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El quiliarca dijo: —Si lo deseas, Conciliador, nos quedaremos aquí y moriremos contigo.

—No lo deseo —les dije—. Y no moriré. —Intenté revelarles las obras del Tiempo, aunque yo mismo no las entendía:— Todos los que han vivido siguen viviendo en algún ahora. Pero vosotros corréis grave peligro. ¡Marchaos!

Los guardias retrocedieron. El quiliarca dijo:

—¿No nos darás una prenda, Conciliador, una prueba de que te hemos conocido? Sé que he profanado mis manos con tu sangre, y Gaudentius también; pero estos hombres no te han hecho ningún daño.

La palabra prenda sugirió la prenda que recibió. Me quité la correhuela y el saquito de piel humana que Dorcas había cosido para la Garra, y que ahora contenía la espina que yo me había arrancado del brazo junto al infatigable Océano, la espina sobre la que había cerrado mis dedos en la nave de Tzadkiel.

—Esto se ha empapado en mi sangre —les dije.

Con una mano en la cabeza del esmilodonte, los miré andar por el promontorio, las sombras largas aún a la luz de la mañana. Cuando alcanzaron la masa rocosa que rápidamente se iba convirtiendo en la manga de Tifón, el quiliarca escondió las muñecas bajo la capa como yo había sugerido. El pontonero sacó su pistola y dos soldados apuntaron las armas a la espalda del quiliarca.

Así dispuestos, prisionero y guardias, bajaron por la escalera de la otra punta y se perdieron en los trajinados caminos de ese lugar que yo no había llamado aún Ciudad Maldita. Los había despachado muy ligeramente; pero ahora que ya no estaban, supe una vez más lo que era perder un amigo —porque también el quiliarca se había vuelto amigo mío— y sentí que mi corazón, aunque duro como el metal (como han dicho algunos), al fin se preparaba a agrietarse.

—Y ahora debo perderte a ti también —le dije al esmilodonte—. De hecho, tendría que haberte despachado cuando todavía estaba oscuro.

Dejó escapar un profundo rezongo, sin duda un ronroneo, un sonido que pocos hombres o mujeres habrán oído. Desde el cielo llegó un débil eco del ronroneo tronante.

A lo lejos, en el regazo de la colosal estatua, despegó una voladora, elevándose despacio al principio (como suelen hacer esas naves cuando sólo de penden de la repulsión de Urth), luego alejándose velozmente. Recordé la voladora que había visto al separarme de Vodalus, tras el episodio que puse al comienzo mismo del manuscrito que arrojé a los universos mutables. Y luego resolví que si alguna vez recuperaba mi tiempo de ocio, escribiría un nuevo relato, comenzando como he hecho con el lanzamiento del viejo.

No puedo decir de dónde me viene esta sed insaciable de dejar detrás un errante rastro de tinta; pero una vez me referí a cierto incidente de la vida de Ymar. Ahora he hablado con el propio Ymar, pero el incidente sigue siendo tan inexplicable como el deseo. Preferiría que incidentes similares de mi vida no estuvieran envueltos en una oscuridad similar.

El trueno tan distante sonó de nuevo, esta vez más cerca, y era la voz de una columna de nubes negras como la noche, más grande aún que el brazo de la colosal figura de Tifón. Los pretorianos habían dejado a cierta distancia de mi pequeño refugio la comida y la bebida que habían traído. (Tales servicios son el precio de una lealtad imperecedera; quienes la profesan rara vez trabajan con la misma diligencia que un sirviente común cuya lealtad es un deber.) Salí, y el esmilodonte salió conmigo a recoger las viandas y guardarlas en el refugio. El viento ya estaba entonando su canción de tormenta, y unas gotas heladas y grandes como ciruelas salpicaron la roca frente a nosotros.

—Tendrás pocas oportunidades como ésta —le dije al esmilodonte—. Están corriendo a buscar refugio. ¡Vete ahora!

Partió a la carrera, como si hubiera esperado mi consentimiento, cubriendo diez codos con cada salto. Un momento después había desaparecido detrás del brazo de Tifón. Un momento más y reapareció como una veta tostada que la lluvia oscurecía, y de la cual peones y soldados huían como conejos.

Me alegró ver que las muchas armas de las bestias, por terribles que parezcan, son meros juguetes comparadas con las armas de los hombres.

Soy incapaz de decir si regresó sano y salvo a sus campos de caza, aunque confío en que sí. Por mi parte, me senté un rato bajo el refugio a escuchar la tormenta y masticar pan y fruta, hasta que al fin el viento salvaje me arrebató la lona de encima de la cabeza.

Me levanté; oteando entre las cortinas del aguacero, vi una partida de soldados que trepaba por el brazo.

Sorprendentemente, también vi lugares sin lluvia ni soldados. No quiero decir que esos lugares recién vistos se extendieran donde antes se había extendido el vacío. El doloroso vacío persistía, y la roca se derramaba al menos una legua como una catarata, con el verde oscuro de la alta jungla a lo lejos, muy abajo; la jungla que iba a albergar la aldea de hechiceros por la que el niño Severian y yo pasaríamos.

En verdad me parecía que las direcciones familiares —arriba y abajo, adelante y atrás, izquierda y derecha— se habían abierto como un capullo, revelando pétalos inimaginados, nueva Sefirot cuya existencia se me había ocultado hasta entonces.

Un soldado disparó. La descarga dio a mis pies, en la roca, astillándola como un cincel. Entonces comprendí que los habían enviado a matarme, supongo que porque uno de los hombres que acompañaban al quiliarca se había rebelado contra su sino y había contado lo que pasaba, aunque demasiado tarde para impedir la marcha de los demás.

Otro levantó un arma. Escapé pasando de la roca barrida por la lluvia a un lugar nuevo.

XL — El arroyo más allá de Briah

Estaba en una hierba salpicada de flores, fragante y blanda como ninguna que hubiera conocido; arriba el cielo era azur, rasgado por nubes que escondían el sol y apresaban el aire superior con barras de índigo y oro. Débil, muy débilmente, se oía aún el bramido de la tormenta que barría el monte Tifón. En un momento hubo un fogonazo, o bien la sombra de un fogonazo, si esto es posible, como si un rayo hubiera dado en la roca o uno de los pretorianos hubiera vuelto a disparar.

Me bastó dar dos pasos para que dejara de ver todo esto; pero no parecía tanto que hubiese desaparecido como que yo había perdido la capacidad (o quizá sólo el empeño) de detectarlo, así como al crecer dejamos de ver cosas que nos interesaron de niños. Sin duda, pensé, esto no puede ser lo que el hombre verde llamó Corredores del Tiempo. Aquí no hay ningún corredor; sólo colinas y hierba ondulante y un viento dulce.

A medida que iba avanzando, me dio la impresión de que todo lo que veía era familiar, que caminaba por un lugar donde había estado antes, aunque no podía precisarlo. No era nuestra necrópolis, con sus mausoleos y cipreses. Tampoco los campos no cercados que había recorrido con Dorcas hasta dar con el teatro del doctor Talos; aquellos campos se encogían bajo la muralla de Nessus y aquí no había murallas. Tampoco los jardines de la Casa Absoluta, llenos de adelfas, grutas y fuentes. Se parecía más, pensé, a las pampas en primavera, salvo por el color del cielo.

Luego oí el canto de un torrente, y un momento después vi su resplandor plateado. Corrí hacia él, recordando mientras corría que en un tiempo había sido cojo, y que una vez había bebido en cierto arroyo de Orithya y que luego había visto las pisadas de un esmilodonte; entre sorbos, sonreí pensando que ahora no me asustarían.

Cuando levanté la cabeza, lo que vi no fue un esmilodonte sino una mujer diminuta, con alas de colores brillantes, que corriente arriba vadeaba el lecho pedregoso como refrescándose las piernas.