El Sol Nuevo ya empezaba a desaparecer tras el ascendente hombro del mundo, y aunque dormir acunado por las olas había sido muy placentero, yo no deseaba repetirlo, ni quería dormir en la tierra húmeda. Decidí acampar donde estaba, hacer fuego si podía y comer si encontraba alimento; por primera vez en el día se me ocurrió que no había probado nada desde la magra comida que compartiéramos en el barco.
Había leña como para un ejército, pero aunque escarbé buscando los barriles y cajas de que había hablado Eata, no encontré nada; al cabo de dos guardias, mi único hallazgo era una botella con tapón, medio llena de vino rojo, despojo de alguna tabernucha como aquella donde muriera el tío de Maxellindis. Golpeando piedras contra piedras y descartando las menos prometedoras, al fin conseguí una débil chispa; pero nada que encendiera las ramas todavía húmedas que había recogido. Cuando el Sol Nuevo quedó oculto y los callados fuegos de las estrellas se burlaron de mis vanos esfuerzos, abandoné y me eché a dormir, reconfortado en parte por el vino.
Había pensado que nunca volvería a contemplar a Apheta. Me equivocaba, porque esa noche la vi, mirándome desde el cielo tal como me había mirado al marcharme de Yesod con Burgundofara. Parpadeé y miré con atención, pero pronto vi sólo el disco verde de Luna.
No tenía la impresión de dormir, pero a mi lado estaba Valeria, llorando por el hundimiento de Urth; unas lágrimas dulces y tibias me golpeteaban la cara. Me desperté y descubrí que tenía el cuerpo caliente y congestionado, y que Luna se había escondido detrás de unas nubes que derramaban una lluvia suave. No lejos, en la playa, una puerta sin umbral ofrecía el refugio de un techo tosco. Me arrastré por debajo de ella, me tapé la cara con el brazo y dormí una vez más deseando no despertarme nunca.
De nuevo la playa se inundó de luz verde. Uno de esos aleteantes horrores que me había sacado de la voladora del antiguo Autarca revoloteó como una polilla entre mis ojos y Luna, creciendo cada vez más; por primera vez comprendí que sus alas eran nótulas. Aterrizó torpemente en el barro cuarteado, entre lobos blancos.
Sin darme cuenta de que la había montado nos elevamos juntos. Unas olas iluminadas de luna se cerraron alrededor, y debajo de mí vi la Ciudadela. Entre las torres, que erróneamente yo había creído derruidas, nadaban peces grandes como barcos; salvo por el agua y los festones de algas, todo estaba como antes. Por un momento temblé ante la idea de empalarme en la aguja de un capitel. El gran cañón que me había disparado cuando me conducían hasta la prefecta Prisca volvió a resonar ahora, y la descarga atravesó Océano con un bramido de vapor.
La descarga me alcanzó, pero no fui yo el que murió entonces; la Ciudadela hundida desapareció como el sueño que era, y me descubrí nadando por la brecha en la muralla, entrando en la Ciudadela real. La cumbres de las torres afloraban entre las olas; y entre ellas estaba juturna, sumergida hasta el cuello, comiendo peces.
—Has sobrevivido —exclamé, y sentí que también esto no era más que un sueño.
Ella asintió. —Tú no.
Yo estaba débil de sueño y de miedo, pero pregunté: —¿Entonces estoy muerto? ¿Y tengo que ir a un lugar de los muertos?
Sacudió la cabeza.
—Vives.
—Estoy dormido.
—No. Has… —Hizo una pausa, masticando, sin expresión en el rostro enorme.
Cuando volvió a hablar, unos peces que no eran los grandes peces de mi sueño, sino criaturas plateadas no más grandes que carpas, saltaron del agua ante la barbilla de Juturna para recoger los fragmentos que le caían de los labios.
—Has resignado tu vida, o lo intentaste. Hasta cierto punto has triunfado.
—Estoy soñando.
—No. Ya no sueñas. Continuando así morirías, si pudieras.
—Fue porque no pude ver a Thecla atormentada, ¿no? Ahora he visto la muerte de Urth, y el asesino he sido yo.
—¿Quién eras cuando te presentaste ante el Sillón de justicia del hierogramato?
—Un hombre que aún no había destruido todo lo que amaba.
—Eras Urth, y por lo tanto Urth está viva. Grité: —¡Esto es Ushas!
—Si tú lo dices. Pero Urth vive en Ushas y en ti. —Tengo que pensar —le dije—. Alejarme y pensar. No era mi intención entonar una súplica, pero al oír mi voz reconocí la de un mendigo.
—Hazlo, pues.
Miré sin esperanza la Ciudadela semisumergida. Como una aldeana que indica el camino a un viajero extraviado, Juturna extendió manos y brazos y me señaló direcciones que yo no había advertido antes.
—Por allí el futuro, por aquí el pasado. Allí está el margen del mundo, y más allá los otros mundos de tu sol y los mundos de otros soles. Aquí está el arroyo que nace en Yesod y corre hacia Briah. No dudé.
XLIX — Apu-Punchau
Las aguas ya no eran del negro de la noche sino de un verde oscuro; me pareció atisbar innumerables hebras de algas, erguidas y balanceándose en la corriente. El hambre me traía el recuerdo de los peces de juturna, y entretanto observaba cómo Océano se desvanecía haciéndose más tenue y ligero, y cómo cada gota diminuta se separaba de las demás, hasta que no quedó más que niebla.
Tomé aliento, y lo que entró fue aire y no agua. Planté el pie en el suelo, y era tierra firme.
Lo que había sido agua era una pampa de hierba alta hasta la cintura, un mar de hierba cuya costa se perdía en un remolino blanco, como si una turba de fantasmas danzase allí rápida, silenciosa y lúgubremente. La caricia de la niebla no consiguió horrorizarme, aunque era más viscosa que la de un espectro de cuento nocturno. Esperando encontrar comida y calentarme, eché a andar.
Se dice que los que vagan en la oscuridad, y más aún los que vagan en la niebla, describen meros círculos en la llanura. Puede que éste fuera mi caso, pero no lo creo. Un viento tenue agitaba la niebla, y yo mantenía ese viento siempre a mis espaldas.
Una vez había recorrido la Vía de Agua con una sonrisa, imaginándome desafortunado y extasiándome en el infortunio. Ahora sabía que así había comenzado el viaje que me convertiría en verdugo de Urth; y aunque mi tarea estaba cumplida, me pareció que nunca volvería a ser feliz; aunque al cabo de una o dos guardias habría sido harto feliz, supongo, con que sólo me devolvieran mi capa de oficial.
Por fin el viejo sol de Urth se elevó detrás de mí, y se elevó en una gloria coronada de oro. Ante él huyeron los espectros; contemplé la extensión de la pampa, un verde océano infinito, susurrante, atravesado por un millar de olas. Infinito, es decir, excepto al este, donde unas montañas levantaban altivas fortalezas no marcadas aún por la forma humana.
Continué hacia el oeste, y mientras andaba se me ocurrió que, si hubiera podido, yo — que había sido el Sol Nuevo— me habría escondido detrás del horizonte. Acaso el que había sido el Sol Viejo hubiera sentido lo mismo. Al fin y al cabo había un Sol Viejo en Escatología y génesis, la obra del doctor Talos, y aunque la representación hubiese quedado incompleta para siempre, el propio doctor Talos, que se había vuelto un vagabundo de las tierras occidentales, en una ocasión había pensado desempeñar el papel.
Aves zancudas taconeaban por la pampa pero si me acercaba demasiado huían. Una vez, cuando acababa de aparecer el sol, vi un felino manchado; pero no tenía hambre y se escabulló. Cóndores y águilas viraban en el cielo, motas negras contra el brillante cielo azul. Yo estaba tan famélico como ellos; y aunque era imposible en ese lugar, de vez en cuando imaginaba un olor a pescado frito, engañado sin duda por el recuerdo de la miserable taberna donde había conocido a Calveros y el doctor Talos.