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El joven atamán y una partida de hombres del pueblo de piedra me dieron alcance cuando Urth ya miraba el Sol Viejo por la izquierda. Al cabo de un rato me agarraron de los brazos e intentaron forzarme a regresar; me negué, diciéndoles que iba hacia Océano y esperaba no volver nunca.

Me senté pero no vi nada. Por un momento tuve la certeza de que me había quedado ciego.

Apareció Ossipago, brillante de resplandor azul.

—Henos aquí, Severian —dijo.

Sabiendo que era un mecanismo, servidor y no obstante amo de Barbatus y Famulimus, yo le respondí: —Con la luz: el dios surgido de la máquina. Esto dijo el maestro Malrubius al llegar.

La agradable voz de barítono de Barbatus se mofó de mi melancolía.

—Estás consciente. ¿Qué recuerdas?

—Todo —dije—. Siempre he recordado todo. Había algo que se estropeaba en el aire, un hedor de carne podrida.

Famulimus cantó: —Por eso fuiste elegido, Severian. Tú y sólo tú entre muchos príncipes. Tú solo para salvar a tu raza del Leteo.

—Y después abandonarla —dije. Nadie respondió.

—He pensado en esto —les dije—. De haber sabido cómo, habría intentado volver antes.

La voz de Ossipago era tan profunda que más que oírla uno la sentía.

—¿Comprendes por qué no podías? Asentí, con una sensación de estupidez.

—Porque yo había usado el poder del Sol Nuevo para retrasar el tiempo hasta que el Sol Nuevo dejó de existir. En un tiempo creía que vosotros tres erais dioses, y luego que los jerarcas eran dioses aún mayores. Así los autóctonos me tomaron por un dios, y temieron que me zambullera en el mar de occidente dejándolos en una noche siempre invernal. Pero únicamente el Increado es Dios y alumbra la realidad y la apaga de un soplo. Todos los demás, incluso Tzadkiel, sólo podemos esgrimir las fuerzas que él ha creado. —Nunca he sido inteligente para las analogías, y en ese momento busqué una a tientas.— Yo era como un ejército que de tanto retroceder queda aislado. —No llegué a morderme la lengua y dije:— Un ejército vencido.

—En la guerra, Severian, ninguna fuerza puede flaquear mientras las trompetas no toquen a rendición. Hasta ese momento, aunque acaso muera, no conoce la derrota.

Barbatus observó: —¿Y quién dirá que todo no fue para bien? Somos todos herramientas que él maneja como quiere.

Le dije entonces: —Comprendo algo más, algo que hasta ahora no había comprendido realmente: por qué el maestro Malrubius me habló de lealtad al Ente Divino, de lealtad a la persona del monarca. Quería decir que debemos tener confianza, que no debemos rechazar el destino. Lo enviasteis vosotros, por supuesto.

—De todos modos las palabras eran de él; a estas alturas también deberías saberlo. Como los hierogramatos, sacamos de la memoria personalidades del pasado remoto, y como los hierogramatos, no las falsificamos.

—Pero hay tantas cosas que no sé… Cuando nos encontramos en la nave de Tzadkiel aún no me habíais conocido, y de eso deduje que sería nuestro último encuentro. Y sin embargo estáis aquí los tres.

Dulcemente Famulimus canturreó: —No menos nos sorprende a nosotros, Severian, verte aquí donde los hombres apenas han empezado. Aunque has ta ahora has seguido la línea del tiempo, desde que te vimos pasaron edades enteras del mundo.

—¿Y pese a todo sabíais que iba a estar aquí? Saliendo de las sombras Barbatus dijo: —Porque nos lo contaste tú. ¿Has olvidado que éramos tus consejeros? Tú nos contaste cómo fue destruido el hombre Hildegrin, de modo que hemos venido a vigilar este sitio.

—Y yo. Yo también he muerto. Los autóctonos… mi gente… —Me interrumpí, pero no habló nadie más. Y al —cabo dije:— Por favor, Ossipago, acerca tu luz adonde estaba Barbatus.

El mecanismo volvió los sensores hacia Barbatus pero no se movió.

Famulimus cantó suavemente: —Me temo, Barbatus, que tendrás que guiarlo tú mismo. Pero en verdad nuestro Severian no puede ignorarlo. ¿Cómo vamos a pedirle que cargue con todo cuando aún no lo tratamos como un hombre?

Barbatus asintió, y Ossipago se acercó al lugar en donde había estado Barbatus en el momento de despertarme. Vi entonces lo que temía ver, el cadáver de un hombre que los autóctonos habían llamado Cabeza del Día. Bandas doradas se le trenzaban en los brazos, pulseras tachonadas de jacintos anaranjados y relampagueantes esmeraldas verdes. —Dime cómo lo hiciste —exigí.

Barbatus se acarició la barba y no contestó.

—Tú sabes quién te orientó por el mar incansable y luchó por ti cuando Urth era sólo escamas —dijo la melodiosa Famulimus.

La miré. Tenía el rostro más bello e inhumano que nunca; con una expresión que poco o nada tenía que ver con la humanidad y sus tribulaciones.

—¿Soy un éidolon? ¿Un fantasma? —Me miré las manos esperando que su solidez me tranquilizase. Temblaban; para aquietarlas tuve que restregármelas contra los muslos.

Barbatus dijo: —Los que tú llamas éidolones no son fantasmas, sino seres que una fuente externa de energía mantiene con vida. Lo que llamas materia es, en realidad, energía domada. La única diferencia consiste en que una parte mantiene una forma material por obra de su propia energía.

En ese momento quise echarme a llorar como nunca he querido algo en mi vida.

—¿En realidad? ¿De veras creéis que hay una realidad?

Soltar las lágrimas habría sido el nirvana; sin embargo, un severo adiestramiento las contuvo, y las lágrimas no corrieron. Por un momento me pregunté locamente si los éidolones podían llorar.

—Hablas de lo real, Severian; por lo tanto te aferras a lo que es real todavía. Hace un momento hablaste del hacedor. Los más simples de los tuyos lo llaman Dios, y tú, el instruido, le das el nombre de Increado. ¿Alguna vez has sido otra cosa que un éidolon suyo?

—¿Quién me mantiene ahora en esta existencia? ¿Ossipago? Descansa, Ossipago, si quieres. Ossipago rezongó: —No respondo a órdenes tuyas, Severian. Esto lo sabes desde hace mucho. —Supongo que incluso si me matara, Ossipago podría devolverme a la vida.

Barbatus meneó la cabeza, aunque no como habría hecho un ser humano.

—No tendría sentido; podrías quitarte la vida otra vez. Si de veras quieres morir, adelante. Por aquí hay muchas ofrendas funerarias, que incluyen gran cantidad de cuchillos de piedra. Ossipago te traerá uno.

Me sentí más real que nunca; y revisando mis recuerdos, descubrí que allí seguía Valeria, y Thecla y el viejo Autarca, y el niño Severian (que había sido Severian a secas).

—No —dije—. Viviremos.

—Eso esperaba. —Barbatus sonrió—. Hace media vida que te conocemos, Severian, y eres de esas hierbas que crecen mejor cuando uno las pisa. Pareció que Ossipago se aclaraba la garganta. —Si queréis seguir hablando, podemos trasladarnos a un tiempo mejor. Tengo una conexión con la pila de nuestro aparato.

Famulimus sacudió la noble cabeza y Barbatus me miró.

—Prefiero que departamos aquí —les dije—. Cuando estábamos en la nave, Barbatus, caí por un pozo de aire. Allí no se cae rápido, lo sé; pero caí un buen trecho, pienso que casi hasta el centro. Me lastimé mucho, y Tzadkiel me atendió. —Hice una pausa, procurando recordar todos los detalles.

—Prosigue —me apremió Barbatus—. No sabemos qué vas a contarnos.

—Encontré un hombre muerto, con una cicatriz igual a la mía en la mejilla. Como yo, se había lastimado una pierna años atrás. Estaba oculto entre dos máquinas.