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Una mosca me zumbó junto a la cara.

La ahuyenté; luego miré pasmado cómo hurgaba en la carne seca, seguida por otra docena de moscas.

Di un paso atrás; antes de que pudiera alejarme, todas las espantosas fases de la putrefacción se presentaron en orden inverso, como pilluelos que en un hospicio empujan al frente a los más chicos; la carne ajada se hinchó e infestó de gusanos, retrocedió a la lividez de la muerte y finalmente retomó la coloración y casi la apariencia de la vida; la mano fláccida se cerró sobre el corroído mango de acero del digue hasta apretarlo como una tenaza.

Acordándome de Zama, yo me preparé a correr no bien el muerto se sentara, o a arrebatarle el arma y matarlo. Tal vez estos impulsos se cancelaron mutuamente; el hecho es que no hice nada y me quedé simplemente al lado de él, observándolo.

Se incorporó despacio y me miró con ojos vacíos.

—Más vale que guardes eso, no vayas a herir a alguien —le dije. Esas armas suelen ir envainadas con la espada, pero él llevaba una cuchillera en el cinturón y me hizo caso—. Estás desorientado —continué—. Lo más sensato sería no moverte hasta que vuelvas en ti. No me sigas.

No contestó nada, ni yo esperaba que contestase. Escabulléndome, me alejé lo más rápido posible. Unas cincuenta zancadas después oí sus pasos vacilantes; eché a correr, tratando de no hacer ruido y cambiando de un sendero a otro.

No sé decir cuánto duró. Mi estrella aún estaba subiendo y me pareció que yo habría podido dar la vuelta entera a Urth sin cansarme. Pasé a la carrera frente a muchas puertas extrañas y no las abrí, sabiendo que de un modo u otro todas llevarían de la Casa Secreta a la Casa Absoluta. Por fin llegué a una abertura sin puerta; una corriente de aire me trajo un llanto de mujer, y me detuve y crucé el umbral.

Me encontré en una logia con arcadas en tres lados. Los sollozos de mujer parecían provenir de la izquierda; fui hasta una de las arcadas y atisbé. Daba a la galería amplia y sinuosa que llamábamos Sendero de Aire; la logia era una de esas construcciones que aunque aparentan ser meramente ornamentales sirven a las necesidades de la Casa Absoluta.

Muy abajo, sombras en el suelo de mármol me indicaron que alrededor de la mujer había al menos una docena de pretorianos, apenas visibles, uno de los cuales la sostenía por el codo.

Entonces (no sé decir por qué azar) ella levantó la vista hacia mí. Tenía un hermoso rostro, de esa tez que llaman olivácea y también liso y ovalado como una oliva, y había en él algo que me partió el corazón; y aunque no la reconocía, una vez más tuve una sensación de retorno. Sentí que en alguna vida perdida había estado justo donde estaba ahora; y que en esa vida había visto a esa mujer exactamente de esa manera.

A poco tanto ella como las sombras de los pretorianos quedaron casi fuera de mi vista. Me moví de un arco a otro para no perderlos; y ella a su vez continuaba observándome, y la última vez que la vi me miraba por encima del hombro, cubierto con una túnica pálida.

En esa visión fugaz era tan hermosa y desconocida como en la primera. Su belleza era razón suficiente para que cualquier hombre la mirara, pero ¿por qué me miraba ella? Si yo había entendido algo de su expresión, era una mezcla de esperanza y miedo; quizá también ella tuviera la sensación de un drama que volvía a representarse una segunda vez.

Un centenar de veces repasé mis correrías y enredos en la Casa Secreta, bien como Thecla sola, bien como Severian y Thecla unidos, bien como el viejo Autarca. No logré encontrar el momento; y sin embargo existía. Y, mientras seguía andando, empecé a revisar esos recuerdos que están debajo de los últimos, recuerdos que en este relato apenas he mencionado, que se oscurecen a medida que van haciéndose extraños y quizá se remonten a Ymar, y más atrás de Ymar a la Edad del Mito.

Y sin embargo, por encima de todas esas vidas sombrías —e incomparablemente más vívidas, como la expresión de los ojos de una montaña cuando el bosque que hay a sus pies se ha hundido en una bruma gris— se movía la estrella blanca que era yo mismo. También yo estaba allí; y la vi enfrente, en apariencia muy lejos aún del sol carmesí (aunque mucho más cerca de lo que parecía), y supe entonces que después de tantos siglos ella iba a ser simultáneamente mi destrucción y mi apoteosis. A izquierda y derecha, la valerosa Skuld y la hosca Verthandi parecían satélites irrelevantes. Sobre la faz de la estrella blanca se deslizaba el oscuro lunar de Urth, casi perdido entre sombras; y en los momentos postreros de esa noche, perplejo y meditabundo, fui de un lado a otro bajo tierra.

XLII — ¡Ding, dong, ding!

Al entrar en la Casa Secreta yo apenas había sabido adónde iba. Mejor dicho, apenas había tenido conciencia; como a la larga comprendí, inconscientemente había encaminado los pasos hacia el Hipogeo Amarantino. Pretendía averiguar quién ocupaba el Trono del Fénix y reclamarlo, si era posible. Cuando llegara el Sol Nuevo la Comunidad necesitaría un gobernante que entendiera lo que había ocurrido; eso pensaba yo.

Cierta puerta de la Casa Secreta se abrió detrás de la cortina de terciopelo que colgaba detrás del trono. La había sellado yo, con mi palabra, en el año inicial de mi reinado; y había puesto campanas en el exiguo espacio entre la cortina y el muro, para que nadie entrara sin hacer algún ruido, que el ocupante del trono no dejaría de oír.

Ahora una orden mía abrió la puerta suave y silenciosa. Entré y la cerré a mis espaldas. Las campanillas, pendientes de hilos de seda, tintinearon blandamente; arriba de ellas campanas más grandes, de cuyas lenguas colgaban los hilos, susurraron con voces metálicas y dejaron caer un chaparrón de polvo.

Permanecí inmóvil, atento. Por fin cesó el campanilleo, aunque no sin que yo oyera en él la risa de Tzadkiel.

—¿Qué es ese retintín?— La que hablaba era una anciana, en un tono fino y agrietado.

Alguien más habló con profunda voz de hombre. No pude discernir las palabras.

—¡Campanas! —exclamó la anciana—. Oímos campanas. ¿Tan sordo te has vuelto, quiliarca, que no las oíste tú también?

Eché de menos el digue, con el cual habría podido rasgar la cortina y espiar dentro; mientras volvía a sonar la voz profunda, se me ocurrió que otros que hubieran estado en ese mismo sitio habrían tenido también la misma idea, y cuchillos bien afilados por añadidura.

—Sonaron, te digo. Envía alguien a averiguar.

Quizá hubiera muchas rajaduras así, porque en un solo aliento encontré una, hecha por algún observador apenas más bajo que yo. Mire y vi que me encontraba a tres zancadas de la derecha del trono. Sólo la mano del ocupante era visible, apoyada en el brazo, esqueléticamente flaca: una mano tramada de venas azules y cuajada de gemas.

Ante el trono, con la cabeza inclinada, se agachaba una forma tan vasta que por un momento creí que era la de Tzadkiel cuando había capitaneado la nave. Tenía el pelo en desorden, empastado y sanguinolento.

Detrás se alzaba una piña de guardias tenebrosos, y al lado un oficial sin casco cuyas insignias y la virtualmente invisible armadura lo señalaban como quiliarca de los pretorianos, aunque por supuesto no era el que había desempeñado el cargo en mis días de Autarca, ni tampoco el que yo bajara del alto poste en una época ahora inimaginablemente distante.