Mientras escuchaba a Rodney me acordé inevitablemente de mi amigo Marcos y de nuestros sueños de triunfo y de las obras maestras con las que pensábamos vengarnos del mundo, y sobre todo me acordé de que una vez, algunos años atrás, Marcos me contó que un compañero insufrible de la Facultad de Bellas Artes le había dicho que la condición ideal de un artista es el fracaso, y que él le había contestado con una frase de un escritor francés, tal vez Jules Renard: «Sí, lo sé. Todos los grandes hombres primero fueron ignorados; pero yo no soy un gran hombre, así que preferiría tener éxito inmediatamente». También pensé que Rodney hablaba como si conociera lo que eran el éxito y el fracaso, cuando en realidad no conocía ni una cosa ni la otra (o no las conocía más que a través de los libros ni más que yo, que apenas las conocía), y que en realidad sus palabras sólo eran las palabras de un perdedor empapado de la hipócrita y empalagosa mitología del fracaso que gobernaba un país histéricamente obsesionado por el éxito. Pensé todo esto y a punto estuve de decirlo, pero no dije nada. Lo que hice, después de un silencio, fue burlarme de la jeremiada de Rodney.
– Si fracasas, porque fracasas, y si tienes éxito, porque tienes éxito -dije-. Menudo panorama.
Mi amigo ni siquiera sonrió.
– Un oficio muy jodido -dijo-, Pero no por eso. O no sólo por eso.
– ¿Te parece poco?
– Sí -dijo, y luego preguntó-: ¿Qué es un escritor?
– ¿Qué va a ser? -me impacienté-. Un tipo que es capaz de poner las palabras unas detrás de otras y que es capaz de hacerlo con gracia.
– Exacto -aprobó Rodney-. Pero también es un tipo que se plantea problemas complejísimos y que, en vez de resolverlos o tratar de resolverlos, como haría cualquier persona sensata, los vuelve más complejos todavía. Es decir: es un chiflado que mira la realidad, y a veces la ve.
– Todo el mundo ve la realidad -objeté-. Aunque no esté chiflado.
– Ahí es donde te equivocas -dijo Rodney-. Todo el mundo mira la realidad, pero poca gente la ve. El artista no es el que vuelve visible lo invisible: eso sí que es romanticismo, aunque no de la peor especie; el artista es el que vuelve visible lo que ya es visible y todo el mundo mira y nadie puede o nadie sabe o nadie quiere ver. Más bien nadie quiere ver. Es demasiado desagradable, a menudo es espantoso, y hay que tener los huevos muy bien puestos para verlo sin cerrar los ojos o sin echar a correr, porque quien lo ve se destruye o se vuelve loco. A menos, claro está, que tenga un escudo con que protegerse o que pueda hacer algo con lo que ve. -Rodney hizo una pausa y prosiguió-: Quiero decir que la gente normal padece o disfruta la realidad, pero no puede hacer nada con ella, mientras que el escritor sí puede, porque su oficio consiste en convertir la realidad en sentido, aunque ese sentido sea ilusorio; es decir, puede convertirla en belleza, y esa belleza o ese sentido son su escudo. Por eso digo que el escritor es un chiflado que tiene la obligación o el privilegio dudoso de ver la realidad, y por eso, cuando un escritor deja de escribir, acaba matándose, porque no ha sabido quitarse el vicio de ver la realidad pero ya no tiene un escudo con que protegerse de ella. Por eso se mató Hemingway. Y por eso cuando uno es escritor ya no puede dejar de serlo, a no ser que decida jugársela. Lo dicho: un oficio muy jodido.
Aquella conversación pudo terminar muy mal -de hecho tenía todos los números para que terminara muy mal-, pero no sé cómo ni por qué terminó mejor que ninguna otra, mientras Rodney y yo salíamos de Treno's riéndonos a carcajadas y yo me sentía más amigo que nunca de él y sentía más ganas que nunca de llegar a ser un escritor de verdad. Poco después empezaron las vacaciones de invierno y, casi de un día para otro, Urbana se vació: los estudiantes huyeron en tromba hacia sus hogares, las calles, edificios y comercios del campus quedaron desiertos y un extraño silencio sideral (o tal vez fuera marítimo) se apoderó de la ciudad, como si se hubiera convertido de golpe en un planeta girando lejos de su órbita o en un rutilante transatlántico milagrosamente varado en la nieve sin fin de Illinois. La última vez que estuvimos juntos en Trenos's Rodney me invitó a pasar el día de Navidad en su casa de Rantoul. Declrjré la invitación: le expliqué que desde hacía tiempo Rodrigo Ginés y yo habíamos proyectado para esas fechas un viaje en coche por el Medio Oeste, en compañía de Gudrun y de una amiga americana de Gudrun con la que yo me había acostado un par de veces (Barbara se llamaba); también le expliqué que, sí me daba su teléfono en Rantoul, a mi vuelta le llamaría para que nos viéramos antes de que empezaran de nuevo las clases.
– No te preocupes -dijo Rodney-. Te llamaré yo.
Así nos despedimos, y menos de una semana después partía de viaje con Rodrigo, Barbara y Gudrun. Habíamos previsto que estaríamos fuera de Urbana quince días, pero la realidad fue que no regresamos hasta al cabo de casi un mes. Viajábamos en el coche de Barbara, al principio siguiendo un plan vagamente prefijado, pero luego dejando que fuera el capricho o el azar quien nos guiara, y de esta forma, a menudo conduciendo todo el día y durmiendo de noche en moteles de carretera y hoteluchos baratos, bajamos primero hacia el sur, por Saint Louis, Memphis yjackson, hasta llegar a Nueva Orleans; allí permanecimos varios días, después de los cuales iniciamos lentamente el regreso dando un rodeo por el este, subiendo por Meridian, Tuscaloosa y Nashville hasta llegar a Cincinnati y luego hasta Indianapolis, desde donde volvimos a casa empapados de la luz y el frío y las carreteras y el sonido y la inmensidad y la nieve y los bares y la gente y las llanuras y la mugre y los cielos y la tristeza y los pueblos y las ciudades del Medio Oeste. Fue un viaje larguísimo y dichoso, durante el cual tomé la decisión irrevocable de hacerle caso a Rodney, arrojar a la basura la novela en que había estado trabajando durante meses y empezar a escribir otra de inmediato. Así que lo primero que hice al llegar a Urbana fue buscar a Rodney. En la guía de teléfonos sólo había un Falk -Robert Falk, médico- avecindado en Rantoul y, como sabía que Rodney vivía con su padre, supuse que era el padre de Rodney. Marqué varias veces el número que figuraba en la guía, pero nadie contestó. Por su parte, y contra lo que había prometido, durante el resto de las vacaciones Rodney tampoco se puso en contacto conmigo.
A finales de enero se reanudaron las clases, y el primer día, al abrir la puerta de mi despacho, seguro de que iba a reencontrarme por fin con Rodney, a punto estuve de darme de bruces con un gordito casi albino a quien no había visto nunca. Naturalmente, creí que me había equivocado de despacho y me apresuré a disculparme, pero antes de que pudiera cerrar la puerta el tipo me alargó una mano y me dijo en un español trabajoso que no me había equivocado; a continuación pronunció su nombre y me anunció que era el nuevo profesor ayudante de español. Perplejo, le estreché la mano, balbuceé algo, me presenté; luego conversamos un momento, ignoro acerca de qué, y sólo al final me resolví a preguntarle por Rodney. Me dijo que no sabía nada, salvo que él había sido contratado para sustituirlo. Antes de la primera clase de la mañana indagué en las oficinas: allí tampoco sabían nada. Finalmente fue la secretaria del jefe del departamento quien, al día siguiente, me dio noticias de mi amigo. Al parecer, apenas unos días antes del final de las vacaciones un familiar había llamado para anunciar que Rodney no iba a reincorporarse a su puesto de trabajo, razón por la cual el jefe se había visto obligado a buscar, furioso y a toda prisa, quien lo sustituyese. Le pregunté a la secretaria si sabía lo que le había ocurrido a Rodney; me dijo que no. Le pregunté si sabía si e! jefe lo sabía; me dijo que no y me aconsejó que no se me ocurriera preguntárselo. Le pregunté si tenía el teléfono de Rodney; me dijo que no.