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—Sieur… —El hombre observaba a su comandante pero no podía impedir que los ojos asustados se le desviaran hacia Valeria.

—¿Qué pasa?

—Sieur, otro gigante…

—¿Otro gigante? —Me pareció que Valeria inclinaba la cabeza. Vi un relámpago de gemas y debajo un mechón de pelo gris.

—¡Una mujer, Autarca! ¡Una mujer desnuda!

Aunque no le veía la cara, supe que Valeria se dirigía a Calveros cuando preguntó: — ¿Y qué puedes decirnos de esto? ¿Es tu mujer, tal vez?

Él negó con la cabeza; y yo, recordando la cámara roja de su castillo, especulé sobre la disposición de su vida en cavernas talásicas que para mí eran casi inconcebibles.

—El guardián está trayendo a la giganta para que sea interrogada— dijo el subalterno.

El quiliarca añadió: —¿Queréis contemplarla, Autarca? Si no, puedo ocuparme del interrogatorio.

—Estamos cansadas. Ahora nos retiraremos. Por la mañana me dirás qué has averiguado.

—E-ella di-dice —tartajeó entonces el joven subalterno —que ciertos cacógenos han aterrizado en una nave y han dejado aquí un hombre y una mujer.

Por un momento supuse que se refería a Burgundofara y yo; pero era improbable que Abaia y sus ondinas se equivocaran por edades enteras.

—¿Y qué mas? —preguntó Valeria.

—Nada más, Autarca. ¡Nada!

—Te lo veo en los ojos. Si no te baja en seguida a la lengua, lo enterrarán contigo.

—Es un rumor infundado, no más. Ningún hombre nuestro ha informado nada.

—¡Suéltalo!

El subalterno parecía azorado. —Dicen que han vuelto a ver a Severian el Cojo, Autarca. En los jardines, Autarca.

Era entonces o nunca. Levanté la cortina y pasé por debajo, mientras todas las campanillas reían y arriba la gran campana tañía tres veces.

XLIII — La marea vespertina

—Vuestra sorpresa no es mayor que la mía —les dije. Y al menos para tres de ellos era cierto.

Calveros (a quien jamás había esperado volver a ver después de que se hundiera en el lago, pero que en verdad yo había visto, tal como lo recordaba, luchando a mi lado ante el Sillón de justicia de Tzadkiel) se había vuelto demasiado grande para seguir considerándolo humano: la cara era aún más pesada y más deforme; la piel, blanca como la de la mujer del agua que una vez me había salvado de ahogarme.

La chica cuyo hermano me había pedido una moneda a la puerta de su choza se había convertido en una mujer de sesenta años o más, y el gris de la edad se superponía a la delgadez y el curtido de los largos caminos. Ya antes se había apoyado en el bastón como si fuese algo más que la insignia de su oficio. Ahora ella se alzaba con los ojos brillantes, erguida como un álamo joven.

Sobre Valeria no escribiré, salvo para decir que en cualquier sitio la habría reconocido al instante. Sus ojos no habían envejecido. Seguían siendo los ojos relucientes de la muchacha envuelta en pieles que había salido a mi encuentro en el Atrio del Tiempo; y sobre ellos el tiempo no tenía poder.

El quiliarca saludó y se arrodilló ante mí igual que el castellano de la Ciudadela, y tras una pausa embarazosamente larga, también se arrodillaron los otros hombres y el joven subalterno. Les indiqué que se levantaran, y esperando a que Valeria se recuperase (pues momentáneamente temí que se desmayara o algo peor), le pregunté al quiliarca si él había sido oficial subalterno cuando yo ocupaba el Trono del Fénix.

—No, Autarca. Yo era sólo un muchacho. —Sin embargo me recuerdas claramente.

—Mi deber es conocer la Casa Absoluta, Autarca.

En algunos lugares hay cuadros y bustos vuestros.

—No te…

La voz era tan débil que a duras penas la oí. Me volví para cerciorarme de que realmente era Valeria quien hablaba.

—No te muestran como eras de verdad. Te muestran como yo pensaba…

Esperé, curioso.

Ella agitó una mano. Era el gesto de una anciana muy débil.

—Como yo pensaba que serías cuando volvieras a mí, a la torre de nuestra familia en la Ciudadela Vieja. Te muestran como eres ahora. —Rió, y se echó a llorar.

Después de las de ella, las palabras del gigante sonaron como un clamor de ruedas de carro.

—Tiene el aspecto de siempre —dijo—. Yo no recuerdo muchas caras, Severian; pero recuerdo la suya.

—Está diciendo que tenemos una disputa pendiente. Preferiría dejarla así y estrecharle la mano. Calveros se levantó a tomarla, y vi que había cobrado dos veces mi altura.

El quiliarca preguntó: —Autarca, ¿le habéis dado la libertad de la Casa Absoluta?

—Sí. Sin duda es una criatura maligna; pero también lo eres tú, y yo.

Calveros rugió: —A usted no le haré mal, Severian. No se lo he hecho nunca. Si tiré lejos aquella joya fue porque usted creía en ella. Era dañina, o eso me pareció entonces.

—Y benéfica, pero todo esto ha quedado atrás. Olvidémoslo, si podemos.

La profetisa dijo: —También ha hecho daño diciendo que traeríais la destrucción. Yo le he dicho a esta gente la verdad, que traeríais un renacimiento, pero no quisieron creerme.

—Ha dicho la verdad tanto como tú —dije yo—. Para que nazca lo nuevo hay que hacer a un lado lo viejo. Quien va a plantar trigo mata la hierba. Los dos sois profetas, aunque de clases diferentes; s cada cual profetiza lo que el Increado le transmitió.

Entonces se abrieron de par en par las puertas de plata y lapislázuli del otro extremo del Hipogeo Amaran tino, puertas que en mi reinado sólo se usaban para procesiones solemnes y presentaciones ceremoniales de embajadores; y esta vez no irrumpió un oficial solitario sino dos docenas de soldados de caballería, armados de fusiles o lanzas de fuego. Todos sin excepción daban la espalda al Trono del Fénix.

Por un momento me absorbieron tan completamente que olvidé cuántos años habían pasado desde la última vez que Valeria me viese; para mí no había sido un lapso de años, sino de acaso menos de cien días en total. Así que hablando de costado, a la vieja manera que tanto había usado cuando presenciábamos juntos algún largo ritual, la disimulada manera que había aprendido de muchacho para hablar a espaldas del maestro Malrubius, murmuré:

—Esto valdrá la pena verlo.

Al oírla jadear la miré, y vi las mejillas manchadas de llanto y todo el daño que el tiempo había causado. Amamos más cuando comprendemos que el objeto de nuestro amor no tiene ninguna otra cosa; y creo que yo nunca amé a Valeria como en ese momento.

Le puse una mano en el hombro, y aunque no eran lugar ni momento para escenas íntimas, siempre me he alegrado de haberlo hecho porque no hubo tiempo para nada más. La giganta cruzó el umbral a gatas, primero una mano, como una bestia de cinco patas, luego el brazo. Era más grande que los troncos de muchos árboles que se consideran viejos y blanca como la espuma del mar; pero la deformaba una quemadura que se abría y sangraba en el momento mismo en que aparecía.

Hubo un jadeo, y no sólo de Valeria sino de todos, creí oír, salvo de Calveros. Junto con la otra mano asomó el rostro de la ondina, y también la brillante masa de pelo verde, tan enorme que parecía colmar el vano de la puerta. Más de una vez he oído decir hiperbólicamente que alguien tiene los ojos como platos; de los ojos de la giganta era cierto; lloraban lágrimas de sangre, y más sangre le goteaba de la nariz.

Comprendí que había remontado el Gyoll desde el mar, y desde el Gyoll había recorrido el afluente que vagaba por los jardines y en cuyas aguas yo había flotado con Jolenta. Exclamé:

—¿Cómo te han arrebatado de tu elemento?

Tal vez porque era mujer no tenía una voz tan profunda como yo había esperado, aunque sí más profunda que la de Calveros. Pero había en esa voz una cierta ligereza, como si esa criatura que se debatía por cruzar el umbral mientras hablaba, tan claramente moribunda, sintiera, con todo, una vasta dicha que no debía nada a su propia vida ni a la del sol.