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XLVIII — Viejas y nuevas tierras

El barco de Eata no se veía por ningún lado. Escribir, como debo, que nadé todo ese día y la mayor parte del siguiente parece ridículo, y sin embargo así fue. El agua que otros calificaban de salada no me parecía tal; cuando tuve sed la bebí y me refrescó. Rara vez sentí cansancio; cuando ocurría, descansaba en las olas, flotando.

Ya había desechado todas mis ropas excepto los pantalones, y ahora me los quité. Por viejo hábito de prudencia, antes de abandonarlos revisé los bolsillos; había moneditas de latón, el regalo de Ymar. Tanto las leyendas como las efigies se habían desgastado; y estaban oscuras de verdegrís, y en verdad parecían lo que eran: objetos antiguos. Dejé que resbalaran de mis dedos juntos con toda Urth.

Dos veces vi peces grandes, quizá peligrosos; pero no parecían ser una amenaza para mí. Mujeres del agua, de las cuales Idas fuera tal vez la más pequeña, no vi ninguna. Tampoco vi a Abaia, el señor de todas ellas. Ni a Erebus, ni a ninguna criatura monstruosa.

La noche llegó con un tren cargado de estrellas, y yo floté de espaldas contemplándolas, mecido por las tibias aguas de Océano. ¡Cuántos mundos fértiles fluyeron entonces sobre mí! Una vez, huyendo de Abdiesus, yo me había cobijado en una roca y había mirado esas mismas estrellas, intentando imaginarme su cofradía y cómo en ellas los hombres podrían vivir y construir ciudades que supieran menos del mal que las nuestras. Ahora comprendía cuán estúpidos eran esos sueños, pues había conocido otro mundo, que me había resultado más extraño que todo cuanto era capaz de imaginar. Tampoco habría podido concebir la heteróclita tripulación que encontrara en la nave de Tzadkiel, ni a los guiñadores, aunque todos provenían de Briah como yo; y Tzadkiel no había tenido escrúpulos en tomarlos como servidores.

Pero por mucho que rechazara esos sueños, descubrí que volvían espontáneamente. En torno a ciertas estrellas, aunque parecían ascuas fluctuando en la noche, creí ver estrellas aún más pequeñas; y, mirándolas, cobraron forma en mi mente unas visiones oscuras, hermosas y aterradoras. Por fin aparecieron nubes que borraron las estrellas y por un rato dormí.

Cuando llegó la mañana, miré cómo la noche de Ushas caía del rostro del Sol Nuevo. Ningún mundo de Briah habría podido albergar una visión más maravillosa, y yo no había visto ni siquiera en Yesod un prodigio mayor. El joven rey, reluciente de un oro como no se encuentra en mina alguna, andaba sobre el agua; y su gloria era tal que quien la miraba nunca habría de mirar a otra.

Las olas danzaban para él, lanzándoles a los pies diez mil gotas de honor, y cada una él la transformaba en un diamante. Apareció una ola grande —pues empezaba a soplar viento— y yo monté en ella como montan las golondrinas en el aire de primavera. Menos de un aliento logré mantenerme en la cresta, pero desde esa cumbre vislumbré el rostro de él; y en vez de cegarme, ese rostro me reveló el mío. Es algo que no ha vuelto a ocurrir y quizá no ocurra nunca. Entre los dos, a cinco o más leguas de distancia, una ondina afloró en el mar y alzó la mano para saludarlo.

Luego la ola se desplomó, y yo con ella. Si hubiera esperado, habría venido una segunda ola, pienso, y me hubiera alzado por segunda vez; pero para muchas cosas (de las cuales ese momento fue para mí la principal) no puede haber segunda vez. Para que ningún recuerdo inferior la oscureciera, me sumergí en el agua refulgente, hundiéndome más y más, deseoso de probar los poderes que había descubierto apenas la noche anterior.

Persistían aún, aunque yo ya no nadaba medio en sueños y el impulso de terminar mi vida se había extinguido. Ahora mi mundo era un lugar del azul más puro y claro, con suelo de ocre y dosel de oro. El sol y yo flotábamos en el espacio y desde lo alto sonreíamos a nuestras esferas.

Después de nadar un tiempo —cuántos alientos no sé, porque no tomaba aire— recordé a la ondina y me dispuse a encontrarla. Seguía temiéndola, pero al fin había aprendido que no siempre había que temer a las de su especie; y si bien Abaia había conspirado para impedir la llegada del Sol Nuevo, la época en que mi muerte la hubiera impedido ya había pasado. Nadé más y más hondo, porque pronto aprendí cuánto más fácil era ver algo que se movía contra la superficie brillante.

De pronto ya no pensé en la ondina. Debajo de mí había otra ciudad; una ciudad que yo no conocía, que nunca había sido Nessus. Las torres en ruinas se extendían por todo el fondo de Océano, y había antiguos restos de naufragios entre ellas, que ya habían sido antiguas cuando esos restos eran jóvenes navíos botados entre gritos de alegría, con estandartes en la arboladura y bailes en el castillo de proa.

Buscando entre las torres caídas descubrí tesoros tan nobles que habían soportado el paso de los eones: gemas espléndidas y brillantes metales. Pero no encontré lo que buscaba: el nombre de la ciudad y el nombre de la olvidada nación que la había construido para perderla en Océano como nosotros habíamos perdido Nessus. Con pedruscos y caracolas raspé dinteles y pedestales; había muchas palabras escritas, pero en caracteres que yo no podía leer.

Durante varias guardias nadé y busqué entre las ruinas sin levantar nunca los ojos; pero al fin una enorme sombra se proyectó en la arena de la avenida que tenía delante, y miré hacia arriba para ver cómo la ondina, trenzas de kraken y vientre de barco, pasaba rápidamente y desaparecía en un deslumbrante fuego solar.

En el acto me olvidé de las ruinas. Cuando salí de nuevo al aire soplé agua y aliento turbio, como un manatí, y eché la cabeza atrás para quitarme el pelo de los ojos. Porque mientras subía había visto la costa: una costa baja, marrón, de la cual me separaba menos agua que la que en un tiempo dividiera los Jardines Botánicos de la ribera del Gyoll.

En poco más de lo que tardo en mojar la pluma tenía tierra bajo los pies. Así como antes había caído de las estrellas cuando aún las amaba, salí del mar amándolo todavía; y en verdad no hay en Briah lugar que no sea hermoso cuando en él ya no acecha la muerte, salvo aquellos lugares que los hombres han ideado con ese propósito. Pero lo que yo más amaba era la tierra, porque en la tierra nací.

¡Pero qué tierra terrible era ésa! Ni una brizna de hierba por ningún lado. Todo era arena, algunas piedras, muchos caracoles y un barro espeso y negro que se cocía y agrietaba al sol. Ciertas líneas de la obra del doctor Talos volvieron para atormentarme:

Los continentes mismos son viejos como mujeres decaídas, que han perdido hace tiempo la belleza y la fertilidad. El Sol Nuevo se acerca, y con estruendo los echará al mar como buques que se van a pique. Y del mar se alzan nuevos continentes, con oro, plata, hierro y cobre. Con diamantes, rubíes y turquesas, tierras que nadan en el magma de un millón de milenios, y que hace tanto tiempo fueron devoradas por el mar.

Yo, que me jacto de no olvidar nada, había olvidado que quienes decían esto eran los demonios.

Mil veces me sentí tentado y peor que tentado de volver a Océano; pero en cambio me arrastré hacia el norte por una costa que parecía infinita y que se extendía de norte a sur. La playa estaba cubierta de despojos, tablas de construcción astilladas y árboles arrancados de raíz, cosas todas que las olas habían arrojado como espantapájaros, entre las cuales se veía a veces un trapo o la pata de un mueble roto. De tanto en tanto encontraba una rama tan verde que aún tenía hojas vivas, como si ignorara que el mundo había muerto. «Llevadme, llevadme al bosque caído!» Así me había cantado Dorcas cuando acampábamos junto al vado, y eso había escrito en el vidrio azogado de nuestra cámara de la Víncula de Thrax. Como siempre, Dorcas había sido más sabia de lo que los dos imaginábamos.

Por fin la costa torció hacia adentro en una gran bahía, tan amplia que sus recovecos más profundos se perdían en la distancia. A través de una legua de agua divisé el otro extremo. Me habría sido fácil cruzar a nado, pero me resistía a zambullirme.