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– Ni yo ni nadie en el departamento -me dijo, y entonces supe que estaba tan furiosa con Rodney como su jefe; sin embargo, antes de que me marchara se rindió a mi insistencia y añadió a regañadientes-: Pero tengo sus señas.

Algunos días después le pedí prestado el coche a Barbara y me fui a Rantoul. Era una tarde luminosa de principios de febrero. Salí de Urbana por Broadway y Cunningham Avenue, conduje hacia el norte por una autopista que avanzaba entre campos de maíz enterrados en la nieve, brillantes de sol y salpicados de pinos, arces, silos de metal y casitas aisladas, y al cabo de veinticinco minutos, después de dejar de lado una base aérea del ejército, llegué a Rantoul, una pequeña ciudad de trabajadores (en realidad poco más que un pueblo grande) comparada con la cual Urbana tenía cierto aire de metrópolis. A la entrada, en el cruce entre dos calles -Liberty Avenue y Century Boulevard-, había una gasolinera. Me detuve y pregunté a un hombre vestido con un mono por Belle Avenue, que era la calle donde, según la secretaria del departamento, vivía Rodney; me dio algunas indicaciones y continué hacia el centro. Al rato estaba perdido. Había empezado a anochecer; la ciudad parecía desierta. Paré el coche en una esquina, justo donde un letrero proclamaba: Sangamon Avenue. Frente a mí cruzaba una vía de tren y más allá la ciudad se disolvía en una oscuridad boscosa; a mi izquierda la calle no tardaba en cortarse; a mi derecha, a unos trescientos metros, parpadeaba un anuncio luminoso. Torcí a la derecha y fui hasta el anuncio: Bud's Bar, rezaba. Aparqué el coche en medio de una hilera de coches y entré.

En el bar reinaba una atmósfera de noche de sábado, humosa y jovial. Había bastante gente: muchachos jugando al billar, mujeres metiendo monedas en las máquinas tragaperras, hombres bebiendo cerveza y viendo un partido de béisbol en una pantalla gigante de televisión; un juke-box difundía música country por todo el local. Me acerqué a la barra, detrás de la cual deambulaban tres camareros -dos muy jóvenes y el otro algo mayor- en torno a una mesa baja y erizada de botellas y, mientras aguardaba que alguien me atendiera, me quedé mirando las fotos de estrellas de béisbol y el gran retrato de John Wayne vestido de vaquero, con un pañuelo granate anudado al cuello, que pendían de la pared del fondo. Por fin uno de los camareros, el mayor de los tres, se me acercó con cierto aire de urgencia, pero antes de que pudiera preguntarme qué deseaba tomar le dije que estaba buscando Belle Avenue, el 25 de Belle Avenue. Como si se estuviera burlando, el camarero preguntó:

– ¿Quiere ver al médico?

– Quiero ver a Rodney Falk -contesté.

Debí de decirlo en voz demasiado alta, porque dos hombres que estaban acodados a la barra junto a mí se volvieron para mirarme. La expresión del camarero había cambiado: ahora la burla se había convertido en una mezcla de extrañeza e interés; él también se acodó a la barra, como si mi respuesta hubiera disipado su prisa. Era un hombre de unos cuarenta años, compacto y oscuro, de cara rocosa, ojos achinados y nariz de boxeador; llevaba puesta una gorra sudada con la insignia de los Red Socks, que dejaba escapar por la nuca y las sienes mechones de pelo grasiento.

– ¿Conoce a Rodney? -preguntó.

– Claro -contesté-. Trabajamos juntos en Urbana.

– ¿En la universidad?

– En la universidad.

– Entiendo -asintió con la cabeza, pensativo. Luego añadió-: Rodney no está en su casa.

– Ah -dije, y a punto estuve de indagar dónde estaba o cómo sabía él que no estaba en casa, pero para entonces ya debía de sentirme inquieto, porque no lo hice-. Bueno, da igual. -Repetí-: ¿Podría decirme dónde queda el 25 de Belle Avenue?

– Claro -sonrió-. Pero ¿no le apetece tomarse antes una cerveza?

En aquel momento noté que los hombres sentados a la barra seguían escudriñándome, y absurdamente imaginé que toda la clientela del bar estaba pendiente de mi respuesta; una espuma fría se me acumuló de golpe en el estómago, igual que si acabara de ingresar en un sueño o en una zona de riesgo de la que debía escapar cuanto antes. En eso es en lo que pensé en aquel momento: en salir cuanto antes de aquel bar. Por eso dije:

– No, gracias.

Tal y como me había indicado el camarero, la casa de Rodney quedaba a apenas quinientos metros del Bud's Bar, justo al doblar la esquina de Belle Avenue. Era una casa más antigua, más amplia y más sólida que las que se alineaban junto a ella; salvo el tejado a dos aguas, de un gris pizarra, el resto del edificio estaba pintado de blanco: además de una estrecha buhardilla, tenía dos plantas, un porche al que se accedía por una escalera de peldaños marrones y un jardín delantero de césped quemado por la nieve, en el que se erguían dos arces copudos y un mástil con la bandera americana ondeando suavemente en la brisa del anochecer. Aparqué el coche frente a la fachada, subí las escaleras del porche y llamé al timbre. No contestaron y volví a llamar. Ya estaba a punto de atisbar el interior de la casa por una de las ventanas de la planta baja cuando se abrió la puerta y en el vano apareció un hombre de pelo completamente blanco, de unos setenta años, vestido con un batín azul muy grueso y con unas zapatillas del mismo color, sosteniendo con una mano el pomo de la puerta y un libro con la otra; en la penumbra del vestíbulo, tras él, entreví un perchero, un espejo con molduras de madera, el arranque de una escalera alfombrada que ascendía hacia la oscuridad del segundo piso. Salvo por la corpulencia y por el color de los ojos, el hombre apenas se asemejaba a Rodney, pero de inmediato adiviné en él a su padre. Sonreí y, embarulladamente, le saludé y le pregunté por Rodney. De pronto adoptó una actitud defensiva y, con intemperante severidad, me preguntó quién era. Se lo expliqué. Sólo entonces pareció relajarse un poco.

– Rodney me habló de usted -dijo, sin que se hubiera apagado la lucecita de desconfianza que destellaba en sus ojos-. El escritor, ¿no?

Lo dijo sin atisbo de ironía y, como me había ocurrido casi un año atrás con Marcelo Cuartera en El Yate, sentí que se me incendiaban las mejillas: era la segunda vez en mi vida que alguien me llamaba escritor, y me abrumó una mezcla inextricable de vergüenza y de orgullo, y también una oleada de afecto por Rodney. No dije nada, pero, como el hombre no parecía dispuesto a invitarme a entrar, ni a deshacer el silencio, por decir algo le pregunté si era el padre de Rodney. Me dijo que sí. Luego volví a preguntarle por Rodney y me respondió que no sabía dónde estaba.

– Se fue hace un par de semanas y no ha vuelto -dijo.

– ¿Le ha pasado algo? -pregunté.

– ¿Por qué iba a pasarle algo? -contestó.

Entonces le conté lo que me habían contado en el departamento.

– Es verdad -dijo el hombre-. Fui yo quien les avisó de que Rodney no volvería a dar ciase. Espero que eso no les haya causado ningún trastorno.

– En absoluto -mentí, pensando en el jefe del departamento y en su secretaria.

– Me alegro -dijo el padre de Rodney-. Bueno -añadió luego, iniciando el gesto de cerrar la puerta-. Discúlpeme, pero tengo cosas que hacer y…

– Espere un momento -le interrumpí sin saber cómo iba a continuar; continué-: Me gustaría que le dijera a Rodney que he estado aquí.