La aldea no estaba muy lejos. Había allí en la playa unos pocos botes de mal aspecto, sin pintar y armados en gran parte, al menos así me pareció, con madera blanca de resaca. En la costa, a una ana o más de la marca de la marea, se alzaba una manzana de chozas perfectamente cuadrada. Tuve la certeza de que esa manzana era obra de Odilo: mostraba el amor al orden por el orden tan característico de los criados de alto rango. Luego reflexioné que probablemente los desvencijados botes también habían sido inspirados por Odilo; al fin y al cabo él había construido nuestra balsa.
Dos mujeres y un grupo de niños salieron de las casas para vernos pasar, y un hombre con una maza dejó de calafatear un bote y se les unió; mi sacerdote, que me seguía a un paso, me miró e hizo un gesto tan rápido que no pude entenderlo. Los aldeanos se hincaron de rodillas.
Inspirado por el sentido teatral que a menudo me he visto obligado a cultivar, alcé los brazos, abrí las manos y les di mi bendición; les dije que fueran bondadosos unos con otros y lo más felices posible. En realidad no hay más bendición que podamos dar nosotras, las deidades, aunque sin duda el Increado es capaz de mucho más.
Con diez zancadas dejamos atrás la aldea, aunque no tanto como para no oír que el botero empezaba a martillar de nuevo y los niños reanudaban juegos y llantos. Pregunté cuánto más lejos estaba el lugar donde vivía Odilo.
—No mucho —dijo mi sacerdote, y señaló.
Ahora caminábamos tierra adentro, subiendo por la hierba de una colina. Desde la cresta divisamos la cresta de la siguiente, y sobre ella tres cenadores uno junto a otro, cubiertos como el mío de altramuz trepador, arroyuela púrpura y ruda blanca de prado. — Allí —dijo mi sacerdote—. Allí duermen los otros dioses.
Apéndice — El milagro de Apu-Punchau
No hay para la mente primitiva ningún género de prodigio más convincente que el que afecta a las obras supuestamente inmutables de los cielos. Puede que la prolongación de la noche por parte de Severian, sin embargo, deje a mentes menos crédulas preguntándose de qué manera es posible lograr tal maravilla sin un cataclismo mayor que el que acompañó la llegada del Sol Nuevo.
Cabe adelantar al menos dos explicaciones. Los historiadores invocan la hipnosis colectiva para explicar todo prodigio múltiplemente atestiguado que no se pueda menoscabar de otra forma; pero no hay ningún hipnotizador verdadero que se preste a producir algo semejante.
Si se descarta la hipnosis colectiva, la única opción parece ser un eclipse en el sentido más amplio: es decir, el paso de cierto cuerpo opaco entre el Sol Viejo y Urth.
En este contexto, ha de señalarse que las estrellas vistas en invierno en la Comunidad aparecen sobre el pueblo de piedra en primavera (presumiblemente debido a la precesión de los equinoccios); pero durante la prolongación de la noche Severian ve las habituales estrellas de primavera. Esto redundaría en favor de la segunda explicación, lo mismo que la manifestación inmediata del Sol Viejo, ya por encima de los tejados, después de la capitulación de los autóctonos. Nada de lo escrito por Severian llega a explicar la verdadera naturaleza del cuerpo opaco; pero el lector atento encontrará poca dificultad en adelantar al menos una especulación plausible.
Gene Wolfe
Título originaclass="underline" The Urth of the New Sun
Volume Five of the Book of the New Sun
Traducción: Marcelo Cohen
© 1987 by Gene Wolfe
© 1996 Ediciones Minotauro S.A.
ISBN: 84-450-7145-9
Edición digitaclass="underline" Carlos Palazón R5 11/02