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—No sé si os lo puedo explicar de modo que lo entendáis —dije—. No sé si lo entiendo yo mismo.

—Por favor —imploró la cocinera.

Fueron las únicas palabras que ella dijo.

—Muy bien, pues. Ya sabéis lo que le ha pasado al Sol Viejo: se está muriendo. No quiero decir que vaya a apagarse como una lámpara a medianoche. Eso tardaría mucho. El pabilo, si podéis concebirlo así, ha bajado al ancho de un pelo y en los campos se ha podrido el maíz. Vosotros no sabéis, pero en el sur ya se está renovando la fuerza del hielo. Al de diez quilíadas se sumará el del invierno que ya tenemos casi encima, y los dos hielos se abrazarán como hermanos e iniciarán la marcha al norte, hacia estas tierras. Pronto el gran Erebus, que ha establecido allí su reinado, tendrá que enfrentarlos con sus fieros y pálidos guerreros. Unirá fuerzas con Abaia, cuyo reino está en las aguas cálidas. Junto con otros inferiores en poder pero iguales en astucia, prometerán lealtad a los gobernantes de las tierras situadas más allá de la cintura de Urth, que vosotros llamáis Ascia; y una vez que se hayan unido con ellos intentarán devorarlos.

Pero cada palabra es una palabra, y lo que les dije es demasiado largo para escribirlo aquí. Les conté todo lo que sabía de la muerte del Sol Viejo, y qué le pasaría a Urth, y les prometí que al fin alguien traería un Sol Nuevo.

Entonces Herena preguntó: —¿No es usted el Sol Nuevo, sieur? Eso dijo la mujer que estaba con usted cuando llegó a nuestra aldea.

Le contesté que de eso no iba a hablar, temiendo que si lo sabían —y me veían encarcelado— se desesperarían.

Declan quiso saber qué le pasaría a Urth cuando llegase el Sol Nuevo; y como entendía poco más que él, recurrí a la obra del doctor Talos, aunque nunca había pensado que en un tiempo futuro la obra del doctor Talos saldría de mis palabras.

Cuando al fin se marcharon, me di cuenta de que no había tocado la comida que me había traído el chico. Tenía mucha hambre; pero cuando fui a levantar el tazón mis dedos rozaron algo oculto en las sombras: un largo y angosto hato de trapos.

Entre los barrotes flotó la voz de mi vecino: —Estupendo cuento. Tomé notas lo más rápido que pude, y cuando me liberen podrían convertirse en un librito importante.

Yo estaba desenvolviendo los trapos y apenas lo oí. Era un cuchillo: la larga daga que había llevado el piloto a bordo del Alcyone.

XXXVIII — Hacia la tumba del monarca

Hasta el momento de dormirme estuve contemplando el cuchillo. No directamente, por supuesto; lo había envuelto de nuevo en los trapos y lo había escondido debajo del colchón. Pero echado en el catre, mirando el techo de metal tan parecido al que conociera de muchacho en el dormitorio de los aprendices, sentía el cuchillo bajo las rodillas.

Más tarde empezó a girar ante mis ojos cerrados, luminoso en la oscuridad y nítido desde el mango de hueso hasta la punta aguzada. Cuando por fin me dormí, también lo encontré en mis sueños.

Tal vez por eso dormí mal. Una y otra vez me despertaba, parpadeaba bajo la destellante luz de la celda, me ponía en pie y me estiraba e iba hasta la lumbrera a buscar la estrella blanca que era otra identidad. Entonces habría rendido de buen grado mi cuerpo prisionero a la muerte, de haberlo podido hacer con honor, y habría huido, surcando el cielo de medianoche, a unirme conmigo mismo. En esos momentos conocía mi poder, capaz de atraer mundos enteros y cremarlos como quema un artista sus tierras para obtener pigmentos. En el hoy perdido libro marrón que tuve y leí tanto tiempo que al fin memoricé todo el contenido (aunque una vez pareciera inagotable) aparece el siguiente pasaje: «He aquí que he soñado un sueño más; el sol y la luna y once estrellas me rendían obediencia.» Estas palabras muestran claramente cuánto más sabios que nosotros eran los pueblos de épocas muy antiguas; no en vano el libro se titula Libro de las maravillas de Urth el cielo.

Yo también tuve un sueño. Soñé que el poder de mi estrella bajaba hacia mí, y que yo me levantaba (Thecla y Severian a la vez) e iba hasta la puerta, y agarraba los barrotes y los torcía hasta abrir una brecha por donde era fácil pasar. Pero torcer los barrotes era como separar una cortina, y más allá se veía otra nueva cortina, y luego aparecía Tzadkiel, ni más grande ni más pequeño que nosotros, con la daga en llamas.

Cuando el nuevo día se derramó al fin por la lumbrera abierta, como un torrente de oro bruñido, y yo me puse a esperar el cuenco y la cuchara, examiné los barrotes; y aunque la mayor parte parecía normal, los del medio no estaban tan derechos.

El chico trajo la comida y dijo: —Aunque sólo lo oí nombrar una vez, aprendí mucho de usted, Severian. Me da pena que se vaya.

Le pregunté si.me iban a ejecutar.

Apoyando la bandeja, miró por sobre el hombro al aspirante de guardia apoyado en la pared.

—No, no es eso. Sólo lo van a llevar a otra parte. Hoy vendrá a buscarlo una voladora con pretorianos. —¿Una voladora?

—Porque puede volar por encima del ejército rebelde, supongo. ¿Usted ha viajado en alguna? Yo sólo las he visto despegar y aterrizar. Tiene que ser algo terrible.

—Sí. La primera vez que subí a una nos derribaron. Desde entonces he volado en muchas y hasta he aprendido a manejarlas; pero la verdad es que siempre me han aterrorizado.

El chico asintió. —A mí me pasaría lo mismo, pero me gustaría probar. —Incómodo, me ofreció la mano.— Buena suerte, Severian, lo lleven adonde lo lleven.

La estreché; estaba sucia pero seca, y parecía muy pequeña.

—Tufi —dije—. No es tu verdadero nombre, ¿no?

Sonrió. —No. Quiere decir que apesto.

—No para mi nariz.

—Como todavía no hace frío —explicó él— puedo ir a nadar. En invierno no tengo muchas oportunidades de lavarme, y me hacen trabajar todo el día.

—Sí, me acuerdo. Pero tu nombre verdadero es…

—Ymar. —Retiró la mano.— ¿Por qué me mira así?

—Porque al tocarte vi en tu cabeza un relampagueo de piedras preciosas. Ymar, me parece que estoy empezando a dispersarme. Dispersarme en el tiempo… O en todo caso a ser consciente de que estoy disperso en el tiempo, ya que les pasa a todos. Qué extraño que nos hayamos encontrado así. —Vacilé un instante, la voz perpleja en el remolino de mis pensamientos.— Aunque quizá no sea nada extraño. Sin duda algo rige nuestros destinos. Algo aún más alto que los hierogramatos.

—¿De qué habla?

—Ymar, algún día tú gobernarás. Serás el monarca, aunque no creo que tú mismo te llames así. Procura gobernar para Urth y no meramente en su nombre, como tantos. Sé justo, tan justo al menos como permitan las circunstancias.

El dijo: —Se está burlando, ¿no?

—No —respondí—. Aunque lo único que sepa es que gobernarás, y que un día te sentarás disfrazado bajo un plátano. Pero estas cosas las sé.

Cuando Ymar y el aspirante se fueron, me metí el cuchillo bajo la caña de la bota y lo cubrí con la pernera. Mientras lo hacía, y sentado después en el catre, especulé sobre la conversación.

¿No sería posible que Ymar hubiera llegado al Trono del Fénix por la sola razón de que un epopto yo— lo había profetizado? Hasta donde tengo conciencia, no hay de esto ninguna crónica; y puede que haya creado mi propia verdad. O bien Ymar, sintiendo que es ahora dueño de su destino, dejará de hacer el esfuerzo cardinal que le habría valido una victoria señalada.

¿Quién puede decirlo? ¿Acaso la cortina de incertidumbre de Tzadkiel no vela el futuro incluso a quienes han escapado de sus brumas? Cuando lo dejamos ante nosotros, el presente se vuelve a hacer futuro. Yo lo había dejado, lo sabía, y aguardaba en lo hondo de un pasado que en mis propios días era poco más que un mito.