Aquella noche nos despedimos a la altura del Courier Café, muy cerca ya de mi casa, y a la semana siguiente reanudamos nuestros encuentros en Treno's. A partir de entonces hablamos a menudo de mi novela; de hecho, y aunque es seguro que hablábamos también de otras cosas, ésa es casi la única de la que recuerdo que hablábamos. Eran conversaciones un tanto peculiares, a menudo desorientadoras, en cierto sentido siempre estimulantes, pero sólo en cierto sentido. A Rodney, por ejemplo, no le interesaba discutir el argumento de mi libro, que era en cambio el punto que más me preocupaba a mí, sino quién desarrollaba el argumento. «Las historias no existen», me dijo una vez. «Lo que sí existe es quien las cuenta. Si sabes quién es, hay historia; si no sabes quién es, no hay historia.» «Entonces yo ya tengo la mía», le dije. Le expliqué que lo único que tenía claro en mi novela era precisamente la identidad del narrador: un tipo exactamente igual que yo que se hallaba exactamente en las mismas circunstancias que yo. «í Entonces el narrador eres tú mismo?», conjeturó Rodney. «Ni hablar», dije, contento de ser ahora yo quien conseguía confundirle. «Se parece en todo a mí, pero no soy yo.» Empachado del objetivismo de Flaubert y de Eliot, argumenté que el narrador de mi novela no podía ser yo porque en ese caso me hubiera visto obligado a hablar de mí mismo, lo que no sólo era una forma de exhibicionismo o impudicia, sino un error literario, porque la auténtica literatura nunca revelaba la personalidad del autor, sino que la ocultaba. «Es verdad», convino Rodney. «Pero hablar mucho de uno mismo es la mejor manera de ocultarse.» A Rodney tampoco parecía interesarle demasiado lo que yo estaba contando o me proponía contar en mi libro; lo que sí le interesaba era lo que no iba a contar. «En una novela lo que no se cuenta siempre es más relevante que lo que se cuenta», me dijo otra vez. «Quiero decir que los silencios son más elocuentes que las palabras, y que todo el arte del narrador consiste en saber callarse a tiempo: por eso en el fondo la mejor manera de contar una historia es no contarla.» Yo escuchaba a Rodney subyugado, casi como si fuese un alquimista y cada frase que pronunciaba el ingrediente necesario de una pócima infalible, pero es probable que estas discusiones sobre mi futura novela frustrada -que a la larga serían decisivas para mí y que, sin que ninguno de los dos hubiera podido preverlo, prácticamente iban a ser también las últimas que Rodney y yo íbamos a mantener- contribuyeran a corto plazo a despistarme, porque lo cierto es que casi cada semana variaba por entero la orientación de mi libro. Ya he dicho que por aquella época yo era muy joven y carecía de experiencia y de juicio, lo que vale tanto para la vida como para la literatura y explica que en aquellas conversaciones sobre literatura prestara una atención desmesurada a observaciones anodinas de Rodney y apenas reparara en otras que tarde o temprano -más temprano que tarde- acabarían por serme de mucha utilidad; puede que me equivoque, pero ahora tiendo a creer que, aunque sea una paradoja -o precisamente por serlo-, lo que me permitió sobrevivir sin padecer daños irreparables al alud de lucidez a menudo delirante de Rodney fue precisamente esa incapacidad para discriminar lo esencial de lo superfluo y lo sensato de lo insensato.
Por fin, una mañana de principios de diciembre le entregué a Rodney las primeras páginas de mi novela, y al otro día, cuando al llegar al despacho le pregunté si las había leído, me emplazó a hablar del asunto en Treno's, después de la clase de Rota. Yo estaba impaciente por conocer la opinión de Rodney, pero aquella tarde la clase fue tan extenuante que al llegar a Treno's se me había pasado la impaciencia o había olvidado la novela, y lo único que quería era tomarme una cerveza y olvidarme de Rota y del americano patibulario, quienes durante una hora inacabable me habían torturado obligándome a traducir del catalán al inglés y del inglés al catalán una discusión esperpéntica acerca de las similitudes que unían un poema de J.V. Foix y otro de Arnaut Daniel. Así que es natural que cuando, después de la segunda cerveza y sin previo aviso, Rodney me preguntó si estaba seguro de que quería ser escritor, yo le contestase:
– Cualquier cosa antes que ser traductor. -Nos reímos, o por lo menos me reí yo, pero mientras lo hacía recordé otra discusión, la que acerca de las páginas primeras de mi novela teníamos pendiente y, como una prolongación despreocupada de la broma anterior, pregunté-: ¿Tan malo te ha parecido lo que te di?
– Malo no -contestó Rodney-. Horroroso.
El comentario fue como una patada en el estómago. Reaccioné con rapidez: traté de explicarle que lo que había leído no era más que un borrador, traté de defender el planteamiento de la novela que anunciaba; en vano: Rodney se sacó del bolsillo del chaquetón las páginas de la novela, las desdobló y procedió a triturar su contenido. Lo hizo sin apasionamiento, como el forense que practica una autopsia, lo que todavía me dolió más; pero lo que más me dolió es que íntimamente yo sabía que mi amigo tenía razón. Hundido y furioso, con todo el rencor acumulado mientras Rodney hablaba, le pregunté si lo que según él debía hacer era dejar de escribir.
– Yo no he dicho eso -me corrigió, impertérrito-. Lo que debas o no debas hacer es cosa tuya. No hay ningún escritor que no haya empezado escribiendo basura como ésta o peor, porque para ser un escritor decente ni siquiera hace falta talento: basta con un poco de empeño. Además, el talento no se tiene, sino que se conquista.
– ¿Entonces por qué me preguntas si estoy seguro de que quiero ser escritor? -pregunté.
– Porque puedes acabar consiguiéndolo.
– ¿Y dónde está el problema?
– En que es un oficio muy cabrón.
– No más que el de traductor, supongo. No digamos que el de minero.
– No estés tan seguro -dijo con un gesto inseguro-. No sé, a lo mejor sólo debería ser escritor quien no puede ser otra cosa.
Me reí como si tratara de imitar la risa feroz de un kamikaze, o como si estuviera vengándome.
– Vamos, vamos, Rodney: a ver si ahora va a resultar que eres un jodido romántico. O un sentimental. O un cobarde. A mí no me da ningún miedo fracasar.
– Claro -dijo-. Porque no tienes ni idea de lo que es. Pero ¿quién ha hablado del fracaso? Yo hablaba del éxito.
– Acabáramos -dije-. Ahora entiendo. La catástrofe del éxito. Se trataba de eso. Pero eso no es una idea, hombre: es sólo un tópico.
– Puede ser -dijo, y a continuación, como si se estuviera riendo de mí o me estuviera reprendiendo pero no quisiera que yo sospechara ni una cosa ni la otra, añadió-: Pero las ideas no se convierten en tópicos porque sean falsas, sino porque son verdaderas, o al menos porque contienen una parte sustancial de verdad. Y cuando uno se aburre de la verdad y empieza a decir cosas originales tratando de hacerse el interesante, acaba no diciendo más que tonterías. En el mejor de los casos tonterías originales y hasta interesantes, pero tonterías.
No supe qué contestarle y di un trago de cerveza. Notando que el sarcasmo me aliviaba del ultraje de la decepción dije:
– Bueno, por lo menos después de lo que has leído reconocerás que estoy vacunado contra el éxito.
– Tampoco estés tan seguro de eso -replicó Rodney-. A lo mejor nadie está vacunado contra el éxito; a lo mejor basta tener suficiente aguante con el fracaso para que te atrape el éxito. Y entonces ya no hay escapatoria. Se acabó. Finito. Kaputt. Ahí tienes a Scott, a Hemingway: los dos estaban enamorados del éxito, y a los dos los mató, y además mucho antes de que los enterraran. Sobre todo al pobre Scott, que era el más débil y el que más talento tenía y por eso el desastre le pilló antes y no tuvo tiempo de advertir que el éxito es letal, una desvergüenza, un desastre sin paliativos, una humillación para siempre. Le gustaba tanto que cuando le llegó ni siquiera se dio cuenta de que, aunque se engañase con protestas de orgullo y demostraciones de cinismo, en realidad no había hecho otra cosa más que buscarlo, y ahora que lo tenía entre las manos ya no le servía para nada ni podía hacer nada con él excepto dejar que le corrompiera. Y le corrompió. Le corrompió hasta el final. Ya sabes lo que decía Osear Wílde: «Hay dos tragedias en la vida. Una es no conseguir lo que se desea. La otra es conseguirlo». -Rodney se rió; yo no-. En fin, lo que quiero decir es que nadie muere por haber fracasado, pero es imposible sobrevivir con dignidad al éxito. Esto no lo dice nadie, ni siquiera Osear Wilde, porque es evidente o porque da mucha vergüenza decirlo, pero así es. De modo que, si te empeñas en ser escritor, aplaza todo lo que puedas el éxito.