—¿Para que tú lo encontraras, quieres decirnos? —preguntó Famulimus.
—Tal vez. Yo sabía que era cosa de Zak. Y Zak era Tzadkiel, o parte de Tzadkiel, aunque en aquel momento no entendía.
—Pero ahora entiendes. Es el momento de hablar. Yo no sabía qué más decir y terminé débilmente: —El muerto tenía una cara maltrecha pero muy parecida a la mía. Me dije que no podía haber muerto allí, que no moriría allí, porque estaba seguro de que me enterrarían en el mausoleo de nuestra necrópolis. De eso ya os he hablado.
—Muchas veces —refunfuñó Ossipago.
—El bronce funerario se parece mucho a mí, al aspecto que tengo ahora. Luego está Apu-Punchau. Cuando apareció… La cumana era una hieródula, como vosotros. Me lo contó el padre Inire.
Barbatus y Famulimus asintieron.
—Cuando Apu-Punchau apareció, él era yo. Lo supe, pero no entendí.
—Nosotros tampoco cuando nos lo contaste —dijo Barbatus—. Puede que sí ahora.
—¡Entonces decidme!
Señaló con una mano el cadáver.
—Ahí tienes a Apu-Punchau.
—Por supuesto, eso lo supe hace mucho. Por ese nombre me llamaban, y vi construir este lugar. Iba a ser un templo, el Templo del Día, el Sol Viejo. Pero yo soy Severian y también Apu-Punchau la Cabeza del Día. ¿Cómo pudo mi cuerpo alzarse de entre los muertos? ¿Cómo pude morir? La cumana dijo que esto no era una tumba sino la casa en que vivía.
Mientras hablaba tuve la impresión de verla: la mujer vieja que escondía la serpiente sabia. —También te dijo que no sabía nada de esa época —cantó Famulimus.
Asentí.
—¿Cómo podía morir el sol tibio que se elevaba cada día? ¿Y cómo podías morir tú, entonces, que eras ese sol? Tú gente te dejó aquí con abundancia de cánticos. Y selló tu puerta para que vivieras eternamente.
Barbatus dijo: —Sabemos que al fin traerás el Sol Nuevo, Severian. Nosotros atravesamos esa época, como muchas otras, para reunirnos contigo en el castillo del gigante, y pensamos que sería la última vez. ¿Pero sabes cuándo se hizo el Sol Nuevo, el sol que trajiste a este sistema para curar al viejo?
—Cuando me dejaron en Urth eran los tiempos de Tifón, la época en que se esculpió la primera gran montaña. Pero poco antes estuve en la nave de Tzadkiel.
—Que a veces navega más rápido que los vientos que la impulsan —gruñó Barbatus— . Así que no sabes nada.
Famulimus cantó: —Si ahora quieres que te aconsejemos, cuenta todo. Nadie es buen guía si camina a ciegas.
De modo que empezando por el asesinato de mi sirviente, referí todo lo que me había pasado desde entonces hasta el momento en que desperté en la casa de Apu-Punchau. Nunca he tenido gran inclinación a entresacar detalles (como tú bien sabes, lector), en parte porque considero que todos los detalles son necesarios. Menos la tuve entonces, ya que trabajaba con la lengua y no con la pluma; les conté muchísimas cosas que no he puesto en este relato.
Mientras hablaba, un rayo de sol se abrió camino por una rendija; así supe que había vuelto a la vida de noche, y que ahora comenzaba un día nuevo.
Y todavía estaba hablando cuando empezaron a chirriar los tornos de los alfareros, y oímos cómo parloteaban las mujeres en camino hacia el río que desaparecería cuando el sol se enfriara.
Por fin dije: —Hasta aquí yo. Os toca a vosotros. Ahora que habéis oído todo esto, ¿podéis desentrañarme el misterio de Apu-Punchau?
Barbatus asintió: —Pienso que sí. Ya sabes que cuando una nave viaja raudamente entre las estrellas, lo que a bordo son minutos y días en Urth pueden ser años o siglos.
—Así será —admití— si uno piensa que el tiempo empezó a medirse por la llegada y la partida de la luz. —Por lo tanto tu estrella, la Fuente Blanca, nació hace cierto tiempo, y sin duda mucho antes del reinado de Tifón. Se me ocurre que esa época no está ahora muy lejos.
Me pareció que Famulimus sonreía, y quizá lo hizo.
—En verdad así ha de ser, Barbatus, cuando él llegó aquí por el propio poder de la estrella. Volando en el tiempo, corre hasta que tiene que parar; luego se para aquí porque no puede correr.
Si la interrupción perturbó a Barbatus, no hubo nada que lo indicara.
—Es posible que recuperes el poder cuando desde Urth se empiece a ver la luz de tu estrella. Si es así, tal vez en ese momento Apu-Punchau se despierte, siempre y cuando decida abandonar el sitio donde él mismo se ha encontrado.
—¿Despertar a la muerte en vida? —le pregunté yo—. ¡Qué horrible!
Famulimus disintió. —Maravilloso, di mejor, Severian. De la muerte a la vida para ayudar a las gentes que lo amaron.
Lo consideré durante un rato mientras los tres esperaban pacientemente. Por fin dije: —Quizás la muerte nos parece horrible sólo porque es una línea divisoria entre el terror y el asombro de la vida. Vemos únicamente el terror, que queda atrás.
Ossipago rezongó: —Eso esperamos todos, Severian, tanto como tú.
—Pero si Apu-Punchau soy yo, ¿qué era el cuerpo que encontré en la nave de Tzadkiel?
Casi en un susurro, Famulimus cantó: —El hombre a quien viste muerto lo dio a luz tu madre. Así me parece al menos por lo que se ha dicho. Lloraría por ella si tuviera lágrimas, aunque quizá no porque tú estés vivo aún. Lo que nosotros hicimos por ti aquí, Severian, el poderoso Tzadkiel lo llevó a cabo allí, tomando la memoria de tu mente muerta para construir de nuevo tu mente y construirte a ti.
—¿Quieres decir que cuando estuve ante el Sillón de justicia no era más un éidolon construido por Tzadkiel?
Ossipago murmuró: —Construido es un término demasiado fuerte, si entiendo tu lengua tanto como pienso. Digamos quizás manifestado.
Buscando una explicación, moví la mirada de él a Famulimus.
—Eras pensamiento reflejado en tu mente muerta. Él fijó la imagen, la integró, curó la herida fatal que tenías.
—Me transformó en una imagen andante y parlante de mí mismo. —Aunque había pronunciado las palabras, no conseguía ponerme a pensar qué significaban.— La caída me mató, igual que me mató aquí mi gente.
Me incliné a mirar el cadáver de Apu-Punchau. —Estrangulado, creo —murmuró Barbatus.
—¿No habría podido Tzadkiel hacerme volver, así como yo hice volver a Zama? ¿Curarme como yo curé a Herena? ¿Por qué tenía que morirme?
Nada me ha asombrado nunca más que lo que ocurrió entonces: Famulimus se arrodilló ante mí y besó el suelo.
Barbatus dijo: —¿Qué te hace pensar que Tzadkiel es dueño de semejante poder? Famulimus, Ossipago y yo no somos nada delante de él, pero tampoco somos sus esclavos; por grande que parezca, no es el jefe de su raza ni su salvador.
Sin duda habría tenido que sentirme entonces muy honrado. El caso es que estaba meramente perplejo y angustiosamente incómodo. Me apresuré a indicarle a Famulimus que se levantara y balbuceé: —¡Pero vosotros andáis por los Corredores del Tiempo!
Mientras Famulimus se ponía de pie, Barbatus se arrodilló delante de mí. Ella cantó: — Sólo cortos trechos, Severian: para hablar contigo y hacer cosas comunes. Nuestros relojes corren al revés en torno a vuestros dos soles.
De rodillas, Barbatus dijo: —Si hubiéramos permitido que Ossipago nos llevara a un lugar mejor, como deseaba, habría sido un lugar anterior. No habría sido mejor para ti, pienso.
—Una cuestión más, ilustres hieródulos, antes de que me devolváis a mi periodo. Después de hablar conmigo junto al mar, el maestro Malrubius se disolvió en un polvo reluciente. Y con todo… —No pude decirlo, pero mis ojos buscaron el cadáver. Barbatus asintió. —Ese éidolon, como tú lo llamas, existía desde hacía muy poco. No sé de qué energías se valió Tzadkiel para sostenerte en la nave; puede incluso que tú mismo extrajeras el poder necesario de cualquier fuente que hubiera a mano, así como para cargar a tu sirviente te apoderaste de la nave. Pero aun si al venir aquí dejaste esa fuente atrás, antes habías vivido mucho tiempo, en la nave, en Yesod, en la nave otra vez, en la gabarra, en la época de Tifón… Todo ese tiempo respiraste, comiste y bebiste materia no inestable, transformándola en provecho de tu cuerpo. Así se convirtió en un cuerpo sustancial.