Sonreí, recordando la Casa Azur. La mujer morena me miró un instante y se tapó ostentosamente los labios con la mano, pero yo no tenía deseos de cortar el recital de Odilo; ahora que ya no vagaría más por los Corredores del Tiempo, todo lo concerniente al pasado o el futuro me parecía infinitamente precioso.
—Su siguiente ocurrencia, que más le habría valido fuese la primera, sieur, como tantas veces nos concedió a madre y a mí, sentados junto al fuego, fue que aquel carnifex, considerándose apto para pasar inadvertido, se disponía a cumplir alguna misión siniestra. Mi padre comprendió de inmediato que era vital, sieur, averiguar si su tarea servía al padre Inire o a algún otro. Por lo tanto se le acercó, audaz como si lo respaldara una cohorte de hastarii, y le preguntó directamente qué hacía allí.
Thais murmuró: —Seguro que si hubiera andado en algo malo se lo habría dicho.
Odilo dijo: —Mi querida dama, puesto que se ha abstenido de informarnos, aun cuando nuestro alto huésped nos participó amablemente de su patricia identidad, ignoro quién puede ser usted. Pero es obvio que nada sabe de artificios, ni de las intrigas que se desarrollan día a día, ¡y noche a noche!, en la miríada de pasillos de la Casa Absoluta. Mi padre sabía muy bien que ningún agente encargado de una misión secreta la habría descubierto, por abrupta que fuese la inquisitoria. Se confió al albur de que algún gesto involuntario o alguna expresión fugaz delatara la intención traicionera, en caso de que la hubiese.
—¿No llevaba ninguna máscara ese Severian? —pregunté—. Ha dicho que iba vestido de torturador.
—Estoy absolutamente seguro de que no, sieur, ya que mi padre lo describía a menudo: un semblante de hombre salvaje, sieur, crudamente marcado en una mejilla.
—¡Lo conozco! —prorrumpió Pega—. He visto un retrato y un busto. Están en el Hipogeo Absciticio; los puso la Autarca cuando se volvió a casar. Tiene aspecto de poder cortarte la garganta mientras silba entre dientes.
Sentí como si me hubieran cortado la mía.
—¡Muy acertado! —aprobó Odilo—. Algo muy parecido decía mi padre, aunque nunca de modo tan sucinto como para que yo pudiera recordarlo.
Pega estaba examinándome. —Nunca tuvo hijos, ¿no es cierto?
Odilo sonrió: —Me figuro que eso se habría sabido.
—Hijos legítimos. Pero le habría bastado levantar una ceja para cubrir a cualquier mujer de la Casa Absoluta. Todas exultantes.
Oclilo le dijo que se mordiera la lengua. Ya mí: —Espero que perdone a Pega, sieur. Al fin y al cabo es casi un cumplido.
—¿Que me digan que parezco un degollador? Sí, es la clase de cumplidos que recibo siempre. —Yo hablaba sin reflexionar y de esa manera continué, buscando llevar la conversación hacia el segundo matrimonio de Valeria y a la vez esconder la pena que sentía.¿Pero no tendría que ser mi abuelo, ese degollador? Si Severian el Grande estuviera vivo, seguro que tendría más de ochenta años. ¿A quién tendría que preguntarle por él, Pega? ¿A mi madre o a mi padre? ¿Y no creen que al fin y al cabo algo habrá tenido ese hombre, para disponer de tantas chatelaines hermosas cuando de joven había sido torturador, aun si la Autarca tomó un nuevo marido?
Para llenar el silencio que siguió a mi pequeño discurso, Odilo dijo: —Ese gremio fue abolido, sieur, creo yo.
—Por supuesto. Es lo que siempre cree la gente.
Todo el este se había puesto negro ya, y el movimiento de la improvisada balsa era perceptiblemente más vivo.
Pega susurró: —No quería ofenderlo, hiparca. Lo único es que…
Lo que quiso decirme se perdió en el estruendo de la rompiente.
—No —le dije—. Tienes razón. Por lo que sé era un hombre duro; y también cruel, al menos por reputación, aunque puede que en esto él no hubiera estado de acuerdo. Muy posiblemente Valeria se casó con él por el trono, aunque a veces, se dice, no fue por eso. Al menos el segundo marido la hizo feliz.
Odilo rió entre dientes.
—Bien dicho, sieur. Limpia estocada. Has de cuidarte, Pega, cuando cruzas espadas con un soldado.
Thais se levantó, aferrando una pata de la mesa y señalando con la otra mano.
—¡Mirad!
XLV — El barco
Era un velero; unas veces se alzaba tanto que veíamos el casco oscuro y otras casi se perdía, hundido y girando en los abismos de las olas. Gritamos hasta enronquecer, todos, y dimos saltos y agitamos los brazos, y por último yo me puse a Pega en los hombros, donde se balanceó tan precariamente como yo en el bandeante howdah del balucho de Vodalus.
La tensa cangreja del barco osciló en el viento. Pega gimió.
—¡Se están hundiendo!
—No —le dije yo—, están saliendo.
El pequeño foque se vació a su vez, aleteando, y luego volvió a llenarse. No sé decir cuántos alientos o cuántos latidos de mi corazón pasaron hasta que vimos al agudo botalón apuñalar el cielo como un mástil clavado en una colina verde. Pocas veces el tiempo pasó para mí tan lentamente, y me parece que podrían haber sido varios cientos de latidos.
Un momento más y teníamos el barco a un tiro de flecha, arrastrando una soga por el agua. Yo me zambullí, nada seguro de que los demás me seguirían pero pensando que a bordo los podría ayudar más que en la balsa.
En seguida me pareció que había caído en otro mundo, más extravagante que el arroyo Madregot. Las infatigables olas y el cielo nublado desaparecieron como si no hubieran existido nunca. No habría podido decir por qué medios, pero percibía una corriente poderosa; aunque los inundados pastizales de mi inundada nación pasaran debajo de mí y sus árboles me llamaran con miembros suplicantes, el agua en sí parecía en calma. Era como si yo observara el lento rodar de Urth por el vacío.
Al cabo vi una cabaña con las paredes y la chimenea de piedra todavía en pie; la puerta abierta parecía hacerme señas. Sentí un terror súbito y desesperado como el día en que me había ahogado en el Gyoll, y nadé hacia arriba en busca de la luz.
Mi cabeza rompió la superficie; la nariz me chorreaba agua. Por un momento tuve la impresión de que balsa y barco habían desaparecido, pero una ola levantó el barco y divisé las curtidas velas. Comprendí que, aunque no lo pareciese, había estado bajo el agua mucho tiempo. Nadé con todas mis fuerzas, pero cuidándome de mantener la cara en el aire todo lo posible y cerrando los ojos cuando la hundía en el agua.
A popa estaba Odilo con una mano en la caña; al verme agitó el brazo y me animó con gritos que yo no oía. Un momento después apareció en la regala la cara redonda de Pega, y luego otra cara desconocida, castaña y arrugada.
Una ola me recogió como una gata recoge sus crías; caí cabeza abajo por la otra falda y en el seno me encontré con la soga. Odilo abandonó la caña (que de todos modos, como vi al trepar a bordo, estaba sujeta con una cuerda) y se unió a los demás para subirme. Como la barquita tenía apenas dos codos de francobordo, no me costó mucho apoyar un pie en el timón y dejarme caer por encima de la popa.
Aunque me había visto hacía menos de una guardia, Pega me abrazó como a un muñeco de paño.
Odilo se inclinó como si nos hubieran presentado en el Hipogeo Amarantino.
—¡Sieur, temí que hubiera perdido usted la vida en estos mares tempestuosos! —Hizo una nueva inclinación.— ¡Sieur, es un extremo placer y un completo asombro, sieur, si se me permite decirlo así, volver a verlo, sieur!