—Pero volviste —dije yo.
—Hubo un alzamiento; yo estaba viviendo con una muchacha y la mataron. Cada dos años hay un lío así en el mercado por el precio de los alimentos. Los soldados rompen cabezas y me figuro que a ella también. Justo en ese momento había una carabela anclada frente a la isla de la Flor Azul, y yo fui a ver al capitán y me dio una litera. Cuando uno es joven puede ser un idiota terrible, y yo pensaba que a lo mejor Maxellindis había conseguido otra barca parados dos. Pero cuando volví al río ella no estaba.
No la vi nunca más. Me imagino que murió la noche que el guardacostas nos echó el garfio.
Hizo una pausa, la mano en la barbilla. —Maxellindis era casi tan buena nadadora como yo. Y yo nadaba casi tan bien como Drotte o tú, recuerdas, pero quizá la atrapó una ninfa. A veces pasaban cosas así, sobre todo en los tramos más bajos.
—Lo sé —dije yo, recordando la enorme cara de Juturna tal como la vislumbrara de niño, cuando había estado a punto de ahogarme en el Gyoll.
—No queda mucho más que contar. Yo llevaba algo de dinero en un ceñidor de seda que le había encargado a un hombre de allí, y cuando pagaron en la carabela conseguí algo más. Con eso compré este barco y aquí estoy. Pero todavía sé hablar un poco en la lengua jántica, y cuando la oiga en otro me vendrá más a la boca. Tendría que ser así, si es que conseguimos más comida y bebida.
Le dije: —En ese mar hay muchas islas. Una vez las vi en un mapa, en el Aula Hipoterma.
Él asintió. —Calculo que unas doscientas, y muchas más que yo no he visto en ningún mapa. Pensarás que no hay forma de que un barco deje de verlas, pero es posible. A menos que tengas mucha suerte, puedes pasar entre ellas sin enterarte. En gran parte depende de que sea de día o de noche, y de la altura a que esté el vigía: en el palo mayor de una carraca o en la proa de mi barquito.
Me encogí de hombros.
—Sólo nos queda tener esperanza.
—Algo así dijo la rana cuando vio a la cigüeña. Pero tenía la boca seca y la palabra no le salió del todo. —Eata calló un momento, estudiándome a mí y no a las olas. — Severian, ¿tú sabes qué te ha pasado? ¿Aunque no seas un sueño de los cacógenos?
—Sí —respondí—. Pero no soy un fantasma. O si lo soy, tendría que echarle la culpa al hierogramato Tzadkiel.
—Pues cuéntame qué te pasó, como yo te he contado todo lo que me pasó a mí.
—De acuerdo. Pero antes quisiera preguntarte algo. ¿Qué sucedió en Urth después que me fui?
Eata se sentó en un cofre desde donde podía mirarme sin volver la cabeza.
—Sí —dijo—. Partiste a traer el Sol Nuevo, ¿no es verdad? ¿Y lo encontraste?
—Sí y no. Te lo contaré no bien me hayas contado qué sucedió en Urth.
—De lo que probablemente quieres oír yo no sé mucho. —Se frotó la mandíbula.— De cualquier modo, no estoy seguro de recordar exactamente qué pasó ni cuándo. Todo el tiempo que estuve con Maxellindis tú eras Autarca, pero sobre todo decían que estabas luchando contra los ascios. Después, cuando volví de las Tierras Jánticas, te habías ido.
—Si allí pasaste dos años, con Maxellindis habrás pasado ocho —le dije.
—Así es, más o menos. Cuatro o cinco con ella y el tío y dos o tres después, los dos solos. El caso es que tu autarquina fue Autarca de Urth. La gente comentaba porque era mujer, y decía que le faltaban palabras.
»Así que cuando cambié mi oro extranjero por chrisos, algunos llevaban tu cara y otros la de ella, o al menos una cara de mujer. Se casó con el dux Cesidius. Hubo una gran celebración por toda la calle lubar, carne y vino para todo el mundo. Yo me emborraché y estuve tres días sin volver al barco. La gente decía que estaba bien que se casara: ella podría quedarse en la Casa Absoluta y ocuparse de la Comunidad mientras él se ocupaba de los ascios.
—Me acuerdo de él —dije yo—. Era un excelente jefe. —Era extraño evocar aquel rostro de águila e imaginar al feroz y torvo propietario yaciendo con Valeria.
Algunos dijeron que lo había hecho porque él se parecía a ti —dijo Eata—. Pero era más guapo, me parece, y quizás un poco más alto.
Procuré recordar. Más guapo, sin duda, que yo con la cara marcada. Me dio la impresión de que en altura Cesidius estaba un poco por debajo de mí, aunque, desde luego, cualquiera es más alto cuando todo el mundo se arrodilla ante él.
—Y después él murió —continuó Eata—. Eso fue el año pasado.
—Ya —dije.
Me quedé un rato largo pensando, con la espalda apoyada en la regala. La luna, ahora casi encima de nuestras cabezas, proyectaba la sombra del mástil como una barra negra entre los dos.
—¿Y del Sol Nuevo qué, Severian? Prometiste que ibas a contarme.
Empecé, pero cuando estaba hablando de la muerte de Idas vi que Eata se había dormido.
XLVII — La ciudad sumergida
Yo también tendría que haber dormido, pero no lo hice. Estuve una guardia o más de pie en la proa, mirando a veces a los dormidos y a veces el agua. Thais yacía como yo a menudo, boca abajo, la cabeza acunada en los brazos doblados. Pega había hecho de su cuerpo rollizo una bola, con lo que se la habría tomado por una gatita convertida en mujer; tenía la columna apretada contra el flanco de Odilo. Él estaba de espaldas, los brazos bajo la cabeza y la barriga alzada al aire.
Despatarrado, más que medio sentado, Eata apoyaba la mejilla en la regala; se me ocurrió que estaba exhausto. Mientras lo estudiaba, me pregunté si cuando despertase seguiría creyendo que yo era un éidolon.
Y con todo, ¿quién era yo para decirle que se equivocaba? El verdadero Severian —y estaba seguro de que una vez había habido un verdadero Severian había desaparecido largo tiempo atrás entre las estrellas. Levanté los ojos tratando de encontrarlo.
Al fin comprendí que no iba a poder, no porque no estuviera (pues estaba), sino porque Ushas se había apartado de M, escondiéndolo detrás de su horizonte junto con muchos otros. Porque nuestro Sol Nuevo es apenas una estrella entre miríadas, aunque acaso muchos lo olviden ahora que de día sólo él es visible.
Desde la cubierta de la nave de Tzadkiel nuestro sol es sin duda tan bello como los demás. Los seguí analizando aunque, lo sabía, nunca iba a descubrir al Severian que no era un sueño de Eata; y al fin comprendí que estaba buscando la nave. No la encontré, pero las estrellas eran tan hermosas que no lamenté el esfuerzo.
El libro marrón que ya no llevo conmigo, un libro que sin duda fue destruido con otros cientos de millones en lo que fuera la biblioteca del maestro Ultan, narraba un cuento sobre un gran santuario, un lugar velado por una cortina recamada de diamantes para que los hombres no viesen el rostro del Increado y murieran. Pasadas muchas eras de Urth, un hombre audaz se abrió camino en el templo, mató a todos los guardias y desgarró la cortina para arrancar los diamantes. La pequeña cámara que encontró al otro lado estaba vacía, o así dice el cuento; pero cuando salió a la noche, el hombre miró el cielo y lo vio consumiéndose en llamas. ¡Qué terrible que sólo conozcamos nuestras historias después de haberlas vivido!
Tal vez fue el recuerdo de ese cuento. Tal vez sólo la idea de la biblioteca sumergida, cuyo maestro final, estoy seguro, había sido Cyby, y en la que Cyby tuvo que morir, sin ninguna duda. Como fuese, la conciencia de que Urth había sido destruida me abordó con una claridad y un horror que no había tenido antes, ni siquiera al ver la cabaña en ruinas con la chimenea aún en pie, por más temor que me hubiera dado. Ya no estaban los bosques donde yo había cazado, ni un árbol ni una planta. El millón de pequeños feudos que habían nutrido a un millón de Melitos y los habían enviado al norte armados de tanta ingenuidad y un valor tan humilde, las anchas pampas en las que Foila había cabalgado al galope enarbolando una lanza: todo había desaparecido, cada nabo, cada brizna de hierba.