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—Porque iba a salvaros… —dijo.

Con estas palabras se le llenó la boca de sangre; la escupió, y fue como si hubieran abierto algún desagüe en un matadero.

—¿De las tormentas e incendios que el Sol Nuevo traerá a Urth? —le pregunté—. Te lo agradecemos, pero ya nos han prevenido. ¿No eres una criatura de Abaia?

—Aun así. —Se había arrastrado a través del umbral hasta la cintura. Ahora la carne parecía tan enorme que su propio peso la desprendería de los huesos. Los pechos colgaban como esos almiares que un niño ve alzarse por encima de él. Comprendí que nunca podríamos devolverla al agua: que moriría en el Hipogeo Amarantino y harían falta cien hombres para desmembrar el cadáver y cien más para enterrarlo.

El quiliarca preguntó: —Entonces ¿por qué no te mataríamos? Eres una enemiga de la Comunidad.

—Porque vine a preveniros. —Había dejado caer la cabeza en la terraza, donde yacía en un ángulo tan antinatural que parecía tener el cuello roto; y sin embargo aún hablaba.

—Puedo darte una razón más convincente, quiliarca —dije—. Porque yo lo prohíbo. Una vez ella me salvó, en mi niñez, y recuerdo su cara como recuerdo todo. Si pudiera, la salvaría ahora mismo. —Mirándole el rostro, un rostro de belleza sobrenatural y a la vez una masa horrible, pregunté:— ¿Te acuerdas?

—No. Todavía no ha ocurrido. Ocurrirá, porque tú lo dices.

—¿Cómo te llamas? Nunca lo supe.

—Juturna. Quiero salvarte… antes no. Salvaros a todos.

Valeria siseó: —¿Cuándo ha buscado Abaia nuestro bien?

—Siempre. Habría podido destruiros…

Por un lapso de seis alientos fue incapaz de continuar, pero yo indiqué a Valeria y los demás que guardaran silencio.

—Pregúntale a tu marido. En un día o pocos. En cambio ha procurado domaros. Frenar a Catodon… proscribirlo. ¿Para qué? Abaia nos hubiera convertido en un gran pueblo.

Entonces recordé lo que me había preguntado Famulimus en nuestro primer encuentro: «¿Es todo el mundo una guerra de buenos y malos? ¿Nunca ha pensado que tal vez sea algo más?» Y me sentí en las fronteras de un mundo más noble, donde sabría lo que ese mundo debía ser. El maestro Malrubius me había transportado desde las junglas del norte de Océano hablando del yunque y el martillo, y aquí me parecía percibir un yunque. Aquel maestro Malrubius había sido un acuástor, como los que lucharían por mí en Yesod, creado por mi mente; por eso creía, como yo, que la ondina me había salvado porque iba a ser torturador y Autarca. Era posible que ni él ni la ondina estuvieran del todo errados.

Mientras yo vacilaba perdido en esos pensamientos, Valeria, la profetisa y el quiliarca intercambiaban susurros; pero pronto la ondina volvió a hablar.

—Vuestro día se apaga. Un Sol Nuevo… y vosotros sois sombras.

—¡Sí! —La profetisa parecía dispuesta a saltar de alegría.— Somos las sombras que la llegada del Sol Nuevo proyecta sobre Urth. ¿Qué otra cosa podemos ser?

—Se acerca otro —dije yo, pues creía oír un golpeteo de pies apremiados. Hasta la ondina alzó la cabeza para escuchar.

El ruido, fuera lo que fuese, creció más y más. Un viento extraño silbó por la larga cámara, agitando las antiguas colgaduras y derramando perlas y polvo en el suelo. Bramando como un trueno cerró las puertas que la cintura de la ondina había mantenido abiertas, y transportó ese perfume —agreste y salino, fétido y fecundo como el de la entrepierna de las mujeres— que una vez conocido no se olvida nunca; de modo que en aquel instante no me habría sorprendido oír un clamor de olas o un chillido de gaviotas.

—¡Es el mar! —grité a los demás. Luego, intentando ajustar la mente a lo que sin duda había ocurrido, dije—: Nessus debe estar bajo el agua.

Valeria se sofocaba: —Nessus se inundó hace dos días.

Mientras ella hablaba la alcé; su frágil cuerpo parecía más ligero que el de un niño.

Entonces llegaron las olas, los innumerables destrieros de Océano, con sus bridas blancas, y cubrieron de espuma los hombros de la ondina, de modo que por un momento la vi como si viera dos mundos juntos, a la vez mujer y roca. Ella las recibió levantando la pesada cabeza y lanzó un grito triunfal y desesperado. Era el aullido de una tormenta que azota el mar, un aullido que espero no volver a oír nunca.

Los pretorianos subían ruidosamente al estrado para escapar del agua; el joven subalterno que tan amedrentado y débil parecía agarró la mano de la hermana de Jader (que ya no era profetisa, pues no tenía nada más que profetizar) y la arrastró arriba con él.

—Yo no me ahogaré —rugió Calveros— y los demás no importan. Sálvese usted si puede.

Asentí sin pensar y con el brazo libre abrí la cortina. Los pretorianos se abalanzaron apiñados, con lo cual las campanas que habían sonado tres veces por mí repicaron enloquecidas, y rompiendo las ajadas cuerdas resecas, cayeron clamorosamente.

No con un susurro sino con un grito, porque la palabra no volvería a servir nunca, di la orden a la puerta sellada por donde había entrado. Se abrió, y entonces entró el asesino, mudo aún, medio inconsciente, aturdido por el recuerdo de las cenicientas llanuras de la muerte. Le grité que se detuviera, pero él ya había visto la corona y, debajo, el estragado rostro de la pobre Valeria.

Era sin duda un célebre espadachín; ningún maestro de armas habría golpeado con más rapidez. Vi el destello de la hoja envenenada, luego sentí el feroz dolor con que a través del cuerpo de mi pobre esposa entraba en el mío, donde reabrió la herida que tantos años antes había hecho la hoja de averno de Agilus.

XLIV — La marea matutina

Había un resplandor de luz azur. La Garra había regresado; no la Garra destruida por la artillería ascia, ni siquiera la que yo le había dado al quiliarca de los pretorianos de Tifón, sino la Garra del Conciliador, la gema que había encontrado en mi zurrón mientras caminaba con Dorcas por un oscuro camino junto a la Muralla de Nessus. Intenté decírselo a alguien; pero tenía la boca sellada y no encontraba la palabra. Quizás estuviera demasiado lejos de mí mismo, del Severian de carne y hueso que Catalina había alumbrado en una celda de la mazmorra de la Torre Matachina. La Garra perduraba, refulgiendo, vibrando contra el vacío oscuro.

La luz del sol debió de hacerme volver en mí, como me habría levantado del lecho de muerte. El Sol Nuevo tenía que llegar; y el Sol Nuevo era yo. Alcé la cabeza, abrí los ojos y escupí un chorro de fluido cristalino distinto de cualquier agua de Urth; en realidad no parecía agua sino una atmósfera más rica, tonificante como los vientos de Yesod.

Entonces reí, dichoso de encontrarme en el paraíso, y al reírme sentí que no me había reído nunca, que toda la dicha que había conocido era apenas una intuición vaga, enfermiza y en algún sentido descarriada. Más que la vida, yo había deseado un Sol Nuevo para Urth; y el Sol Nuevo estaba allí, danzando a mi alrededor como diez mil espíritus centelleantes y coronando cada ola de oro Purísimo. ¡Ni en Yesod había visto un sol semejante!

Su gloria eclipsaba en gloria a todas las estrellas y era como el ojo del Increado, algo que el pirólatra no puede mirar sin quedarse ciego.

Apartándome de esa gloria, grité como había gritado la ondina, de victoria y desesperación. En torno a mí flotaban los despojos de Urth: árboles arrancados de cuajo, tejas sueltas, vigas quebradas y sucios cadáveres de bestias y hombres. Allí se esparcía lo que sin duda habían visto los marineros que habían luchado contra mí en Yesod; y al verlo como ellos, dejé de odiarlos; se habían enfrentado al advenimiento del Sol Nuevo con cuchillos de hoja mellada, y en cambio se renovó la sorpresa de que Gunnie hubiera llegado a defenderme. (No por primera vez, me pregunté también si habría roto ella el equilibrio; de haber luchado contra mí, habría vencido ella y no los éidolones. Tal era su naturaleza; y sí yo hubiera muerto, Urth habría perecido conmigo.) Muy a lo lejos, sobre el murmullo de las olas de muchas lenguas, oí o me pareció que oía un grito de respuesta. Eché a andar hacia allí pero pronto me detuve, entorpecido por la capa y las botas; me quité las botas (aunque eran buenas y casi nuevas) y dejé que se hundieran en el agua. Pronto las siguió la capa del subalterno, algo que más tarde lamentaría. Nadar, correr y caminar largas distancias siempre me ha hecho consciente de mi cuerpo, y la sensación era de fortaleza y bienestar; la herida envenenada del asesino se había cerrado como la de Agilus.