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Un niño muerto, mecido por las olas, pareció hacerme una seña. Al verlo comprendí que sólo tenía una manera de expiar lo que había hecho. Una ola me llamó, me llamó el niño, y ya me estaba diciendo que me faltaba coraje para quitarme la vida cuando sentí que la regala se me iba de las manos.

El agua se cerró sobre mí pero no me ahogué. Sentí que podía respirar pero no respiraba. Iluminada por Luna, que ahora refulgía como una esmeralda, el agua se extendía a mi alrededor como cristal verde. Lentamente me hundí en un abismo que parecía más claro que el aire.

Lejos se cernían formas enormes: cosas cien veces más grandes que un hombre. Algunas parecían barcos, otras nubes; una era una cabeza sin cuerpo; otra tenía cien cabezas. Con el tiempo se perdieron en la bruma verde, y vi debajo de mí una llanura de légamo y desechos donde se alzaba un palacio mayor que la Casa Absoluta, aunque en ruinas.

Entonces supe que estaba muerto, y que para mí no había en la muerte ninguna liberación. Un momento después supe también que soñaba, que con el canto del gallo (cuyos brillantes ojos negros no volverían a perforar los magos) me despertaría y me encontraría compartiendo la cama con Calveros. El doctor Talos le pegaría, e iríamos en busca de Agia y Jolenta. Me entregué al sueño; pero creo que casi había rasgado el Velo de Maya, ese glorioso tejido de apariencias que oculta la realidad última.

Luego estuve entero una vez más, aunque moviéndome aún en los vientos helados que soplan de la Realidad al Sueño y que nos llevan con ellos como hojas. El «palacio» que me había hecho pensar en la Casa Absoluta era mi ciudad de Nessus. Vasta como había sido, ahora parecía más grande que nunca; como el muro de nuestra Ciudadela, muchas secciones de la Muralla se habían desmoronado, convirtiéndola en una ciudad verdaderamente infinita. También habían caído muchas torres, y las paredes de ladrillo se amontonaban como cáscaras de melones podridos. Allí donde cada año los Celadores habían marchado hasta la catedral en procesión solemne había cardúmenes de caballas.

Intenté nadar y descubrí que ya estaba nadando, que brazos y piernas se me movían rítmicamente. Me detuve, pero (al contrario de lo que esperaba) no subí flotando a la superficie. Aletargado, a la deriva en una corriente invisible, descubrí que debajo de mí se estiraba el canal del Gyoll, aún con sus orgullosos puentes pero que no cruzaban ahora ningún río, pues había agua por doquier. Cosas ahogadas aguardaban allí, ruinosas y cubiertas de ondulantes hierbas verdes: barcos hundidos y columnas derribadas. Traté de expulsar el último aliento de mis pulmones para ahogarme yo también. Cierto que salió una burbuja de aire; pero el agua fría que se precipitó a entrar no trajo el frío de la muerte.

Seguí hundiéndome, siempre lentamente, hasta encontrarme donde nunca había pensado, en el barro y la suciedad del fondo del río. Era como estar en la cubierta de la nave de Tzadkiel, pues apenas había fuerza que atrajera mis pies desnudos como para retenerme. La corriente me urgía a dejarme llevar, y me sentí un fantasma que un soplo de aliento habría dispersado con sólo murmurar unas palabras de exorcismo.

Caminé; o mejor, digamos que nadé a medias, fingiendo caminar. Cada paso alzaba una nube de cieno que luego flotaba a mi lado como una criatura viviente. Cuando me detuve a levantar los ojos vi a la verde Luna, un borrón amorfo sobre las olas invisibles.

Cuando miré abajo otra vez, encontré a mis pies un cráneo amarillento medio enterrado en el lodo. Lo recogí; faltaba la mandíbula inferior, pero el resto estaba completo y sin lesiones. Por el tamaño y los dientes intactos imaginé que tenía que haber sido de un muchacho o un joven. De modo pues que alguien más se había ahogado en el Gyoll hacía mucho, quizá un aprendiz muerto en una época demasiado anterior a la mía para que yo hubiera oído la breve y triste historia, quizá sólo un niño de los inquilinatos que atestaban las aguas sucias.

O tal vez era el cráneo de una pobre mujer, estrangulada y tirada al agua; en Nessus, cualquier noche habían perecido así mujeres y niños, y hasta hombres. Se me ocurrió que cuando el Increado me había elegido como instrumento para destruir la tierra, sólo los bebés y las bestias habían muerto inocentes.

Y sin embargo tenía la sensación de que el cráneo había sido de un muchacho, y que en cierto modo el muchacho había muerto por mí, víctima del Gyoll cuando se había escamoteado al Gyoll el debido sacrificio. Lo tomé por las órbitas, le sacudí el barro y me lo llevé.

Largos escalones de piedra bajaban a lo hondo del canal, mudos testimonios del número de veces que los diques habían sido elevados y los embarcaderos extendidos desde arriba. Los subí uno a uno, aunque habría podido flotar casi con la misma facilidad.

Todas las casas de vecindad se habían derrumbado. Vi que una masa de pececillos, varios centenares al menos, se apretaba en los escombros; al aproximarme se dispersaron como plateadas chispas de fuego, revelando un pálido cadáver en parte devorado. Después de eso no volví a ahuyentar ningún cardumen.

Sin duda había muchos muertos así en la ciudad, que en un tiempo había sido tan grande como para excitar la admiración de todo el mundo; pero ¿y yo, qué? ¿No era un cadáver más a la deriva? Tenía el brazo frío a mi propio tacto y el peso del agua me agobiaba los pulmones; incluso para mí era como si caminara en sueños. Sin embargo seguía moviéndome, o creía moverme contra toda corriente, y mis ojos fríos veían.

Ante mí se alzaba, cerrado, el mohoso portón de la necrópolis; hebras de kelp laberíntico subían por los barrotes como senderos de montaña, símbolos inalterados de mi viejo exilio. Me lancé hacia arriba, dando varias brazadas, y blandiendo el cráneo sin proponérmelo. Súbitamente avergonzado, lo solté; pero pareció que me seguía, propulsado por el movimiento de mi mano.

Antes de embarcarme en la nave de los hieródulos que me llevaría a la nave de Tzadkiel, yo había estado acuclillado en el aire, rodeado de cráneos que cantaban y trazaban círculos. Aquí se desplegaba la realidad que había preanunciado aquella ceremonia. Lo supe; lo comprendí, y en mi comprensión tuve una certeza: como yo ahora, el Sol Nuevo debía atravesar ingrávido su mundo sumergido, en medio de un anillo de muertos. El precio que había pagado Urth era la pérdida de sus antiguos continentes; este viaje era el precio que me tocaba pagar a mí, y lo estaba pagando en este momento.

El cráneo se posó blandamente en el suelo empapado donde, una generación tras otra, habían yacido los pobres de Nessus. Volví a recogerlo. ¿Qué palabras me había dicho el centinela apostado en la atalaya?

El exultante Talarican, cuya locura se manifestaba en un interés abrasador por los aspectos más bajos de la existencia humana, sostenía que las gentes que viven de devorar la basura de otras suman dos gruesas de millares; que si por cada vez que inhalamos aire se tirara un pobre del parapeto de este puente viviríamos por toda la eternidad, pues Nessus cría hombres y los quiebra más rápido de lo que respiramos.

Ahora ya no saltan al agua; el agua ha saltado por ellos. Al menos ya no son miserables y quizá algunos han sobrevivido.

Cuando llegué al mausoleo donde había jugado de niño, descubrí que la puerta, obstruida durante tanto tiempo, estaba ahora cerrada: la fuerza torrencial del mar había completado un movimiento iniciado tal vez un siglo atrás. Dejé el cráneo en el umbral e intenté nadar hasta la superficie, una superficie en la que danzaba una luz de oro.