—Muy poco, aparte de que son vuestros señores.
—Entonces sabes realmente poco; ni siquiera eso es cierto. Vosotros nos llamáis hieródulos, y la palabra es vuestra, no nuestra, como vuestras son Barbatus, Famulimus y Ossipago, palabras que elegimos porque no son comunes y nos describen mejor que otras. ¿Sabes qué significa hieródulo, esa palabra de tu propia lengua?
—Sé que sois criaturas de este universo, pero que os moldearon los del siguiente para que los sirvierais aquí. Y que el servicio que quieren de vosotros es que moldeéis nuestra raza, la humanidad, porque somos afines a quienes los moldearon a ellos en las edades de la creación anterior.
—Hieródulo quiere decir «esclavo santo». ¿Cómo podríamos ser santos si no sirviéramos al Increado? El es nuestro señor, y sólo él.
Barbatus añadió: —Tú, Severian, has mandado ejércitos. Eres rey y héroe, o al menos lo eras hasta que dejaste tu mundo. Y también puede ocurrir que vuelvas a gobernar, si fracasas. Has de saber que los soldados no sirven a un oficial, o al menos no deberían. Sirven a una tribu, y del oficial reciben instrucciones.
Asentí.
—Entonces los hierogramatos son vuestros oficiales. Comprendo. Tal vez no os hayáis dado cuenta, pero yo tengo los recuerdos de mi antecesor; por eso sé que él fue puesto a prueba, como yo, y fracasó. Y siempre me ha parecido que lo que le hicieron, devolverlo acobardado a mirar cómo nuestra Urth empeoraba cada vez más, a responsabilizarse de todo sabiendo que había fallado en el único lance que podría haberlo arreglado, fue verdaderamente cruel.
Famulimus estaba casi siempre seria; ahora parecía más seria que nunca.
—¿Recuerdos, Severian? ¿Sólo tienes recuerdos?
Por primera vez en muchos años sentí que me subía la sangre a las mejillas.
—Mentí —dije—. Soy él, lo mismo que soy Thecla. Vosotros tres habéis sido amigos míos cuando tenía muy pocos; no debería mentiros por más que a menudo deba mentirme a mí.
Famulimus gorjeó: —Entonces debes saber que a todos los castigan de ese modo. Pero cuanto más se acerca cada uno al triunfo, peor es el dolor que siente. Es una ley que no podemos cambiar.
En la pasarela de fuera alguien gritó, no muy lejos. Fui hacia la puerta y el grito acabó en el gorgoteo de una garganta que se llena de sangre.
—¡Espera, Severian! —exclamó Barbatus, y Ossipago me cerró el paso a la puerta.
Apremiada, Famulimus canturreó entonces: —Sólo me queda por decir una cosa. Tzadkiel es justo y benévolo. Recuérdalo, por mucho que sufras.
Me volví contra ella; no pude evitarlo.
—Recuerdo una cosa: ¡el viejo Autarca no vio nunca a su juez! No me acordaba del nombre porque él se había esforzado por olvidarlo; pero ahora nos acordamos de todo, y era TzadkieL Era un hombre más benévolo que Severian, una persona más justa que Thecla. ¿Y ahora qué posibilidades tiene Urth?
Aunque no sé de quién era —de Thecla, tal vez, o de alguna de las tenues figuras ocultas detrás del viejo Autarca— una mano había bajado a mi pistola; tampoco sé a quién le habría disparado, como no fuera a mí mismo. No llegó a salir de la funda, porque Ossipago me agarró por detrás, inmovilizándome los brazos con un anillo de acero.
—Es Tzadkiel quien decidirá —me dijo Famulimus—. Urth tiene todas las posibilidades que tú puedas darle.
De alguna manera Ossipago abrió la puerta sin soltarme, o quizá se abrió sola a una orden que no oí. Me hizo girar y me empujó a la pasarela.
VI — Un muerto y la oscuridad
Era el camarero. Estaba en la pasarela, boca abajo, las gastadas suelas de las botas bien lustradas a menos de tres codos de mi puerta. Casi le habían cercenado la cabeza. Junto a la mano derecha tenía una navaja de muelle sin abrir.
Hacía diez años que yo llevaba la garra negra que me había arrancado del brazo a la orilla de Océano. Al comienzo de mi autarcado había tratado de usarla más de una vez, siempre sin éxito. En los últimos ocho años apenas había pensado en ella. Ahora la saqué de la bolsita de cuero que Dorcas me había cosido en Thrax, la apliqué a la frente del camarero y busqué repetir, fuera lo que fuese, lo que había hecho por la muchacha de la choza, el hombre mono de las cataratas y el ulano muerto.
Aunque no tenga ganas, intentaré describir lo que sucedió entonces. Una vez, estando prisionero de Vodalus, me mordió un murciélago vampiro. El dolor era poco, pero había una sensación de lasitud que se iba volviendo cada vez más seductora. Cuando moví el pie y eché al murciélago del festín, el viento de las alas oscuras me pareció la exhalación misma de la Muerte. Aquello no fue sino la sombra, el sabor anticipado de lo que sentí en la pasarela. Como siempre somos para nosotros, yo era el centro del universo; y como los harapos podridos de un Cliente, el universo se hizo trizas y en un polvo gris cayó a la nada.
Pasé largo tiempo tendido a oscuras, temblando. Tal vez estaba consciente. Sin duda no lo sabía, ni sabía de nada que no fuera ese dolor rojo que me atenazaba y una debilidad como la que deben de sentir los muertos. Al fin vi una chispa de luz; se me ocurrió que me había quedado ciego, pero si veía la chispa había cierta esperanza, por remota que fuese. Me senté, aunque estaba tan estragado y débil que fue un suplicio.
La chispa apareció de nuevo, un relámpago infinitesimal, menos que el brillo que convoca el sol en la punta de una aguja. Tendí la mano, pero cuando quise darme cuenta se había extinguido, mucho antes de que lograra mover los dedos rígidos y descubrirlos viscosos de sangre.
Había sido la garra, esa negra espina dura y afilada que hacía tanto tiempo me había pinchado el brazo. La garra se me había clavado en la segunda articulación del índice mientras yo tenía el puño cerrado y desde dentro había atravesado de nuevo la piel enganchando el dedo como un anzuelo. Me la quité de un tirón, apenas consciente del dolor, y húmeda aún de mi sangre la metí de nuevo en la bolsita.
A esa altura volvía a estar seguro de que me había quedado ciego. La lisa superficie donde yacía no era otra cosa, pensé, que el suelo de la pasarela; los paneles que descubrí a tientas una vez que me puse en pie bien podrían haber sido la pared. Pero allí había buena luz. ¿Quién me habría arrastrado a este otro lugar, ese lugar oscuro, convirtiéndome el cuerpo en un tormento? Oí el gemido de una voz de hombre. Era la mía, y me apreté la garra contra la mandíbula para acallarla.
De joven, viajando de Nessus a Thrax con Dorcas y de Thrax a Orithya en gran parte solo, había llevado acero y pedernal para hacer fuego. Ahora no tenía nada. Busqué en la mente y los bolsillos algo que me alumbrase, pero no encontré otra cosa que mi pistola. Sacándola, tomé aliento para gritar una advertencia; y sólo entonces se me ocurrió pedir auxilio.
No hubo respuesta. Presté atención pero no oí ningún paso. Tras cerciorarme de que la pistola se guía estando al mínimo, resolví usarla.
Dispararía un solo tiro. Si no veía la llama violeta, sabría que había perdido la vista. Entonces, desesperado, consideraría si deseaba perder también la vida, o si buscaría el tratamiento que la nave pudiera ofrecer. (Y, con todo, incluso entonces sabía que aunque eligiera —aunque eligiéramos— perecer, no podría. ¿Qué otra esperanza había para Urth?) Con la mano izquierda toqué la pared para orientarme. Con la otra levanté la pistola a la altura del hombro, como hacen los tiradores que disparan de lejos.
Un alfiler de luz fulguró ante mí como el rojo Verthandi visto entre nubes. Me asombró tanto verlo que apenas noté que había apretado el gatillo con el dedo lastimado.