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—Eso has de decirlo tú.

Se sentó, con un balanceo del musculoso torso que no era suyo.

—Estoy acostumbrado a que respondan a mis preguntas. Una llamada, y cien hombres de mi división particular estarían aquí para sacudirte… —Hizo una pausa y se sonrió a sí mismo—… de encima de mi manga. ¿Te divertiría? ¡Contéstame, Conciliador! ¿Puedes volar?

—No sé, nunca lo he intentado.

—Quizá pronto tengas la oportunidad. Lo preguntaré dos veces. —Volvió a reír.— A fin de cuentas es lo adecuado en mi condición actual. Pero no tres. ¿Tienes poder? Pruébalo o muere.

Permití que mis hombros se alzaran un dedo y cayeran otra vez. Aún tenía las manos entumecidas por los grillos; mientras hablaba me froté las muñecas.

—¿Concederías que tengo poder si con sólo golpear esta mesa que tenemos ahí matara a cierto hombre que acaba de agraviarme?

El desdichado Piatón me miró fijamente y Tifón sonrió.

—Sí, sería una demostración satisfactoria.

—¿Das tu palabra?

La sonrisa se ensanchó.

—Si quieres —dijo—. ¡Pruébalo!

Saqué el puñal y lo puse sobre la mesa.

Dudo de que en la montaña hubiera previsiones para el confinamiento de prisioneros; y considerando las que se habían dispuesto para mí, se me ocurrió que mi celda en el barco que pronto sería la Torre Matachina tenía que ser también provisoria, y que había sido preparada hacía mucho. Si Tifón sólo hubiera deseado confinarme, le habría sido fácil vaciar alguno de los sólidos cobertizos y encerrarme dentro. Era obvio que deseaba algo más: aterrorizarme y someterme, y así ganarme para su causa.

Mi prisión era un saliente de roca en la túnica de la figura gigantesca que ya mostraba la cara de Tifón. En ese lugar barrido por los vientos me prepararon un pequeño refugio de piedras y lona, y allí me llevaron carne y un vino poco común, sacado quizá de los almacenes del propio Tifón. Mientras yo observaba, en la roca donde el espolón se apartaba de la montaña clavaron un madero casi tan grueso como el palo de mesana del Alcyone, y en la base encadenaron un esmilodonte. En la punta del madero, esposado como había estado yo, colgaba el quiliarca de un gancho que le pasaba entre las manos.

Estuve mirando esas manos hasta que se fue la luz, aunque pronto me di cuenta de que al pie de la montaña bramaba una batalla. Al parecer el esmilodonte había pasado hambre. De tanto en tanto daba un salto buscando agarrar las piernas del quiliarca. Este siempre conseguía hurtarlas un codo; y aunque las grandes zarpas del animal roturaban como escoplos la madera, no encontraban punto de apoyo. En esa sola tarde obtuve toda la venganza que habría podido desear. Cuando llegó la noche le llevé comida al esmilodonte.

Una vez, durante el viaje a Thrax con Dorcas y Jolenta, yo había liberado una bestia amarrada de modo muy parecido; no me había atacado, quizá porque yo llevaba la gema llamada Garra del Conciliador, o quizá sólo porque estaba muy débil. Ahora el esmilodonte comía de mis manos y las lamía con una lengua ancha y rugosa. Toqué los curvos colmillos, parecidos al marfil de los mamuts; y le rasqué las orejas como si fuera Triskele, diciendo: —Hemos forjado espadas. Somos listos, ¿no?

Aunque pienso que las bestias sólo comprenden las frases más simples y familiares, sentí que la enorme cabeza asentía.

La cadena estaba sujeta a un collar con dos broches anchos como mi mano. La solté; la pobre criatura quedó libre, pero permaneció junto a mí.

Liberar al quiliarca no fue igual de sencillo. Rodeándolo con las piernas, como rodeaba de chico los pinos de la necrópolis, pude trepar el madero con bastante facilidad. Para entonces el horizonte ya estaba muy por debajo de mi estrella, y no me habría costado nada desenganchar al encadenado y dejarlo caer; pero no me atreví a hacerlo por miedo a que se precipitara al abismo o lo atacara el esmilodonte. Por débil que fuera la luz para verlos, los ojos fulguraban mirándonos desde abajo.

Al fin me anudé las manos de él al cuello y bajé como pude, casi resbalando y a medias ahogado, pero llegué a la seguridad de la roca. Cuando lo llevé al refugio, el esmilodonte vino detrás y se echó a nuestros pies.

A la mañana, cuando llegaron siete guardias con comida, agua y vino para mí y antorchas atadas a estacas para alejar al esmilodonte, el quiliarca ya se había recuperado, y había comido r bebido. La consternación de los soldados al ver que hombre y esmilodonte habían desaparecido nos divirtió; pero no fue nada comparada con sus expresiones cuando descubrieron que estaban los dos en mí refugio.

—Acercaos —les dije—. La bestia no os hará nada, y estoy seguro de que el quiliarca sólo os castigará si habéis faltado a vuestro deber.

Avanzaron, aunque titubeando, oteándome con tanto miedo como al esmilodonte.

—Ya visteis lo que hicieron al quiliarca por haberme dejado guardar un arma. ¿Qué os harán cuándo se sepa que lo habéis dejado escapar?

El pontonero me respondió: —Moriremos todos, sieur. Habrá un par de postes más, y de cada uno colgarán tres o cuatro de nosotros. —Mientras hablaba, el esmilodonte gruñó de pronto y los siete retrocedieron.

El quiliarca asintió. —Tiene razón. Yo mismo daría la orden, si conservara mi cargo.

—Algunos hombres quedan destrozados cuando pierden cargos así.

—A mí nunca me ha destrozado nada —replicó él—. Tampoco me destrozará esto.

Creo que fue la primera vez que lo miré como a un ser humano. Tenía un rostro duro y frío pero lleno de inteligencia y decisión.

—Es cierto —le dije—. A algunos les pasa, pero no a ti. Debes huir y llevarte a estos hombres contigo. Los pongo a tus órdenes.

De nuevo asintió. —¿Puedes soltarme las manos, Conciliador?

El pontonero dijo: —Yo puedo, sieur. —Se adelantó con la llave, y el esmilodonte no protestó. Cuando las esposas cayeron a la roca donde estábamos sentados, el quiliarca las recogió y las tiró al precipicio.

—Mantén las manos detrás de ti —le dije—. Tápalas con la capa. Que estos hombres te conduzcan a la voladora. Todo el mundo pensará que te trasladan a otro lugar para seguir castigándote. Vosotros sabréis mejor que yo dónde aterrizar a salvo.

—Nos uniremos a los rebeldes, que seguramente se alegrarán. —Se puso en pie y saludó, y yo también me puse en pie y le devolví el saludo, habituado como estaba desde mis tiempos de Autarca.

El pontonero preguntó: —Conciliador, ¿no puedes liberar a Urth de Tifón?

—Podría, pero no lo haré a menos que sea inevitable. Matar a un gobernante es fácil… muy fácil. Pero es muy difícil impedir que venga uno peor.

—¡Gobiérnanos tú!

Meneé la cabeza. —Si os digo que tengo una misión más importante pensaréis que bromeo. Y sin embargo es verdad.

Asintieron, a todas luces sin comprender.

—Os diré una cosa. Esta mañana he estudiado esta montaña y la rapidez con que se hacen los trabajos. Todo esto me dice que a Tifón le queda muy poco tiempo. Morirá en el sofá rojo donde está ahora; y sin una orden de él, nadie se atreverá a abrir la cortina. Todos se escabullirán uno tras otro. Las máquinas que cavan como hombres volverán a buscar nuevas instrucciones pero nadie las recibirá, y a su tiempo la cortina misma se volverá polvo.

Me miraban boquiabiertos. Yo dije: —Nunca habrá otro gobernante como Tifón, otro monarca de muchos mundos. Pero los gobernantes menores que lo sucedan, el mejor y más grande de los cuales se llamará Ymar, lo imitarán hasta que cada pico de los que veis a nuestro alrededor lleve una corona. Esto es todo lo que os digo ahora, y todo lo que puedo decir. Tenéis que marcharos.