva tanda de golpes. Tal vez la hubiera recibido, pero alrededor había cien o más personas mirando a la luz que fluía de las ventanas de la posada. Murmuraban, intranquilas, y con la impresión de que algunos soldados sentían lo mismo que ellos me acordé de los guardias de la obra del doctor Talos, que buscaban proteger a Meschiane, que era Dorcas y la madre de todos nosotros.
Se improvisó una litera para el fusilero herido y apremiaron a dos hombres a que la llevasen. Para los muertos bastó un carro lleno de paja. A la cabeza, el oficial, los fusileros restantes y yo partimos hacia el muelle, que estaba a unos centenares de pasos.
Una vez caí y dos hombres de la multitud se lanzaron a ayudarme. Antes de estar de nuevo en pie supuse que eran Declan y el marinero, o acaso Declan y Hadelin; pero al jadear las gracias descubrí que eran extraños. Al parecer el incidente enfureció al oficial, que cuando caí de nuevo les disparó a los pies para alejarlos y me estuvo pateando hasta que volví a levantarme ayudado por la cuerda y el fusilero que la tenía.
El Alcyone estaba en el muelle, tal como lo habíamos dejado; pero al lado había una embarcación de un tipo que yo no había visto nunca, con un palo que parecía demasiado ligero para llevar una vela, y en la cubierta un cañón giratorio mucho más pequeño que el del Samru.
La vista del cañón y los marineros que lo manejaban renovó el ánimo del oficial. Me hizo parar, dar la cara a la multitud y señalar a mis seguidores. Le dije que no tenía seguidores y no conocía a ninguna de esas gentes. Entonces me golpeó con la pistola. Cuando me levanté una vez más vi a Burgundofara lo suficientemente cerca como para tocarme. El oficial repitió la orden y ella desapareció en la oscuridad. Quizá cuando volví a negarme me haya golpeado otra vez, pero no lo recuerdo; yo flotaba sobre el horizonte, dirigiendo futílmente mi vitalidad a la rota figura tendida tan lejos. El vacío la neutralizaba, y entonces decide encauzar la energía de Urth. Los huesos del cuerpo se soldaron y cicatrizaron las heridas; pero noté, consternado, que la mejilla desgarrada por la mira de la pistola era la misma que había abierto la garra de hierro de Agia. Era como si la vieja lesión se hubiera reafirmado, aunque un poco atenuada.